Pidamos, busquemos y llamemos

Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y todo el que busca, encuentra; y al que llama se le abrirá.

O ¿quién hay entre vosotros, al que si su hijo le pide un pan le da una piedra?¿O si le pide un pez, le da una culebra? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los Cielos dará cosas buenas a quienes le pidan? (Mt 7, 7-12)

I. Jesús, hoy me recuerdas lo bueno que es Dios, y que además es mi Padre.

Entonces, ¿cómo no pedirle todo lo que necesito? Si los padres de la tierra procuran cuidar bien a sus hijos ¿qué no me va a dar mi Padre Dios, que es todo el Amor y todo el Poder? Jesús, Tú nos manifiestas mejor que nadie el amor de nuestro padre Dios, porque Tú eres el Hijo de Dios. Con qué fuerza me dices que no sea tonto, que Dios está esperando que le pida con confianza para darme todo lo que necesite. Sí, pero a veces pido y no recibo…

Cuántas veces ocurre también que el niño pequeño pide a su padre algo y no se lo da, aunque sea un padre bueno. Por ejemplo, el niño que quiere coger un cuchillo porque es una cosa que brilla y parece muy útil para jugar; pero cuando se lo pide a su Padre, éste no se lo da.

¿Es que ya no le quiere? ¿Por qué no le da lo que le pide? Lo que a mí me parece necesario, no es siempre lo que más me conviene.

Si algo acontece en contra de lo que hemos pedido, tolerémoslo con paciencia y demos gracias a Dios por todo, sin dudar en lo más mínimo de que lo más conveniente para nosotros es lo que acaece según la voluntad de Dios y no la nuestra (1).

Jesús, quieres que pida todo aquello que creo que necesito, pero sabiendo que Tú sabes más, que Tú ves más; por eso, hasta lo que me parece una dificultad, un fracaso o una desgracia, puede ser un regalo especialísimo de Dios para mi vida.

Este es el abandono de los hijos de Dios: Señor, sé que todo lo que me ocurre, es para mi bien; que siempre y en todo se haga tu voluntad y no la mía.

II. Habla Jesús: «Así os digo yo: pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá». Haz oración. ¿En qué negocio humano te pueden dar más seguridades de éxito? (2).

Jesús, haciendo oración obtengo siempre lo mejor, acierto siempre, consiga o no las cosas concretas que pido. Hay temas en los que tengo la seguridad de recibir lo que deseo: cuando pido por el bien de las almas y por la Iglesia. Con esas oraciones te arranco gracias específicas para mi vida interior, para la de los demás y para toda la Iglesia.

Que no me canse, Jesús, de pedir ayuda espiritual para superar esos defectos que tengo; o para que mis amigos y familiares te quieran más cada día; o por el Papa y los Obispos, etc…

Que me convenza de que es útil pedirte esas gracias espirituales, que hacen tanta falta.

Jesús, también quieres que te pida por la salud, por un tema que me preocupa, por los exámenes o por el trabajo. Pero debo pedir dándome cuenta de qué Tú eres el que mejor sabes lo que me conviene a mí y a los que me rodean; con ese abandono del hijo que confía en su padre, y que sabe que todo lo que recibe de él es para su bien. Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los Cielos dará cosas buenas a quienes le pidan?

¿En qué negocio humano te pueden dar más seguridades de éxito? Jesús, que me acostumbre a pedirte todo, a ser pedigüeño, a ponerlo todo en tus manos. Y entonces aprenderé a descubrir en los acontecimientos de cada día tu mano amorosa: tu mano de padre que me quiere, que me cuida, que me forma y, tal vez, que me poda, como a los árboles, para que dé más fruto. Actuando así, nada en este mundo me podrá quitar la paz y la alegría que son propias de los hijos de Dios.

NOTAS 1. S. Agustín, Carta 130, a Proba. 2. Camino, 96.

Meditación extraída de la colección “Una cita con Dios”, Tomo II, Cuaresma por Pablo Cardona.

La colección puede ser adquirida en www.beityala.com

Extraído de Evangelio, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

 

Padrenuestro

Y al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que se figuran que por su locuacidad van a ser escuchados. No seáis, pues, como ellos; porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, pues, orad así:

Padre nuestro que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.

