Jesús en sus ojos

Era un domingo más en Bella Vista de tardecita, momento de comulgar, misa de siete y media en Ntra. Sra. del Valle.

Por lo general cuando uno se acerca a recibir la comunión se siente conectado con Jesús, que sabe presente en la Eucaristía bajo la apariencia de pan. El milagro lo entiende la Fe y forma parte de la más linda costumbre de la familia cristiana.

Pero este domingo fue diferente. Mientras me acercaba en la fila presté atención por un momento a quien era ministro de la eucaristía que daba el Sacramento y, a partir de allí, no pude desviar más la mirada.

Era una chica muy jovencita, pero eso no llamaba tanto la atención como su forma de administrar el Sacramento. El proceso no duraba más de lo normal. Pero todo era diferente. Tomaba con su delicada mano la hostia consagrada, la levantaba, fijando su mirada en ella con un brillo tan especial que, para describirlo, no podría encontrar una comparación válida. Podría decir fascinación pero no era simplemente eso. Era admiración y ternura a la vez; respeto pero también familiaridad. Luego la daba a cada uno de los que se iban presentando con tierno cuidado, con la clara señal de alegría por el tesoro que compartía.

Una vez que se retiraba uno y venía el siguiente, el ciclo comenzaba de nuevo; sin omitir nada, sin hacer nunca de este momento tan especial, un trámite. Su rostro, iluminado, no reía, pero transmitía esa sonrisa del corazón de quien mira a su amado sabiéndose correspondida.

Con el tiempo no me extrañó saber que ella se preparaba para consagrar su vida al Señor. Ese día especial pude ver con claridad a Jesús en sus ojos.

Cuántas cosas se comprendían en un instante tan breve. Libros enteros de catequesis no podrían haber sido más convincentes. No había dudas de que sus ojos miraban a Jesús, y que admiraban tanto su poder para estar presente allí como su entrega de amor hacia quien quisiera recibirlo.

Estar ese día allí fue una bendición inesperada.

Texto y colaboración de Santiago Videla