La fe y su acción

Creer no es concebir algo fijo y acabado, que se muestra ante nosotros, sino llevar a cabo la experiencia de una existencia viviente. Al creer, el hombre, que gracias a Dios ha nacido a una nueva existencia, adquiere conciencia de sí mismo, y conciencia de Dios como de aquel que dispensa, guarda y guía su existencia hacia la perfección. (…) Cuando digo : “Creo en Dios, que es a la vez el Santo, el Todopoderoso y la infinita Bondad”, si no hago nada más que eso, todo queda reducido a pura palabrería.

Para probar la verdad contenida allí, es necesario que yo la “realice”, es decir, es necesario que me una a Dios. Es necesario que yo le busque; que le dé cabida en mi alma a fin de que pueda penetrar en mí. En ese encuentro que viene desde lo más íntimo de mi ser, llego hasta Él y Él me deja percibir su fuerza y su dulzura.

Lo mismo sucede con la Providencia, la sabiduría amante por medio de la cual Dios dirige todo. Lo que Dios dirige son hombres dotados de vida interior. Más aún; soy yo mismo. No hay Providencia en general : hay – puesto que Dios quiso llamarme un día a la existencia y me creó – una Providencia en la cual me encuentro situado, donde actúo y a la que no puedo imaginar independientemente de mí, pues entonces me colocaría fuera de su alcance. Para hacerme una idea justa de esa Providencia es indispensable que la considere en su continuo devenir, es decir, que coopere yo mismo con ella.

Otro ejemplo más : el amor que Dios me profesa. Debería poder olvidar por un momento estas palabras, que expresan lo indecible, a fin de volverlas a encontrar inéditas y auténticas; porque, ¿cómo es posible creer en ese amor si me deja indiferente? Yo no puedo creer realmente, con todas las fuerzas vivas de mi alma, que Dios me ama, sino amándolo a mi vez o rebelándome contra su amor.

Para poder creer con fe viva que soy amado por Dios, es necesario que yo también lo ame a Él o que al menos sienta un comienzo de amor o el deseo de gozar de la gracia de poder amarlo. Y creo realmente ser amado por Dios en la misma medida en que yo mismo lo amo.

Ahora comprendemos mejor lo que es la fe : la conciencia de una realidad santa, origen y último fin de mi existencia. Conciencia de una realidad y de una existencia, pero en la experiencia viviente de esa existencia.

Sólo si existo como cristiano, puedo decir que creo. Y existo como cristiano en la medida en que mi vida es cristiana, puesto que en gran parte esa vida consiste en la fe, ya que la fe es la conciencia viviente de esa existencia.

Yo vivo, pues, con tanta mayor intensidad cuanto más profunda es mi fe…Y de nuevo el círculo se cierra.
Así, pues, creer no es un sentimiento pasivo, estático, sino de acción; no está acabado, sino en continuo devenir, en continua realización. Requiere un gran esfuerzo, y en eso consiste su grandeza.

Extraído del libro Sobre la vida de la fe
Escrito por Romano Guardini (1955) editado por Patmos – libros de espiritualidad

La fe y su contenido

El nacimiento de la fe varía de acuerdo con el temperamento y la condición de cada persona. Hay hombres que no van al encuentro de Cristo sino cuando ya han avanzado bastante en el camino de su vida; hay otros que educados en la tradición cristiana, deben asumir solos la responsabilidad de su fe; y finalmente hay hombres que criados en una atmósfera hostil o indiferente, sin ideas religiosas o con ideas referidas a imágenes estereotipadas, deben realizar una renovación para llegar a poseer una creencia digna de este nombre.

En el corazón de esa diversidad, la pluralidad de los dones y de los destinos juega su función, por lo tanto concluimos que hay tantas maneras de llegar a la fe como hombres llamados por Dios.

¿Se puede hablar de la fe sin hablar del objeto de la fe ?

Algunos pretenden que lo que en definitiva interesa no es tanto qué se cree como el hecho de creer, y la seriedad y la intensidad que en ello se pone.(…) En el sentido cristiano, la fe tiene un carácter único y exclusivo. La “fe” no es una noción global que podría convenir a numerosas modalidades, a los cristianos o a los musulmanes, al antiguo paganismo de los griegos o al budismo. No; ese vocablo designa un hecho único : la respuesta del hombre a Dios, que vino al mundo con Cristo.