Pues si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre Celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados. (Mateo 6, 7-15)

I. Jesús, hoy me enseñas el Padrenuestro, la oración más repetida por los cristianos de todos los tiempos. Tú quieres que aprendamos de Ti a hacer oración, a dirigirnos a Dios, y a tratarle como el que es: mi Padre. Un Padre Todopoderoso y de sabiduría infinita. Por eso me dices: bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis.

Dios mío, Tú me conoces perfectamente, sabes lo que necesito en cada momento, pero quieres que te lo pida en la oración.

Padre nuestro que estás en los Cielos, sé que también estás en mi alma en gracia y en el sagrario. Estás cerca de mí: estás dentro de mí.

¿Trato de tenerte presente a lo largo del día, ofreciéndote todo lo que hago?

Santificado sea tu nombre.

¿Qué puedo hacer yo para que tu nombre sea más conocido y más amado?

¿Qué ejemplo doy entre mis amigos, yo que llevo el nombre de tu Hijo, el nombre de cristiano?.

Venga tu reino: el reino de la paz entre los pueblos y entre las personas; el reino del amor y del servicio; el reino de la justicia, de la misericordia y de la solidaridad.

¿Cómo empiezo yo ese reino a mi alrededor?

Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo.

¿Qué quieres que haga? ¿Estoy buscando hacer mi voluntad o la tuya?

¿Son mis objetivos acordes con lo que Tú esperas de mí?

II. ¡De acuerdo!, lo admito: esa persona se ha portado mal; su conducta es reprobable e indigna; no demuestra categoría ninguna.

-¡Merece humanamente todo el desprecio!, has añadido.

-Insisto, te comprendo, pero no comparto tu última afirmación; esa vida mezquina es sagrada: ¡Cristo ha muerto para redimirla! Si Él no la despreció, ¿cómo puedes atreverte tú? (1).

El pan nuestro de cada día dánosle hoy.

«Orad como si todo dependiese de Dios y trabajad como si todo dependiese de vosotros». Una vez hecho nuestro trabajo, el alimento viene a ser un don del Padre; es bueno pedírselo y darle gracias por él. Este es el sentido de la bendición de la mesa en una familia cristiana (2).

Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Jesús, a veces no es fácil perdonar, olvidar el daño que el otro me ha hecho. No me refiero a simples fallos, errores o malos entendidos. Me refiero a los que positivamente han ido a hacerme daño o a dejarme mal; a los que han ido a fastidiar a sabiendas, o que -pudiendo- no han hecho nada para evitarme un disgusto.

¡De acuerdo!, lo admito: esa persona se ha portado mal. Pero tú me has enseñado con tu vida y con tu muerte a perdonar. Muchas veces el odio procede de la ignorancia: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (3). Esa otra persona puede haber tenido una educación muy distinta a la mía; y sobretodo, Tú has muerto por ella. Si Él no la despreció, ¿cómo puedes atreverte tú?

Pues si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre Celestial.

Jesús, ayúdame a imitarte a la hora de saber perdonar a los demás. Sólo entonces podré pedirte perdón por tantos pecados y faltas de amor a Ti que he cometido y cometo.

Y no me dejes caer en la tentación, cualquiera que sea.

Yo, por mi parte, intentaré no ponerme nunca en ocasión de pecar.

Padre, puesto que soy tu hijo, líbrame de todo mal. Amén.

Notas: 1. Surco, 760. 2. Catecismo, 2384. 3. Lc 23, 34.

Meditación extraída de la colección “Una cita con Dios”, Tomo II, Cuaresma por Pablo Cardona.

La colección puede ser adquirida en www.beityala.com

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Obras de misericordia

I. El amor de Cristo se expresa particularmente en el encuentro con el sufrimiento, en todo aquello en que se manifiesta la fragilidad humana, tanto física como moral. De esta manera revela la actitud continua de Dios Padre hacia nosotros, que es amor (1 Juan 4, 16) y rico en misericordia (Efesios 2, 4)

La misericordia es el núcleo fundamental de su predicación y la razón principal de sus milagros. También la Iglesia “abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, en los pobres y en los que sufren reconoce la imagen de su Fundador, pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo” ( Concilio Vaticano II, Lumen Gentium ).

