Actitudes beneficiosas de una paciente y sus amigas durante una Enfermedad Grave

Video subido a You Tube el 19 de Abril 2016

Dos días después del 20mo. Aniversario de la muerte de mi madre tras tres años de lucha frente a un cáncer que acabó con su vida, ofrezco mis vivencias propias durante ese tiempo, para dar mi testimonio sobre las actitudes beneficiosas de mi madre como paciente, de su círculo de amigos como acompañantes y de personas que la apoyaron en su difícil trance, con la idea de ponerlo a disposición de personas que puedan atravesar una situación similar como enfermas o como acompañantes en la actualidad o en el futuro.

Acompaño con imágenes mi testimonio de casi diez minutos, para que sea más ameno y llevadero, y para recordar a mi madre junto con las personas que la conocieron.

A veinte años de la muerte de mi madre, recuerdo y agradezco a sus médicos Florencia Perazzo y Edgardo Liaño por el muy buen trato que tuvieron con mi madre, a la acompañante voluntaria Batty Dillon por su amorosa dedicación en apoyarla espiritual y religiosamente, y a quienes la brindaron su amor, cariño y amistad durante su enfermedad.

La noche del «Atleta de Dios»

Me acompaña desde ayer un extraño pensamiento: ¿Qué haría si me fuese concedido compartir la pena -y, a la vez, gozar el privilegio- de los que velan las noches del Papa, en su habitación de enfermo en la última planta del hospital que quiso erigir el tempestuoso converso fra Agostino Gemelli?

Una pequeña silla en un ángulo en penumbra y sin otro empeño que el de estarme quieto, meditando en silencio, dejando a otros, obviamente, los asuntos que no me incumben. Sufrir la pena, digo, de una situación semejante.

No existe, no puede haber sospecha de retórica en confirmar que, para el católico, este hombre es lo que su propio nombre indica: Papa, es decir, algo más que «padre»: Un afectuoso y tierno «papá», «papaíto».

¿Cómo no sufrir, entonces, a la vista del cuerpo paterno doblegado por un mal que desde hace años, día tras día, avanza implacable, fijando la rigidez de los miembros y el rostro que hemos amado en el vigor de la madurez, cuando el mundo –sorprendido y fascinado— hablaba del «Atleta de Dios»?

La fuerza del anuncio evangélico se unía a la fuerza del anunciador, formando una unión que contribuyó, entre otras cosas, a agrietar y más tarde derrumbar la inmensa prisión de la que él mismo había conocido los barrotes; aquel régimen que proclamaba la inexistencia de Dios y que parecía de un
acero imperforable. A la tan conocida y burlona pregunta de Stalin sobre el número y el armamento de las «divisiones del Papa», este sucesor de Pedro le dio la más definitiva de las respuestas. El misterio de un Papa.

Pero, junto a la pena, sería consciente del privilegio: Una ocasión única de reflexión, casi un curso -dramáticamente condensado- de ejercicios espirituales. En aquel ángulo apartado, percibiría, casi palpable, el sentido del misterio. Ese misterio que cada Papa representa.

Como le recordé en la primera de las preguntas que él mismo quiso que le hiciera, frente a él -como, a través de los siglos, frente a cada uno de los hombres vestidos de blanco que se proclama y que se considera «Vicario de Cristo en la Tierra»-, es necesario elegir. O la persona que representa semejante pretensión es realmente el enigmático testimonio viviente del Creador, o quizás es el mayor responsable de una ilusión que dos mil años de persistencia han vuelto todavía más grotesca y alienante.

¿Quién es, realmente, el hombre de respiración dificultosa que está en la cama del hospital? Conozco muy bien las razones del rechazo, de la incredulidad, del agnosticismo: Esas razones (que no es lícito infravalorar porque parecen deseadas por Dios mismo, que ama revelarse en el claroscuro para salvar nuestra libertad de rechazarlo) fueron también las mías. Pero desde hace mucho tiempo, y no por mérito propio, una evidencia irrefutable ha reventado las costras de una duda que me parecía impenetrable. Por tanto, ya no vacilo: Ese octogenario que sufre entre las sábanas se encuentra en un diálogo tan misterioso como directo con Dios.

