La Pascua y el año de la vida

Este año la Pascua nos encuentra celebrando, junto a todo el Pueblo de Dios, el don y regalo de la vida.

Para muchos, la resurrección de Jesús se reduce a un hecho del pasado. Algo que sucedió hace poco más de 2.000 años. Algo lejano.

¿Cuál puede ser hoy nuestra experiencia pascual?
¿Dónde y cómo vivir el encuentro con el Resucitado?
¿Cómo y cuándo puede hacerse presente para nosotros la fuerza y la vida que brotan de la Resurrección de Jesús?

Para los primeros discípulos la experiencia fundamental es: Jesús vive y está de nuevo con ellos. Todo lo demás pasa a segundo plano. Lo importante es que recuperan de nuevo a Jesús como Alguien que vive y viene a su encuentro. Todos vuelven a encontrarse con Él como “una nueva posibilidad de vida”. El Resucitado les ofrece la posibilidad de iniciar un nuevo modo de existencia. Es Jesús mismo quien se les impone lleno de vida, obligándolos a salir de su desconcierto e incredulidad. La experiencia pascual es regalo, don. Es “auto-donación” del Resucitado, que se les manifiesta y regala por encima de sus expectativas y creencias. Lo decisivo es la experiencia de encuentro con la persona de Jesús.

Por eso, para nosotros, lo decisivo, también es dejarnos alcanzar por la persona de Cristo. Encontrarnos, no con algo, sino con Alguien. Lo importante es la apertura, la disponibilidad, la acogida de Alguien que vive en el interior mismo de nuestra vida.

Una de nuestras tareas es, sin duda, ir pasando de un Jesús concebido como un personaje del pasado a un Jesús vivo y actual, presente en nuestras vidas. Lo más importante no es creer que Jesús, hace más de 2.000 años curó ciegos, limpió leprosos, hizo caminar a paralíticos y resucitó muertos sino experimentar que hoy puede curar nuestra visión de la vida, limpiar nuestra existencia, hacernos más humanos, resucitar lo que está muerto en nosotros.

Vivimos hoy en una cultura que cree, sobre todo, en el esfuerzo, en el rendimiento y la productividad. Muchas veces estructuramos nuestra vida cristiana y nuestro trabajo pastoral desde estos mismos criterios de eficacia y organización, sin dar cabida a lo gratuito e inesperado, lo que no es producto de nuestro propio trabajo. Para vivir la experiencia pascual de encuentro con Jesús resucitado hemos de dejar más espacio a la gracia y a lo gratuito. Experimentarnos y aceptarnos a nosotros mismos como gracia de Dios. En esa experiencia de gratuidad se abre para nosotros la posibilidad de encontrarnos con el Resucitado que sostiene nuestras vidas.

Las experiencias personales de cada uno pueden ser múltiples, pero uno de los lugares privilegiados de la experiencia pascual para todos ha de ser la Eucaristía. En la celebración eucarística no celebramos nuestros esfuerzos, trabajos y méritos, sino la salvación que se nos ofrece en Jesús muerto y resucitado, en el muerto que vuelve a la Vida. Cuando las comunidades cristianas seguimos celebrando rutinariamente eucaristías vacías de vida, de fraternidad, de exigencias de solidaridad y mayor justicia, estamos no escuchando el llamado de Dios que nos urge a buscar, por encima de todo, el reinado de su Vida entre los hombres.

La Eucaristía es “memorial” de Cristo crucificado. Este aspecto es esencial para impedir todo riesgo de reducir la cena del Señor a meras comidas fraternales. “Hagan esto en memoria mía”. Lo que recordamos no es simplemente el rito de la cena, sino que celebramos el acontecimiento salvador que se recoge y expresa en esa cena y que es el compromiso profundo y la entrega de Jesús hasta la muerte. Lo que Jesús hace en la cena del jueves santo es reafirmarse en su obediencia filial al Padre y en solidaridad total con la vida de todo hombre, especialmente los más pobres y necesitados.

El encuentro con Cristo resucitado es un acontecimiento que transforma. Una experiencia de conversión y cambio profundo en la existencia de la persona. Los relatos pascuales nos indican que el Resucitado se les ofrece, a los discípulos, como “nueva posibilidad de vida”. La presencia del Resucitado los renueva y recrea. Jesús les ofrece de nuevo su amistad, y su vida entera queda transformada.

No hay experiencia pascual sin conversión. El encuentro con Jesús resucitado acontece precisamente en ese abrirnos a una nueva posibilidad de vida. Cuando preferimos seguir viviendo cerrados a toda nueva llamada, sin despertar en nosotros nuevas responsabilidades, indiferentes a todo lo que pueda interpelar nuestra vida, empeñados en asegurar nuestra “pobre felicidad” por los caminos egoístas de siempre, ahí no hay espacio para la experiencia pascual.

Esta conversión pascual no se trata de “hacernos buenas personas” sino de volvernos a Aquel que es bueno con nosotros. Es una especie de “segunda llamada”. Los roces de la vida y nuestra propia mediocridad nos van desgastando día a día. Aquel ideal que veíamos con tanta claridad puede haberse oscurecido. Tal vez seguimos caminando, pero la vida se nos hace cada vez más dura y pesada.

Es precisamente en ese momento cuando hemos de vivir la experiencia pascual de “la segunda llamada”, que puede devolver el sentido y el gozo a nuestra vida. Dios comienza siempre de nuevo. Cristo nos puede “resucitar”.

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