¿Y qué otra cosa haremos nosotros si queremos imitar al Maestro y ser buenos hijos de la Iglesia? Cada día se nos presentan incontables ocasiones de poner en práctica la enseñanza de Jesús ante el dolor y la necesidad, con un corazón lleno de misericordia.

II. Si la mayor desgracia, el peor de los desastres, es alejarse de Dios, nuestra mayor obra de misericordia será en muchas ocasiones acercar a los sacramentos, fuentes de Vida, y especialmente a la Confesión, a nuestros familiares y amigos.

Toda miseria moral, cualquiera que sea, reclama nuestra compasión, y la verdadera compasión comienza por la situación espiritual del alma de los que nos rodean, que hemos de procurar remediar con la ayuda de la gracia.

Ahora que el número de analfabetas ha decrecido en tantos países, ha aumentado la ignorancia religiosa con el total desconocimiento de las más elementales nociones de la Fe y la Moral y de los rudimentos mínimos de la piedad. Por esta razón, la catequesis ha pasado a ser una obra de misericordia de primera importancia (J. Orlandis, Bienaventuranzas)

III. Imitar a Jesús misericordioso nos llevará a dar consuelo y compañía a quienes se encuentran solos, a los enfermos, a los ancianos, a quienes sufren una pobreza vergonzante o descarada. Haremos nuestro su dolor y les ayudaremos a santificarlo mientras que procuramos remediar ese estado en el modo que nos sea posible.

La misericordia nos lleva a perdonar con prontitud y de corazón, aunque quien ofende no manifieste arrepentimiento por su falta o rechace la reconciliación. El cristiano no guarda rencores en su alma, no se siente enemigo de nadie, ni juzga severamente a nadie. Si somos misericordiosos, obtendremos del Señor la misericordia que tanto necesitamos, particularmente para esas flaquezas, errores y fragilidades que Él bien conoce.

María, Madre de la misericordia, nos dará un corazón capaz de compadecerse de quienes sufren a nuestro lado.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.

Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )

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Vivir la fe en lo ordinario

I. El Evangelio nos habla del hombre que tenía una mano seca (Marcos 3, 1-6), a quien Jesús cura; solamente le dijo: extiende tu mano. La extendió, y su mano quedó curada. Todo es posible con Jesús.

La fe nos permite lograr metas que siempre habíamos creído inalcanzables, resolver viejos problemas personales o de una tarea apostólica que parecían insolubles, echar fuera defectos que estaban arraigados. La fe es para vivirla, y debe informar las grandes y pequeñas decisiones; y, a la vez, se manifiesta de ordinario en la manera de enfrentarse con los deberes de cada día.

No basta con asentir a las grandes verdades del Credo, tener una buena formación quizá; es necesario vivirla, practicarla, ejercerla, debe generar una “vida de fe” que sea, a la vez, fruto y manifestación de lo que se cree. Dios nos pide servirle con la vida, con las obras, con todas las fuerzas del cuerpo y del alma.

II. El ejercicio de la virtud de la fe en la vida cotidiana se traduce en lo que comúnmente se conoce como “visión sobrenatural”, que consiste en ver las cosas, incluso las más corrientes, lo que parece intrascendente, en relación con el plan de Dios sobre cada criatura en orden a su salvación y a la de otros muchos.

La vida cristiana, la santidad, no es un revestimiento externo que recubre al cristiano, ignorando lo propiamente humano. De ahí que las virtudes sobrenaturales influyan en las humanas y hagan del cristiano un hombre honrado, ejemplar en su trabajo y en su familia, lleno de sentido del honor y de la justicia.

La fe está continuamente en ejercicio, y la esperanza, y la caridad… Ante problemas y obstáculos, el Señor nos dice: extiende tu mano.

Examinemos hoy cómo vamos de “visión sobrenatural” ante los acontecimientos diarios.

III. La fe nos llevará a imitar a Jesucristo, que fue “perfecto Dios y perfecto hombre” (Symbolo Quicumque), a ser hombres y mujeres de temple, sin complejos, sin respetos humanos, veraces, honrados, justos en los juicios, en los negocios, en la conversación.

La vida cristiana se expresa a través del actuar humano, al que dignifica y eleva al plano sobrenatural. Por otra parte, lo humano sustenta y hace posibles las virtudes sobrenaturales. En San José encontramos un modelo espléndido de varón justo, vir iustus (Mateo 1, 19), que vivió de fe en todas las circunstancias de su vida.