La fe está en su contenido. Está determinada por lo que ella cree. Es la marcha viviente hacia Aquel en quien se cree, es la respuesta viva a la llamada de Aquel que se anuncia en la revelación y atrae al hombre por la obra de la gracia.

¿Adónde conduce, entonces, la fe cristiana? Hacia el Dios vivo revelado en la persona de Cristo. No hacia un “Dios” indeterminado, objeto de un vago presentimiento, de una experiencia cualquiera, sino hacia “el que es Dios y Padre de Jesucristo.” Pero ¿cómo es Dios?

(…)La imagen de Dios que se muestra ante nosotros no es simple, sino llena de contrastes y de misterios. Igualmente, nuestra fe en Él es, al mismo tiempo que una pertenencia íntima, un esfuerzo para vencer nuestro aislamiento; deseo nostálgico y resistencia, aproximación y alejamiento, conocimiento e ignorancia a la vez. La fe está hecha de antinomias y cargada de riesgos; no puede transportarse a un concepto.

Ella es lo que Dios representa para nosotros. Solamente en la medida en que la imagen de Dios se simplifica y se precisa, lo hace igualmente nuestra fe. La fe de aquellos que se han aproximado, que han madurado en Dios, que están en el camino de la santidad, es completamente simple.

Creer, es creer en Dios. La fe cristiana se dirige al rostro de Dios, pero a ese rostro tal cual es. La fe es como aquel a quien ella se dirige. Por medio de ella nos unimos a Dios uno y trino. Ella es, pues, un reflejo de la naturaleza de Dios.

¿Cómo se llama en las Sagradas Escrituras el proceso que organiza la relación de la fe y que crea una nueva vida? El nuevo nacimiento.

No hay que tomar esta expresión como una metáfora poética, vaga, sino en el sentido propio. La génesis de la fe consiste en ser transportado al seno creador de Dios. En cierto sentido, muere aquí la antigua existencia y otra comienza. Esa vida recientemente recibida procede de Dios mismo, y significa que el creyente es “de la misma sangre de Dios”, si se puede emplear esta expresión. Este parentesco divino se extiende a las Tres Personas de la Santa Trinidad.

Por la fe, el cristiano entra en comunidad con el Padre como su hijo o su hija; por la fe se inclina ante la majestad del Padre, confía todo lo que tiene a la custodia del Padre, acepta la voluntad del Padre para hacerla suya. Tal es el espíritu del Pater noster…( Padre nuestro )

Pero todo eso pasa por el Hijo. Tomado en sí mismo, el Padre permanece oculto. No se revela sino en el Hijo del cual es Padre. Cuando nosotros estamos “en Cristo”, cuando miramos al Padre con Él, cuando obedecemos y amamos con Él, sólo entonces estamos “frente al Padre” y lo “vemos.” La fe que nos une al Cristo en persona tiene su forma propia, crea un nuevo parentesco con Dios.

Cristo es nuestro hermano, como “el primer nacido entre muchos otros”, hermanos y hermanas. Él es nuestro maestro, el que nos muestra “el camino, la verdad y la vida.” Es Aquel que murió por nosotros y que resucitó; que nos penetra con su ser transformado e impone en nosotros la imagen del hombre nuevo, introduciéndonos en la unidad de la nueva creación.

También la fe que nos une al Espíritu santo es diferente. Él es quien nos consuela, quien ilumina nuestro espíritu y nuestro corazón. Él pone a Cristo en nosotros; Él nos enseña a hablar, a orar, a confesar nuestra fe y a luchar. Es la llama, la tempestad, la luz, el vínculo de amor.

En cada uno de estos casos hay fe, pero bajo una forma diferente. En cada caso se establece un vínculo de parentesco, pero con una persona divina diferente. Una es la fe con relación al Padre, otra la fe con relación al Hijo y otra más la fe con relación al Espíritu. Pero no es posible separar la una de las otras. Se sostienen, se iluminan y se impregnan mutuamente. Porque esas formas de la fe no constituyen, sin embargo, más que una sola fe, como las tres Personas divinas no forman sino un solo Dios.

Todas éstas son cosas profundas que se vuelven para nosotros cada vez más familiares a medida que nos desentendemos de las ideas generales imprecisas para volvernos hacia la revelación, decididos a tomarla tal como es, no tal como la modelamos según nuestra sapiencia y nuestra locura humanas.