Ese hombre que respira fatigosamente cumple para sus fieles hoy con el deber que le fue confiado a Simón Pedro por el Mesías resucitado en las orillas del Lago Tiberíades: «Apacienta mis ovejas». Ese hombre es la garantía de una verdad que pretende echar en cara cosas paradójicas, absurdas, para quienes pretenden quedarse en el ámbito de la razón y la modernidad.

Auténticos escándalos, empezando por el de la Eucaristía, que mediante una serie de palabras antiguas asegura transformar el pan y el vino nada menos que en la carne y la sangre de un Crucificado en Jerusalén, hace ya veinte siglos.

Con poco que se piense, aparece el vértigo, el escalofrío, el sagrado estremecimiento que ya no advertimos, ocupándonos del Vaticano como institución de poder, juzgando las recaídas políticas de sus elecciones, viendo al Papa como a uno más entre los grandes de la Tierra. Quizá porque nos obligaría a tomar posición, a elegir, hemos apartado el enigma provocador que encarna cada Papa. Y que también Juan Pablo II representa.

Sufriendo su sufrimiento advertiría, al mismo tiempo, la seducción y la desazón («terrible es este Misterio», grita la misma Escritura) de lo que rodea ese lecho en un hospital romano. Lo que los ojos del cuerpo no ven, pero que, incluso en la bruma que nos rodea, vislumbran los ojos de la fe: La gloria de Cristo mismo que continúa su pasión en el sufrimiento de ese anciano enfermo, al que un día acogerá con su «ven, siervo bueno y fiel».

Desde la penumbra de mi silla, me preguntaría cómo unas espaldas de mortal pueden sostener tan consciente responsabilidad, qué fuerza sostiene a quien es llamado a este ministerio -inquietante, más que deseable- sin parangón sobre la Tierra.

Siempre, en cada religión, los «hombres de Dios» no son más que mediadores, anunciadores, maestros, testimonios del Eterno. Sólo en el cristianismo –es más, sólo en su versión católica- un hombre, el Papa, representa, de algún modo hace visible, al Hijo mismo de Dios que camina en la Historia.

Comprendería bien, en aquella habitación del Gemelli, por qué la Iglesia obliga a cada uno de sus sacerdotes y a cada uno de sus fieles a rezar cada día para que sepa llevar un peso humanamente intolerable. Ahora, quizá, ese peso es aliviado por Juan Pablo II: Decirlo puede parecer sorprendente, pero no lo es desde la perspectiva de la fe.

Karol Wojtyla, tan viejo y enfermo, ha sido llamado a ser testigo del sufrimiento que lo hace común a su Jefe, Cristo. El Papa sobre su cruz nos remite a Jesús mismo, porque —como ya hace— acepta con coraje, humildad y resignación beber ese cáliz amargo que, en Getsemaní, aterró a Jesús mismo.

El Pontífice que ha escrito más encíclicas y pronunciado más discursos es ahora casi incapaz de escribir y de hablar, pero pronuncia precisamente ahora su homilía más convincente: La que mana del dolor asumido cristianamente y, por tanto, transfigurado. Sobre todo esto, gratamente, reflexionaría si, en un caso impensable, velara junto a ese lecho romano.

Vittorio Messori
El autor es un intelectual italiano, converso a la fe católica. ROMA, Italia
Autor de las preguntas a Juan Pablo II para el libro que sería best-seller en todas las lenguas: Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza.

Extraído de Vozpapa del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com ( Febrero 2005 )

Receta para el triunfo

¿Qué habrá sentido Lance Armstrong al ganar por quinta vez consecutiva la Tour de Francia? ¿Qué habrá significado conquistar la carrera deportiva más extenuante que hay sobre la tierra, después de sobrevivir un cáncer en los testículos con metástasis en el cerebro y en los pulmones? No sé.