Pidámosle que sepamos ser lo que Cristo espera de cada uno en el propio ambiente y circunstancias.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.

Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )

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Nuestro padre Dios

I. Jesús, perfecto Dios y perfecto Hombre, nos habla a lo largo del Evangelio, de la cercanía de Dios en la vida de los hombres y de su amorosa paternidad.

Son incontables las veces que Jesús da a Dios el título de Padre en sus diálogos íntimos y en su doctrina a las muchedumbres. Habla con detenimiento de su bondad como Padre: retribuye cualquier pequeña acción, pondera todo lo bueno que hacemos, incluso lo que nadie ve, (Mateo 6, 3-4; 17-18) es tan generoso que reparte sus dones sobre justos e injustos, (Mateo 5, 44-46) anda siempre solícito y providente sobre nuestras necesidades (Mateo 4, 7-8; 25-33).

Nosotros, por nuestra limitación humana, no conocemos del todo hasta qué extremos está Dios con nosotros en todos los momentos de la vida. Esta cercanía se hace especialmente próxima cuando Dios ve que estamos recorriendo el camino hacia la santidad. Siempre está con nosotros como un Padre que cuida a su hijo pequeño.

II. Ser hijos de Dios no es una conquista nuestra, no es un progreso humano, sino un don divino, don inefable que hemos de considerar y de agradecer frecuentemente todos los días. La filiación divina será fundamento de nuestra alegría y de nuestra esperanza al realizar la tarea que el Señor nos ha encomendado. Aquí está nuestra seguridad ante los posibles temores y angustias: Padre, Padre mío.

“Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en tu corazón- que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo” (J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios). Dios Padre nos ve cada vez más como hijos suyos en la medida que nos parecemos a su Hijo Jesucristo: si procuramos trabajar como Él, si tratamos con misericordia a nuestros hermanos los hombres, si reparamos por los pecados del mundo, si somos agradecidos como lo era Jesús.

III. La gracia santificante, que recibimos en los sacramentos y a través de las buenas obras, nos va identificando con Cristo y haciéndonos hijos en el Hijo, pues Dios Padre tiene un solo Hijo, y no cabe acceder a la filiación divina más que en Cristo, unidos e identificados con Él, como miembros de su Cuerpo Místico: vivo yo; pero ya no soy yo quien vive: es Cristo quien vive en mí, escribía San Pablo a los Gálatas.

Mientras más nos identificamos con el Señor, vamos creciendo en el sentido de la filiación divina. Pidamos a Nuestra Madre seguir su ejemplo de correspondencia a la gracia divina. Ninguna criatura puede llegar a ser como Ella, en la plenitud de sentido, Hija de Dios Padre.

 

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.

Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )

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La virtud de la fidelidad

I. La Sagrada Escritura nos habla con frecuencia de la virtud de la fidelidad, de la necesidad de mantener la promesa, el compromiso libremente aceptado, el empeño en acabar una misión en la que uno se ha comprometido.

Dios pide fidelidad a los hombres a los que mira con predilección porque Él mismo es siempre fiel, por encima de nuestras flaquezas y debilidades. Quienes son fieles le son muy gratos, (Proverbios 12, 22) y les promete un don definitivo: el que sea fiel hasta la muerte, recibirá la corona de la vida (Apocalipsis 2,20 ). La idea de la fidelidad penetra tan hondo en la vida del cristiano que el título de fieles bastará para designar a los discípulos de Cristo.

Somos fieles si guardamos la palabra dada, si nos mantenemos firmes, a pesar de los obstáculos y dificultades, a los compromisos adquiridos. Se es fiel a Dios, al cónyuge, a los amigos. Referida a la vida espiritual, se relaciona estrechamente con el amor, la fe y la vocación.

II. ¿Cómo puede el hombre, que es mudable, débil y cambiante, comprometerse para toda la vida? Puede, porque su fidelidad está sostenida por quien no es mudable, ni débil, ni cambiante, por Dios. El Señor sostiene esa disposición del que quiere ser leal a sus compromisos y, sobre todo, al más importante de ellos: al que se refiere a Dios –y a los hombres por Dios-, como en la vocación a una entrega plena, a la santidad. Lo principal del amor no es el sentimiento, sino la voluntad y las obras; y exige esfuerzo, sacrificio y entrega.