Cuanto más se fortifica nuestra fe, más claros, más luminosos se nos aparecen los rostros de Dios que marcan los aspectos diferentes, las relaciones recíprocas y la unidad de esa vida de fe.

Pero también aquí todo varía según los hombres. El uno comienza a creer en el Padre, sin saber tal vez que sólo gracias al Hijo posee a ese Padre. Para él, la fe consiste, simplemente, en estar bajo la salvaguardia del Padre. A partir de allí, su fe se irá desenvolviendo y poco a poco descubrirá los otros rostros de Dios.

En cambio, otro encuentra primero a Cristo, su figura en la historia, su palabra en las Escrituras, y Cristo lo conducirá hacia el Padre y el Espíritu.

Un tercero, en fin, empieza sintiéndose atraído por las obras del espíritu, por la fisonomía de los santos, por la Virgen María, por la voz de la Iglesia. Es así como por primera vez siente el poder de lo divino y, en medio de la contingencia general, la garantía de lo eterno, que lo prepara para ligarse definitivamente por medio de la fe. El Hijo y el Padre se le revelarán después.

Para todo esto no hay leyes. Dios le ha dado a cada uno una naturaleza y un destino particulares, y llama a cada uno como Él quiere.

Extraído del libro Sobre la vida de la fe

Escrito por Romano Guardini (1955) editado por Patmos – libros de espiritualidad

La fe y el amor

Hay problemas – y son justamente los más profundos – que nuestra condición de “viajeros de paso en la tierra” nos obliga más bien a “vivir” que a intentar “resolver”. Tal es, sin duda, el punto de vista de Newman cuando dice que “creer significa ser capaz de soportar dudas”.

Esto nos conduce a uno de esos contextos donde principio y efecto engranan el uno con el otro : la relación entre la fe y el amor. ¿Qué relación hay entre la caridad y la fe? La primera respuesta que acude al espíritu es ésta : la caridad representa el desenvolvimiento supremo de la fe. Creer significa tener conciencia de la realidad viviente de Dios. Ahora bien, siendo ese Dios el amor por excelencia, el creyente se pone necesariamente en busca del amor. El mandamiento de amar a Dios y de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos nos incita a tener conciencia y a vivir de la fuerza más profunda que brota de la unión con Dios : esa fuerza es la caridad.

San Pablo, en su primera Epístola a los Corintios (capítulo XIII), habla sin cesar de ella y dice : “Aunque tuviera toda la fe posible, de manera que trasladase de una a otra parte los montes, no teniendo caridad soy nada”. San Juan lo resume todo en ella; de tal modo esta apremiante invitación a amar constituye la suma de todas las leyes de la vida cristiana. Y otro de los apóstoles, Santiago, no duda en decir que la fe que no se traduce en buenas obras es una fe “muerta”.

La caridad es, por excelencia el florecimiento de la fe. Si la caridad es el efecto inmediato de la fe, su eficacia viene a ser como su respiración. Luego, sin la caridad la fe se ahogaría. Desde que aparece la fe, el amor debe estar presente. En efecto, la fe de que hablan las Sagradas Escrituras debe arraigarse en el amor.

No podemos decirle a alguien : “Creo en ti”, sin que nos inspire cierto amor. Ahora podemos comprender mejor lo que significan estas palabras: “No se puede creer en Dios de una manera viviente si no se lo ama, o si no se siente, por lo menos, una atracción de amor, o no se tiene una disponibilidad de amor”.

Creer en Dios significa una cierta “visión” de Él; sentir de alguna manera que Él está ahí; que el mundo existe por Él y que Él es el centro del universo. Si no estoy preparado para amar a Dios, no lo “veré”. Su imagen será más vaga cada vez, luego se ocultará velada por otras cosas y terminará desvaneciéndose por completo. Cuando hay amor todo ocurre de muy distinta manera. De parte del hombre, “amar” es admitir desde luego la existencia de un ser que está por encima de él y que exige el don completo de sí mismo. Amar es estar preparado para el encuentro con el Altísimo; es, no sólo no esquivar ese encuentro, sino buscarlo a fin de reconocer que únicamente en el don que ese encuentro me exigirá podré hallarme a mí mismo. Esta actitud me inclinará hacia todo lo que me hable de Dios y me permitirá verlo.