De hecho, su triunfo nos involucra, nos maravilla y nos inspira porque sabemos que en él hay algo que hace eco en nosotros, en esa parte profunda que dice que hay algo más allá, algo mejor, algo que podemos lograr.

Desde mi punto de vista, Armstrong nos da varias lecciones con su determinación para mostrar que hay vida después del cáncer.

La principal es que el dolor es inevitable y que darnos por vencidos es opcional. Después de su diagnóstico, con 50% de probabilidades de salir adelante, decide encarar su realidad y sobreponerse.

Benjamín Franklin escribió, «Aquello que duele, instruye». Quizá es por eso que superar los obstáculos nos proporciona las lecciones más valiosas de la vida.
La enfermedad, el dolor y la caída siempre nos enfrentan con nuestra fortaleza, el reto es estar dispuestos a obtener un aprendizaje que nos permita ser mejores. Yo creo que, por eso, Armstrong ha podido resurgir en cada ocasión, más fuerte, más decidido y más maduro.

Sin duda, el valor es lo que nos puede sacar adelante y nuestro éxito depende del coraje que empleemos en enfrentar la adversidad.

Otra cualidad que separa a un campeón del resto de la gente, es persistencia que no es otra cosa que la expresión de nuestra fuerza mental.

En esta ocasión, Armstrong, con 31 años, gana la carrera de 23 días y 3,427 kilómetros. Fueron tantos los imprevistos que tuvo que sortear que, en una entrevista, Lance declaró: «Si en la carrera hubiera aterrizado un avión, no me habría sorprendido».

A pesar de que chocó el segundo día y sufrió una lesión, de que perdió 5 kilos por deshidratación durante una onda de calor, de haber luchado en una de las subidas más arduas con un freno que tallaba constantemente la llanta trasera, de que sufrió una caída cuando se le atoró el manubrio de la bicicleta con la visera de un niño, a pesar de una enfermedad del estómago, de las fuertes lluvias y los potentes rivales, Armstrong ha brindado con champagne en la etapa final.

Como él, miles de hombres y mujeres exitosas, son persistentes.

Otra de las lecciones de Armstrong es que siempre hay una recompensa para el trabajo duro. La motivación es importante y las metas imprescindibles pero nada sucede si no le agregamos mucho esfuerzo. Los premios vienen a través del tiempo, de la dedicación, del sacrificio y aun del fracaso.

El triunfo requiere de una gran dosis de terquedad, sin embargo, a diario nos bombardean con mensajes totalmente opuestos: Hay muchas maneras fáciles y rápidas para obtener lo que deseamos. Todo es fácil y rápido. ¿Ha escuchado cómo, con unas pastillas, podemos bajar 10 kilos de peso, en dos semanas?

También podemos tener un cuerpo atlético, mientras vemos la tele, sentados con un cinturón que hace el ejercicio por nosotros. De igual forma, podemos aprender a hablar inglés, casi por hipnosis. Y estos mensajes siempre van acompañados de frases del tipo: «Porque te lo mereces», «¡Tú puedes tenerlo!», «¡Consíguelo ahora!»

No dudo que alguien lo pueda lograr, lo malo es que, al cabo de un rato de escuchar este tipo de mensajes, comenzamos a creerlo. Y muchas personas, especialmente jóvenes, pueden creer que la fórmula del éxito radica en presionar un botón mágico que evita todo esfuerzo y compromiso.

No hay trucos, atajos ni secretos para obtener el éxito, aunque no nos vendría mal observar que Armstrong comienza su arduo entrenamiento prácticamente al día siguiente de la celebración de la victoria. Con una preparación meticulosa, una disciplina férrea, durante horas, sin importar el clima, ni el estado de ánimo, a diario, trabaja para cumplir su sueño. Y claro, su esfuerzo lo hace pasar a la historia como uno de los más grandes atletas de nuestro tiempo.
No hay otra. El triunfo requiere, disciplina, coraje, entrega, pasión y mucho trabajo.