El sentimiento y los estados de ánimo son mudables y sobre ellos no se puede construir algo tan fundamental como es la fidelidad. Esta virtud adquiere su firmeza del amor, del amor verdadero. Sin amor, pronto aparecen las grietas y las fisuras de todo compromiso.

III. La perseverancia hasta el final de la vida se hace posible con la fidelidad a lo pequeño de cada jornada y el recomenzar cuando, por debilidad, hubo algún paso fuera del camino; fidelidad es corresponder a ese amor de Dios, dejarse amar por él, quitar los obstáculos que impiden que ese Amor misericordioso penetre en lo más profundo del alma.

Para ser fieles necesitamos del soporte de la sinceridad, primero con uno mismo: reconocer y llamar por su nombre a lo que nos puede llevar fuera del propio camino. Y enseguida sinceridad con el Señor y con quien orienta espiritualmente nuestra alma.

Le pedimos a nuestra Madre: Virgo fidelis, ora pro nobis, ora pro me, para que nos ayude a ser fieles al amor de su Hijo.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.

Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )

 

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Contar con la Cruz

I. Los Apóstoles no comprendían cuando Jesús les anunció que padecería mucho por parte de los judíos y finalmente moriría para resucitar al día tercero.

Ellos todavía tenían una imagen temporal del Reino de Dios. Pedro, llevado por su inmenso cariño por Jesús, quiso apartarle de la Cruz, sin comprender aún que ésta es un gran bien para la humanidad y la suprema muestra de amor de Dios por nosotros.

La predicación de la Cruz, de la mortificación, del sacrificio, como un bien, como medio de salvación, chocará siempre con quienes la miren, como Pedro en esta ocasión, con ojos humanos.

Pensando sólo con lógica humana, es difícil de entender que el dolor, el sufrimiento, aquello que se presenta costoso, puede llegar a ser un bien. El miedo al dolor es un impulso arraigado en nosotros y nuestra primera reacción es rehuirlo.

La fe sin embargo, nos hace ver, y experimentar, que sin sacrificio no hay amor, no hay alegría verdadera, no se purifica el alma, no encontramos a Dios. El camino de la santidad pasa por la Cruz, y todo apostolado se fundamenta en ella.

II. Hoy encontramos también a muchos que no sienten las cosas de Dios sino las de los hombres. Tienen la mirada en lo de aquí abajo, en los bienes materiales, sobre los que se abalanzan sin medida, como si fueran lo único real y verdadero. La humanidad sufre una ola de materialismo que parece querer invadirlo y penetrarlo todo. La ideología hedonista, según la cual el placer es el fin supremo de la vida, impregna especialmente las costumbres y los modos de vida en naciones económicamente más desarrolladas, pero es también “el estilo de vida de grupos cada vez más numerosos de países más pobres” (Juan Pablo II, Homilía).

Este materialismo radical ahoga el sentido religioso de los pueblos y de las personas, se opone directamente a la doctrina de Cristo, quien nos invita una vez más en el Evangelio de la Misa a tomar la Cruz como condición necesaria para seguirle.

III. Sólo el alma que lucha por mantenerse en Dios permanecerá en una juventud siempre mayor, hasta que llegue el encuentro con el Señor. Todo lo demás pasa, y deprisa. Jesús nos lo recuerda en el Evangelio de hoy: ¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?, ¿O qué podrá dar el hombre a cambio de su alma? (Mateo 16, 26). Inclusive el bien temporal, que los cristianos tenemos obligación de procurar como la técnica y la ciencia, debe estar siempre al servicio de la dignidad de la persona.

Sólo con un amor recto, que la templanza custodia y garantiza, sabremos dar verdadero sentido a la necesaria preocupación por los bienes materiales, y enraizado este amor en la generosidad y en el sacrificio alcanzará el Cielo al que ha sido destinado desde la eternidad.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.

Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )

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La voluntad de Dios

I. Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo, rogamos a Dios en la tercera petición del Padrenuestro. Queremos alcanzar del Señor las gracias necesarias para que podamos cumplir aquí en la tierra todo lo que Dios quiere.