Ahora bien, Dios se ha revelado de manera particular y precisa en Jesucristo, tanto que “aquel que lo ve, ve al Padre”. En Cristo llegó la luz que ilumina al mundo, a este mundo creado por ese “Verbo” que es precisamente Cristo. Con respecto al Hijo se ha dicho “que nadie va hacia Él, si no es llamado por el Padre”. De Cristo sabemos que los hombres no lo reconocieron, que se encarnizaron contra Él.

Se ha dicho, en fin, que la Palabra de Dios no puede ser comprendida si el corazón no ha sido tocado y la inteligencia despertada, y que el demonio puede arrancarla del corazón, por muy alerta que esté la atención. Para que el hombre perciba la revelación de Dios en Cristo, la Palabra de Dios exige, pues, la disponibilidad viviente, la gracia y el amor.

¿Cómo es posible que yo pueda amar si no “veo” a aquel a quien mi amor se dirige? ¿Cómo puedo amar antes de creer? He ahí la cuestión suprema. Estar dispuesto a amar es ya amar, y esa disponibilidad puede existir aún antes de que el objeto sea visible. Es el período del amor que busca; búsqueda imprecisa todavía, pero deseosa de fijarse en un rostro. Esta ansia, esta manera de sentirse como embargado, abre el corazón y lo agita. El corazón puede estar cerca de Dios mientras que la inteligencia está todavía lejos de Él.

Este impulso de amor prepara al hombre para el don total, que será la fe. Abre éste el corazón y la voluntad a la Verdad, se desprende de todo egoísmo y “perdiéndola, gana su alma”. Dios es independiente y libre, es esncialmente “Él”, pero toma forma y figura con respecto a mí, se me presenta según lo que soy; pide que yo lo reciba en mi pensamiento y en mi vida, para convertirse en “mi Dios”. Ese misterio no se cumple sino en el amor; y el primer acto de amor consiste en entregarse a Dios, considerando ese misterio.

La actitud amante dilata la mirada de la fe; y recíprocamente, cuanto más se afirma esa mirada, más crece el amor y más gana en claridad. Tanto puede decirse que la fe procede del amor, como que el amor procede de la fe, pues en lo más íntimo las dos cosas no son sino una : la manifestación en el hombre viviente del Dios viviente, lleno de gracia.

Nada podemos hacer, entonces, para aumentar nuestra fe, que abrir nuestro corazón al amor, tener la necesaria generosidad para desear la existencia de un ser superior a nosotros; ansiar conocer al que está en lo Alto, y entregarnos a él; adoptar la actitud decidida y serena del que no teme por sí, pues sabe que al hacer el don de su persona se sentirá más fuerte, más eficiente que si se replegara en sí mismo.

Pero todo esto sigue siendo terrenal. Es necesario que abramos nuestro corazón al misterio del amor que proviene de Dios, que nos ha sido dado por aquel en quien este amor es “virtud teologal”. En ese misterio nos hace participar la gracia. Dios nos es “dado” en la gracia, en el amor. De ese misterio es de donde vive la fe, y a él debemos entregarnos si queremos conocer una fe viva.

En su primera Epístola, San Juan formula la gran pregunta : ¿cómo puedes llegar a ponerte en una relación justa con el Dios invisible y misterioso? Respuesta : esforzándote por llegar a ponerte en relaciones justas con los hombres que te rodean. De ese modo, la capacidad de ver con “los ojos de la fe” se liga íntimamente con la disponibilidad de amar al prójimo con quien te encuentres, en cualquier momento dado.

 

Extraído del libro Sobre la vida de la fe

Escrito por Romano Guardini (1955) editado por Patmos – libros de espiritualidad

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La fe y su acción – 2da. parte

Creer no es concebir algo fijo y acabado, que se muestra ante nosotros, sino llevar a cabo la experiencia de una existencia viviente. Al creer, el hombre, que gracias a Dios ha nacido a una nueva existencia, adquiere conciencia de sí mismo, y conciencia de Dios como de aquel que dispensa, guarda y guía su existencia hacia la perfección. (…) Cuando digo : “Creo en Dios, que es a la vez el Santo, el Todopoderoso y la infinita Bondad”, si no hago nada más que eso, todo queda reducido a pura palabrería.

Para probar la verdad contenida allí, es necesario que yo la “realice”, es decir, es necesario que me una a Dios. Es necesario que yo le busque; que le dé cabida en mi alma a fin de que pueda penetrar en mí. En ese encuentro que viene desde lo más íntimo de mi ser, llego hasta Él y Él me deja percibir su fuerza y su dulzura.