El triunfo implica una elección. Cada vez que decimos sí, tenemos que decirle no a muchas otras cosas. La verdadera receta para el triunfo surge cuando nos aventuramos a responder a la pregunta: ¿Estamos dispuestos a alcanzarlo?

Autor: Gaby Vargas
Envió: Ricardo Renan Raigoza Gutiérrez ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Volveré más fuerte que antes

Esta es una historia de brutales accidentes, de insobornable fe y, fundamentalmente, de entusiasmo por la vida y pasión por el deporte. Una historia que, para quien conlleva una profunda convicción religiosa, también es de milagros. Robert Kubica, su protagonista, tiene 26 años. Es el primero y hasta ahora único piloto polaco que llegó a la Fórmula 1, en la que compite desde 2006. Su compatriota, el papa Juan Pablo II, había fallecido el año anterior. Robert lo veneraba y la muerte del pontífice sólo engrandeció la adoración que siente por él. Por ello, suele participar de las carreras con una estampita adjunta a su casco. En el GP de Canadá de 2007, su BMW salió despedido contra las protecciones después de perder el control en el trazado de Montreal, impactó con una violencia descomunal contra las protecciones del circuito y quedó tumbado. Su piloto, inerte en el habitáculo, hizo callar las transmisiones deportivas. Semejante golpe a más de 250 km/h hizo temer lo peor, aunque nadie se arriesgaba a decirlo.

Apenas dos días después, con sólo un leve esguince en el tobillo izquierdo, Kubica saludaba sonriente desde la puerta del hospital. ¿Un milagro? El Vaticano, en plena recopilación de pruebas como parte del proceso de beatificación del extinto papa, no desestimó el desenlace de ese golpe de Kubica como una gracia celestial. Un año después, en el mismo circuito, el polaco ganaba su primer Gran Premio. La coincidencia, para muchos, conllevaba un halo divino.

El domingo pasado, cuando despuntaba el vicio en el rally Ronde di Andora, en Génova, de nuevo la tragedia sobrevoló en la vida de Kubica. Su Skoda se salió de la ruta en un tramo resbaladizo y rompió una baranda de hierro que atravesó longitudinalmente el coche. Las primeras noticias fueron alarmantes: era inminente la amputación de una mano y hasta se dijo que la vida del competidor corría peligro. Ni una cosa ni la otra. Rompiendo otra vez los parámetros de la lógica, Robert mostró una inusual recuperación.

El plazo de regreso se lo estimaron en un año. Kubica, respetuosamente, lo descartó. «Volveré antes de que termine esta temporada y estaré más fuerte que antes. Sólo tienen que operarme y luego veremos», le dijo el piloto de Lotus-Renault a La Gazzetta dello Sport, como si cargara con la obligación de estar siempre en un frente de batalla, listo y dispuesto. «En mi mente sólo está empezar la preparación. Quiero volver a las pistas. Ni siquiera sé cómo es un hueso, pero si me lo arreglan, me toca a mí hacerlo funcionar», agregó con su parsimonioso modo de decir.

Después, recibió del cardenal Stanislaw Dziwis, arzobispo de Cracovia, un relicario con un trozo de túnica y una gota de sangre del papa Juan Pablo II, el mismo que desde una foto protege su sueño en la mesa de luz del hospital de Pietra Ligure. Allí espera Kubica su regreso, para volver a acelerar y de paso, a refrendar sin temores que siempre es posible creer en nuevos milagros.

Por Daniel Meissner LA NACION

Jesús en sus ojos

Era un domingo más en Bella Vista de tardecita, momento de comulgar, misa de siete y media en Ntra. Sra. del Valle.

Por lo general cuando uno se acerca a recibir la comunión se siente conectado con Jesús, que sabe presente en la Eucaristía bajo la apariencia de pan. El milagro lo entiende la Fe y forma parte de la más linda costumbre de la familia cristiana.