La mejor oración es aquella que transforma nuestro deseo, hasta conformarlo, gozosamente, con la voluntad divina, hasta poder decir con Jesús: No se haga mi voluntad, Señor, sino la tuya. Si es así nuestra oración, siempre saldremos beneficiados, pues no hay nadie que quiera tanto nuestro bien y nuestra felicidad como el Señor.

Querer hacer la voluntad de Dios en todo, aceptarla con gozo y amarla, no “es la capitulación del más débil ante el más fuerte, sino la confianza del hijo en el Padre, cuya bondad nos enseña a ser plenamente hombres: Lo cual implica el descubrimiento de la condición de nuestra grandeza” (G. Chevrot, En lo secreto), la filiación divina.

II. En muchos momentos, nuestro querer natural coincide con el de Dios. Todo entonces parece sereno y suave. Sin embargo, el camino que lleva directamente a Dios, nos llevará en tantas ocasiones por senderos distintos a los que nosotros, con un criterio exclusivamente humano, hubiéramos escogido. Y el Espíritu Santo quizá nos diga en la intimidad de nuestro corazón: Mis caminos no son vuestros caminos… (Isaías 55, 8).

Es entonces cuando podemos purificar el propio yo, la propia voluntad inclinada exclusivamente a uno mismo, incluso en asuntos nobles, e iremos al Sagrario a ver a Jesús; ahí comprenderemos que nuestro querer más íntimo es precisamente aceptar y amar la voluntad de Dios.

Nuestra meta será: hacer siempre, también en lo pequeño, en las tareas ordinarias, lo que Dios quiere que hagamos. Así, nuestra vida se convertirá en un continuo acto de amor.

III. En algunas situaciones humanamente difíciles, debemos decir con paz: “¿Lo quieres, Señor?…¡Yo también lo quiero! Pueden ser ocasiones extraordinarias para confiar más y más en nuestro Padre. Esa voluntad divina que aceptamos puede llamarse sufrimiento, enfermedad o pérdida de un ser querido. O quizá son hechos que nos llegan por los simples sucesos de cada jornada o el transcurrir de los años.

También nosotros podremos decir con Santa Teresa: “Dadme riqueza o pobreza, dad consuelo o desconsuelo, dadme alegría o tristeza… ¿Qué mandáis hacer de mí?”

Y agregamos: Señor, Dios mío en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno. (J. Escrivá de Balaguer, Vía Crucis)

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.

Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )

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La siembra y la cosecha

I. Salió el sembrador a sembrar su semilla, nos dice el Señor en el Evangelio (Marcos 4, 1-20). Dios siembra la buena semilla en todos los hombres; da a cada uno las ayudas necesarias para su salvación. Nosotros somos colaboradores suyos en su campo. Nos toca preparar la tierra y sembrar en nombre del Señor de la tierra.

Todas nuestras circunstancias pueden ser ocasión para sembrar en alguien la semilla que más tarde dará su fruto. El Señor nos envía a sembrar con largueza. No nos corresponde a nosotros hacer crecer la semilla; eso es propio del Señor (1 Corintios 3, 7), y nunca niega Su gracia.

Nosotros somos simples instrumentos del Señor; gran responsabilidad la del que se sabe instrumento: Estar en buen estado. No hay terrenos demasiado duros para Dios. Nuestra mortificación y oración, con humildad y paciencia, pueden conseguir del Señor, las gracias necesarias para acercar las almas a Él.

II. Siempre es eficaz la labor en las almas. Mis elegidos no trabajarán en vano (Isaías 65, 23), nos ha prometido el Señor. La misión apostólica unas veces es siembra, sin frutos visibles, y otras de recolección de lo que otros sembraron con su palabra, o con su dolor desde la cama de un hospital, o con un trabajo escondido. Pero siempre es tarea alegre y sacrificada, paciente y constante.

Trabajar cuando no se ven los frutos es un buen síntoma de fe y de rectitud de intención, señal de que verdaderamente estamos realizando una tarea sólo para la gloria de Dios. Lo que importa es que sembremos y poner los medios más oportunos para las diferentes situaciones: más luz de la doctrina, más oración y alegría, o profundizar más en la amistad.