Lo mismo sucede con la Providencia, la sabiduría amante por medio de la cual Dios dirige todo. Lo que Dios dirige son hombres dotados de vida interior. Más aún; soy yo mismo. No hay Providencia en general : hay – puesto que Dios quiso llamarme un día a la existencia y me creó – una Providencia en la cual me encuentro situado, donde actúo y a la que no puedo imaginar independientemente de mí, pues entonces me colocaría fuera de su alcance. Para hacerme una idea justa de esa Providencia es indispensable que la considere en su continuo devenir, es decir, que coopere yo mismo con ella.

Otro ejemplo más : el amor que Dios me profesa. Debería poder olvidar por un momento estas palabras, que expresan lo indecible, a fin de volverlas a encontrar inéditas y auténticas; porque, ¿cómo es posible creer en ese amor si me deja indiferente? Yo no puedo creer realmente, con todas las fuerzas vivas de mi alma, que Dios me ama, sino amándolo a mi vez o rebelándome contra su amor.

Para poder creer con fe viva que soy amado por Dios, es necesario que yo también lo ame a Él o que al menos sienta un comienzo de amor o el deseo de gozar de la gracia de poder amarlo. Y creo realmente ser amado por Dios en la misma medida en que yo mismo lo amo.

Ahora comprendemos mejor lo que es la fe : la conciencia de una realidad santa, origen y último fin de mi existencia. Conciencia de una realidad y de una existencia, pero en la experiencia viviente de esa existencia.

Sólo si existo como cristiano, puedo decir que creo. Y existo como cristiano en la medida en que mi vida es cristiana, puesto que en gran parte esa vida consiste en la fe, ya que la fe es la conciencia viviente de esa existencia.

Yo vivo, pues, con tanta mayor intensidad cuanto más profunda es mi fe…Y de nuevo el círculo se cierra.

Así, pues, creer no es un sentimiento pasivo, estático, sino de acción; no está acabado, sino en continuo devenir, en continua realización. Requiere un gran esfuerzo, y en eso consiste su grandeza.

 

Extraído del libro Sobre la vida de la fe

Escrito por Romano Guardini (1955) editado por Patmos – libros de espiritualidad

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La fe y su acción – 1era. parte

La fe no puede ser comprendida sino en la fe. Pero necesitamos ayudar a nuestra inteligencia. Tratando de explicar ese algo “nuevo” que es la fe, nos valdremos de imágenes sacadas de nuestra experiencia. Más que comparar la fe con el saber natural, elijamos más bien otro género de “saber”, cuya índole pueda tener cierta afinidad con la fe: el que me permite conocerme a mí mismo.

En tal caso, el objeto del saber no es una cosa acabada ante la cual yo estoy en actitud de observador, puesto que el “objeto” y el “sujeto” son idénticos; lo que yo conozco a través de mi conciencia es mi propia alma en acción de vivir. Luego, si no lo vivo por experiencia no lo puedo conocer, puesto que entonces no existe. Desde tal perspectiva el mundo exterior, las cosas, los hombres y los acontecimientos, adquieren un carácter particular.

Ese mundo de las cosas y de los acontecimientos mueve mi existencia y concurre a su desenvolvimiento; a su vez, mi existencia le confiere un significado y un centro de gravedad. Si yo no viviera en él, si no le diese un sentido, ese mundo no sería una cosa existente.

Entonces, si quiero asir la verdad que hay en todo ello –hablo de verdad real y viviente- debo “hacerla”. Necesito entrar en mí mismo, hacerme cargo de mi persona, vivir, marchar hacia adelante. Cuanto más resueltamente lo haga, más intensamente viviré y con mayor claridad se perfilará lo que trato de conocer, que soy yo mismo, en el mundo que me rodea. Sólo entonces todo se vuelve auténtico. El objeto de este conocimiento no se elabora sino en la medida en que vivo.

Esto nos da una imagen más precisa de lo que es la comprensión de la fe por sí misma. Yo creo en Dios vivo, uno y trino en su obra sagrada de creación, de redención y de consumación. Pero para que sea total esta obra en la cual creo, es necesario que yo participe en ella con mi vida cristiana. El cristiano mismo forma parte del Credo. Los artículos del Credo no son meras comprobaciones exhibidas como lemas en la pared; son los términos en que la persona manifiesta esta su “profesión de fe”, su voluntad de vivir de acuerdo con ellos. Por otra parte, nuestra persona está explícitamente nombrada en el símbolo, que comienza por estas palabras : “Yo creo”.

