El camino de la desilusión

Los discípulos iban caminando a Emaús. Sentían una gran decepción por el final de Jesús, que había muerto crucificado. Y con esa cruz, habían quedado crucificados también sus ideales, sus esperanzas de algo nuevo, su futuro. Y estaban volviendo a la rutina de todos los días…

Jesús se hizo compañero de viaje. No se presentó de ninguna manera extraordinaria. Simple caminante, que conversaba y compartía. Tan compañero que, llegada la tarde, los discípulos no querían que los dejara solos. Y lo invitaron a quedarse con ellos.

Se sentaron a la mesa para seguir compartiendo las cosas simples de la vida, como son las noticias de lo que pasa, la comida y la bebida. Fue entonces, en los gestos de ese compañero desconocido, que descubrieron al Señor resucitado. Y todo cambió en un instante, tanto que retomaron fuerza para desandar los diez kilómetros hasta Jerusalén para contárselo a los demás. Todo se aclaró, las escrituras, la cruz, el sepulcro vacío, las profecías…La vida recobraba sentido y moría la decepción que había nacido en sus corazones.

No nos faltarán momentos de decepción en nuestra vida cristiana, en nuestra comunidad, en nuestros ideales. Así como los discípulos de Emaús no podían aceptar el escándalo de la cruz, a nosotros nos puede costar aceptar la cruz de cada día. Pero él, el peregrino de Emaús, nos acompaña en nuestras decepciones, fracasos y frustraciones.

No estamos solos, arde nuestro corazón, porque él camina con nosotros y quiere compartir con nosotros el pan, si es que lo invitamos a quedarse en nuestra casa.

P. Aderico Dolzani, SSP.

 
Extraído de el periódico “El Domingo” del Domingo 14 de abril de 2002

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Escuchando la Pasión

No hay dudas de que la lectura de la pasión y muerte de Jesús es una experiencia intensa. A condición de que hagamos silencio en nuestro interior y dejemos que el relato trabaje en nuestra alma...
Puede ser que nos recuerde nuestras resistencias a Dios, nuestros caprichos humanos, cuando no seguimos el camino que él nos enseñó y, recordando nuestros pecados, pedimos perdón.
Puede movernos a orar, a contemplar, a adorar su pasión, y vernos al mismo tiempo tan frágiles y apurados por huir del sacrificio, que nos exige el amor a él y al prójimo.
Puede provocar en nuestro interior el rechazo a ciertos personajes de la pasión; nos identificamos con el Señor, y rechazamos a sus enemigos, hasta que nos damos cuenta de que en la pasión no hay enemigos. Y que es siempre tan delgada la línea que divide amigos de enemigos, la divisoria del amor y de la traición, que se la infringe en instantes, como Pedro y sus compañeros...
Puede llevarnos a ver a la Madre del Señor, sumida en el dolor, pero no quebrada, sino como una mujer fuerte, que en ese momento adoptó como hijos a los que quedaban solos, y hoy es madre nuestra...
Puede ser que nos lleve a ser sus hijos y a recibirla en nuestra casa. Puede ser que nos conmueva el momento en que el Señor muere. Y se haga silencio en nosotros, y ya nada perturbe esa calma de muerte.
Tantos sentimientos puede despertar la lectura de la pasión de un Viernes Santo. Pero si ellos no nos cambian el alma, transcurrirán como un momento de emoción.
Que la escucha de su pasión y muerte nos transforme en otros Cristos que, caminando por este mundo, continúan redimiendo y liberándolo para que no se repitan más los sufrimientos del Viernes Santo. Ese día el Señor habrá triunfado.
P. Aderico Dolzani,  SSP
Extraído de la página El Domingo repartida el Viernes Santo del año 2002

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