III. El apostolado siempre da un fruto desproporcionado a los medios empleados: nada se pierde. El Señor, si somos fieles, nos concederá ver, en la otra vida, todo el bien que produjo nuestra oración, las horas de trabajo ofrecidas, las conversaciones sostenidas con nuestros amigos, la enfermedad que ofrecimos por otros.

Sin embargo, en el apostolado, debemos tener siempre en cuenta que Dios ha querido crearnos libres para que, por amor, queramos reconocer nuestra dependencia de Él y sepamos decir libremente, como la Virgen: He aquí la esclava del Señor (Lucas 1, 38). Nosotros vivamos la alegría de la siembra, “cada uno según su posibilidad, carisma y ministerio” (CONCILIO VATICANO II, Ad gentes)

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.

Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )

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Amar el propio trabajo profesional

I. El trabajo es consecuencia del mandato de dominar la tierra (Génesis 1, 28) dado por Dios a la humanidad. El trabajo es un bien de Dios aunque sea un bien arduum (Santo Tomás); se volvió penoso por el pecado original, pero anteriormente no lo era.

El trabajo es un bien útil que corresponde a la dignidad del hombre, un bien que expresa esta dignidad y la aumenta (JUAN PABLO II, Laborem exercens) El trabajo es el medio a través del cual hemos de alcanzar la propia santidad y la de los demás. Por esta razón no se puede entender un trabajo mal hecho, con chapuzas, a medio terminar.

San Pablo animaba a trabajar para no serle gravoso a nadie, (1 Tesalonicenses 2, 9) Y más tarde advierte: el que no trabaje, que no coma. Hoy en nuestra oración consideremos que el Señor espera de nosotros que vivamos el mismo espíritu de laboriosidad y de trabajo intenso que vivieron los primeros cristianos.

II. El Señor nos dio, en sus años de Nazaret, un ejemplo admirable de la importancia del trabajo y de la perfección humana y sobrenatural con que hemos de realizar la tarea profesional. Treinta años de oscuridad pasó Jesús en la tierra trabajando como un artesano.

Su predicación indica que conocía muy de cerca el trabajo. En San José también podemos encontrar el ejemplo de una vida corriente como la nuestra, dedicada al trabajo. Él inició a Jesús en su oficio hasta adquirir la maestría de un verdadero profesional. A San José podemos encomendar nuestras tareas profesionales. Jesús llamó solamente a personas habituadas al trabajo.

Examinemos hoy la calidad de nuestro trabajo, si lo comenzamos y terminamos con puntualidad, si sacamos por delante lo más fatigoso, si aprovechamos el tiempo sin distraernos en cosas innecesarias, si cuidamos los instrumentos que usamos. Y contemplemos a Jesús en su taller de Nazaret.

III. Hemos de amar el trabajo, y ha de ser materia de oración, porque, además, el trabajo es uno de los más altos valores humanos, medio con el que cada uno debe contribuir al progreso de la sociedad, y sobre todo, porque es camino de santidad.

Los cristianos corrientes no nos santificamos a pesar del trabajo, sino a través del trabajo; Encontramos al Señor en las más variadas incidencias que lo componen, -unas agradables y otras menos,- el campo en el que se ejercitan las virtudes humanas y sobrenaturales.

San Pablo se servía de su misma profesión para acercar a otros a Cristo. Así hemos de hacer nosotros, cualquiera que sea nuestro oficio y nuestro lugar en la sociedad. No olvidemos ofrecer por la mañana nuestra jornada de trabajo, y pidamos a San José que nos ayude a trabajar como él lo hizo: en presencia de Jesús.

 

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.

Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )

 

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Hijos de Dios

I. A lo largo del Nuevo Testamento, la filiación divina ocupa un lugar central en la predicación de la buena nueva cristiana, como realidad bien expresiva del amor de Dios por los hombres: Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios y que lo seamos (1 Juan 3, 1).

El mismo Cristo nos mostró esta verdad enseñándonos a dirigirnos a Dios como al Padre, y nos señaló la santidad como imitación filial. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Estas palabras del Salmo II, que se refieren principalmente a Cristo, se dirigen también a cada uno de nosotros y definen nuestro día y la vida entera, si estamos decididos –con debilidades, con flaquezas- a seguir a Jesús, a procurar imitarle, a identificarnos con Él, en nuestras particulares circunstancias.