El cristiano está presente en el Credo como el hombre llamado a la fe y que con la fe responde. Y responde como un ser que sabe que está en causa, como alguien que está vivo en esa verdad cristiana que afirma al confesar su fe. Y no tomando en abstracto al cristiano, sino como una persona determinada. Él mismo forma parte integrante de aquello en lo cual cree. En resumidas cuentas, el “objeto” de la fe cristiana concreta no es lo que es, sino por su referencia al cristiano que cree en ella.

Creer, no es concebir algo fijo y acabado, que se muestra ante nosotros, sino llevar a cabo la experiencia personal de una existencia viviente. Al creer, el hombre, que gracias a dios ha nacido a una nueva existencia, adquiere conciencia de sí mismo, y conciencia de Dios como de aquel que dispensa, guarda y guía su existencia hacia la perfección.

No se puede creer en una existencia tal sino porque existe, y existe actualizándose. Y cuanto más fuertemente se actualiza, más su presencia se hace sentir y se impone a la fe. Partiendo de otro punto de vista, llegamos al carácter inicial de la fe, tal como se expresa en ese “círculo” en que el pensamiento se encuentra a sí mismo.

Extraído del libro Sobre la vida de la fe

Escrito por Romano Guardini (1955) editado por Patmos – libros de espiritualidad

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Me encantaría recibir alguna reflexión, texto u oración que quieras compartir.

La fe y su contenido

El nacimiento de la fe varía de acuerdo con el temperamento y la condición de cada persona. Hay hombres que no van al encuentro de Cristo sino cuando ya han avanzado bastante en el camino de su vida; hay otros que educados en la tradición cristiana, deben asumir solos la responsabilidad de su fe; y finalmente hay hombres que criados en una atmósfera hostil o indiferente, sin ideas religiosas o con ideas referidas a imágenes estereotipadas, deben realizar una renovación para llegar a poseer una creencia digna de este nombre.

En el corazón de esa diversidad, la pluralidad de los dones y de los destinos juega su función, por lo tanto concluimos que hay tantas maneras de llegar a la fe como hombres llamados por Dios.

¿Se puede hablar de la fe sin hablar del objeto de la fe ?

Algunos pretenden que lo que en definitiva interesa no es tanto qué se cree como el hecho de creer, y la seriedad y la intensidad que en ello se pone.(…) En el sentido cristiano, la fe tiene un carácter único y exclusivo. La “fe” no es una noción global que podría convenir a numerosas modalidades, a los cristianos o a los musulmanes, al antiguo paganismo de los griegos o al budismo. No; ese vocablo designa un hecho único : la respuesta del hombre a Dios, que vino al mundo con Cristo.

La fe está en su contenido. Está determinada por lo que ella cree. Es la marcha viviente hacia Aquel en quien se cree, es la respuesta viva a la llamada de Aquel que se anuncia en la revelación y atrae al hombre por la obra de la gracia.

¿Adónde conduce, entonces, la fe cristiana? Hacia el Dios vivo revelado en la persona de Cristo. No hacia un “Dios” indeterminado, objeto de un vago presentimiento, de una experiencia cualquiera, sino hacia “el que es Dios y Padre de Jesucristo.” Pero ¿cómo es Dios?

(…)La imagen de Dios que se muestra ante nosotros no es simple, sino llena de contrastes y de misterios. Igualmente, nuestra fe en Él es, al mismo tiempo que una pertenencia íntima, un esfuerzo para vencer nuestro aislamiento; deseo nostálgico y resistencia, aproximación y alejamiento, conocimiento e ignorancia a la vez. La fe está hecha de antinomias y cargada de riesgos; no puede transportarse a un concepto.

Ella es lo que Dios representa para nosotros. Solamente en la medida en que la imagen de Dios se simplifica y se precisa, lo hace igualmente nuestra fe. La fe de aquellos que se han aproximado, que han madurado en Dios, que están en el camino de la santidad, es completamente simple.

Creer, es creer en Dios. La fe cristiana se dirige al rostro de Dios, pero a ese rostro tal cual es. La fe es como aquel a quien ella se dirige. Por medio de ella nos unimos a Dios uno y trino. Ella es, pues, un reflejo de la naturaleza de Dios.