Pero este domingo fue diferente. Mientras me acercaba en la fila presté atención por un momento a quien era ministro de la eucaristía que daba el Sacramento y, a partir de allí, no pude desviar más la mirada.

Era una chica muy jovencita, pero eso no llamaba tanto la atención como su forma de administrar el Sacramento. El proceso no duraba más de lo normal. Pero todo era diferente. Tomaba con su delicada mano la hostia consagrada, la levantaba, fijando su mirada en ella con un brillo tan especial que, para describirlo, no podría encontrar una comparación válida. Podría decir fascinación pero no era simplemente eso. Era admiración y ternura a la vez; respeto pero también familiaridad. Luego la daba a cada uno de los que se iban presentando con tierno cuidado, con la clara señal de alegría por el tesoro que compartía.

Una vez que se retiraba uno y venía el siguiente, el ciclo comenzaba de nuevo; sin omitir nada, sin hacer nunca de este momento tan especial, un trámite. Su rostro, iluminado, no reía, pero transmitía esa sonrisa del corazón de quien mira a su amado sabiéndose correspondida.

Con el tiempo no me extrañó saber que ella se preparaba para consagrar su vida al Señor. Ese día especial pude ver con claridad a Jesús en sus ojos.

Cuántas cosas se comprendían en un instante tan breve. Libros enteros de catequesis no podrían haber sido más convincentes. No había dudas de que sus ojos miraban a Jesús, y que admiraban tanto su poder para estar presente allí como su entrega de amor hacia quien quisiera recibirlo.

Estar ese día allí fue una bendición inesperada.

Texto y colaboración de Santiago Videla

En el nombre del padre

Javier Saviola

Los chicos crecen. Y Javier lo hizo rápido…Así, como él en la cancha, su carrera tuvo un comienzo explosivo, vertiginoso, imparable. Llegó al título mundial con el seleccionado Sub 20, el pase a Barcelona, los millones, las luces…Ayer, como una continuidad incontenible, el Pibito jugó por primera vez en el Camp Nou y marcó el primer gol en la victoria por 3 a 2 sobre Parma, en la Copa Joan Gamper.

“Para vos Papi”, decía la remera que mostró Javier en la carrera descontrolada tras la anotación….buscó a su madre, Mary, en la platea del estadio. Lloraron juntos a la distancia. Se lo había prometido a su padre, Roberto, antes de su muerte, el 7 del actual. “No voy a bajar los brazos, voy a seguir como siempre”, fue el juramento.

 

Tarde o temprano, la vida da esos cimbronazos que calan hondo, que hacen revisar en lo más profundo de uno mismo recuerdos olvidados, detalles que parecían mínimos, pero que finalmente son la base para salir adelante. Una situación como la que atraviesa Javier hace que esa revisión sea diaria y se ejecute mas allá del dolor.

 

Saviola lo sabe muy bien y lo lleva a cabo desde hace tiempo. Compartió su pena con su gente de confianza y no se guardó lágrimas cuando tuvo ganas de llorar…“Tengo ganas de salir a la cancha y dedicarle un gol a mi padre, recién fallecido, que me esta viendo desde allá arriba”, había dicho Javier, anteayer.

La mejor manera de homenajear a quien ya no está es hacer lo que uno siempre hizo, quizá con más ganas que antes, como para dejar en claro que la lucha constante de un ser querido contra una enfermedad tan terrible como el cáncer no fue en vano y dejó la mejor enseñanza: no bajar nunca los brazos….

Un pibe grande, cuya actuación de ayer va más allá del futbol, de los millones de dólares y de un resultado. Fue la confirmación de un legado, el cumplimiento de una promesa: concretar lo que su papá hubiera querido para él en la noche catalana.

El dolor del consejo ausente, del abrazo perdido y la imagen permanente no se irán nunca.

Sólo queda una alternativa : seguir adelante, en el nombre del padre. A él le toca hacerlo con goles; a otros, de una manera distinta.

Hernan Finessi

La Nación, sección Deportiva 18 de Agosto 2001

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