II. Cuando vivimos como buenos hijos de Dios, consideramos los acontecimientos –aún los pequeños sucesos de cada día- a la luz de la fe, y nos habituamos a pensar y actuar según el querer de Cristo.

En primer lugar, trataremos de ver hermanos en las personas que nos rodean, los trataremos con aprecio y respeto y nos interesaremos en su santificación.

Si consideramos con frecuencia esta verdad –soy hijo de Dios-, nuestro día se llenará de paz, de serenidad y de alegría.

Nos apoyaremos en nuestro Padre Dios en las dificultades, si alguna vez se hace todo cuesta arriba (J. LUCAS, Nosotros, hijos de Dios). Volveremos con más facilidad a la Casa paterna, como el hijo pródigo, cuando nos hayamos alejado con nuestras faltas y pecados. Nuestra oración será de veras la conversación de un hijo con su padre, que sabe que le entiende y que le escucha.

III. El hijo es también heredero, tiene como un cierto “derecho” a los bienes del padre; somos herederos de Dios, coherederos con Cristo (Romanos 8, 17).

El anticipo de la herencia prometida lo recibimos ya en esta vida: es el gaudium cum pace, la alegría profunda de sabernos hijos de Dios, que no se apoya en los propios méritos, ni en la salud ni en el éxito, ni en la ausencia de dificultades, sino que nace de la unión con Dios, en saber que Él nos quiere, nos acoge y perdona siempre… y nos tiene preparado un Cielo junto a Él.

Perdemos esta alegría cuando nos olvidamos de nuestra filiación divina, y no vemos la Voluntad de Dios, sabia y amorosa siempre en nuestra vida. Además, el alma alegre es un apóstol porque atrae a los hombres hacia Dios.

Pidamos a la Virgen la profunda alegría de sabernos hijos de Dios.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.

Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )

Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

 

El bautismo del Señor

I. Cristo, sin tener mancha alguna que purificar, quiso someterse al bautismo de la misma manera que se sometió a las demás observancias legales, que tampoco le obligaban. Al hacerse hombre, se sujetó a las leyes que rigen la vida humana y a las que regían en el pueblo israelita, elegido por Dios para preparar la venida de nuestro Redentor.

Con el bautismo de Jesús quedó preparado el Bautismo cristiano, que fue directamente instituido por Él. En él, recibimos la fe y la gracia. Hoy nuestra oración nos puede ayudar a dar gracias por haber recibido este don inmerecido y para alegrarnos por tantos bienes como Dios nos concedió.

‘Gracias al sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo: no se te ocurra ahuyentar con tus malas acciones a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la Sangre de Cristo’ (San León Magno, Homilia de Navidad, 3).

II. El Bautismo nos inicio en la vida cristiana. Fue un verdadero nacimiento a la vida sobrenatural. El resultado de esta nueva vida es cierta divinización del hombre y la capacidad de producir frutos sobrenaturales. El bautizado renace a una nueva vida, a la vida de Dios, por eso es su hijo. ‘Y si somos hijos, tambien somos herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo’ (Cfr. Rom 8, 14-17).

Demos muchas gracias a nuestro Padre Dios que ha querido dones tan inconmensurables, tan fuera de toda medida, para cada uno de nosotros. ¡Qué gran bien nos puede hacer el considerar frecuentemente estas realidades!.

III. En la Iglesia nadie es un cristiano aislado. A partir del Bautismo, el cristiano forma parte de un pueblo, la Iglesia se le presenta como la verdadera familia de los hijos de Dios. Y el Bautismo es la puerta por donde se entra a la Iglesia, y se recibe el llamado a la santidad. Cada uno en su propio estado y condición.

Otra verdad íntimamente unida a esta condición de miembro de la Iglesia es la del carácter sacramental, un cierto signo espiritual e indeleble impreso en el alma. Es como el resello de posesión de Cristo sobre el alma de los bautizados.

Con estas consideraciones comprendemos bien el deseo de la Iglesia de que los niños reciban pronto estos dones de Dios. Desde siempre ha urgido a los padres para que bauticen a sus hijos cuanto antes. Hemos de agradecer a nuestros padres que, quizá a los pocos días de nacer, nos llevaran a recibir este santo sacramento.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.

Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )

Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com