¿Cómo se llama en las Sagradas Escrituras el proceso que organiza la relación de la fe y que crea una nueva vida? El nuevo nacimiento.

No hay que tomar esta expresión como una metáfora poética, vaga, sino en el sentido propio. La génesis de la fe consiste en ser transportado al seno creador de Dios. En cierto sentido, muere aquí la antigua existencia y otra comienza. Esa vida recientemente recibida procede de Dios mismo, y significa que el creyente es “de la misma sangre de Dios”, si se puede emplear esta expresión. Este parentesco divino se extiende a las Tres Personas de la Santa Trinidad.

Por la fe, el cristiano entra en comunidad con el Padre como su hijo o su hija; por la fe se inclina ante la majestad del Padre, confía todo lo que tiene a la custodia del Padre, acepta la voluntad del Padre para hacerla suya. Tal es el espíritu del Pater noster…( Padre nuestro )

Pero todo eso pasa por el Hijo. Tomado en sí mismo, el Padre permanece oculto. No se revela sino en el Hijo del cual es Padre. Cuando nosotros estamos “en Cristo”, cuando miramos al Padre con Él, cuando obedecemos y amamos con Él, sólo entonces estamos “frente al Padre” y lo “vemos.” La fe que nos une al Cristo en persona tiene su forma propia, crea un nuevo parentesco con Dios.

Cristo es nuestro hermano, como “el primer nacido entre muchos otros”, hermanos y hermanas. Él es nuestro maestro, el que nos muestra “el camino, la verdad y la vida.” Es Aquel que murió por nosotros y que resucitó; que nos penetra con su ser transformado e impone en nosotros la imagen del hombre nuevo, introduciéndonos en la unidad de la nueva creación.

También la fe que nos une al Espíritu santo es diferente. Él es quien nos consuela, quien ilumina nuestro espíritu y nuestro corazón. Él pone a Cristo en nosotros; Él nos enseña a hablar, a orar, a confesar nuestra fe y a luchar. Es la llama, la tempestad, la luz, el vínculo de amor.

En cada uno de estos casos hay fe, pero bajo una forma diferente. En cada caso se establece un vínculo de parentesco, pero con una persona divina diferente. Una es la fe con relación al Padre, otra la fe con relación al Hijo y otra más la fe con relación al Espíritu. Pero no es posible separar la una de las otras. Se sostienen, se iluminan y se impregnan mutuamente. Porque esas formas de la fe no constituyen, sin embargo, más que una sola fe, como las tres Personas divinas no forman sino un solo Dios.

Todas éstas son cosas profundas que se vuelven para nosotros cada vez más familiares a medida que nos desentendemos de las ideas generales imprecisas para volvernos hacia la revelación, decididos a tomarla tal como es, no tal como la modelamos según nuestra sapiencia y nuestra locura humanas.

Cuanto más se fortifica nuestra fe, más claros, más luminosos se nos aparecen los rostros de Dios que marcan los aspectos diferentes, las relaciones recíprocas y la unidad de esa vida de fe.

Pero también aquí todo varía según los hombres. El uno comienza a creer en el Padre, sin saber tal vez que sólo gracias al Hijo posee a ese Padre. Para él, la fe consiste, simplemente, en estar bajo la salvaguardia del Padre. A partir de allí, su fe se irá desenvolviendo y poco a poco descubrirá los otros rostros de Dios.

En cambio, otro encuentra primero a Cristo, su figura en la historia, su palabra en las Escrituras, y Cristo lo conducirá hacia el Padre y el Espíritu.

Un tercero, en fin, empieza sintiéndose atraído por las obras del espíritu, por la fisonomía de los santos, por la Virgen María, por la voz de la Iglesia. Es así como por primera vez siente el poder de lo divino y, en medio de la contingencia general, la garantía de lo eterno, que lo prepara para ligarse definitivamente por medio de la fe. El Hijo y el Padre se le revelarán después.

Para todo esto no hay leyes. Dios le ha dado a cada uno una naturaleza y un destino particulares, y llama a cada uno como Él quiere.

Extraído del libro Sobre la vida de la fe

Escrito por Romano Guardini (1955) editado por Patmos – libros de espiritualidad

Te invito a compartir este texto y que lo envíes a quienes creas que lo puedan disfrutar o que les pueda ser de utilidad.

Me encantaría recibir alguna reflexión, texto u oración que quieras compartir.