El Duelo y su elaboración – El Proceso en un Grupo de Ayuda Mutua

El proceso del Duelo 

(en un grupo de mutua ayuda «Resurrección»)

El duelo no se sale de la noche a la mañana. Es un arduo proceso de sanación porque la persona se está enfrentando a la elaboración de una tarea aplastante y lenta de reajuste, con muchos altibajos anímicos, sin atajos, con no pocos obstáculos, sin anestesia y con muchas heridas sangrantes que han de cicatrizar. Además, a la vez que se «trabaja» el sufrimiento, se convive con él; a la vez que se desligan afectos se han de formar nuevas relaciones.

He aquí los pasos, tiempos, temática, metodología y dinámicas que se utilizan en «Resurrección», grupo de mutua ayuda para familiares en duelo (1).

(1) Cfr. Mateo Bautista. Resurrección. Grupo de mutua ayuda para familiares en duelo. Ed. San Pablo, Buenos Aires.

1
La importancia de desahogarse: acogida del mundo emotivo.

El corazón acribillado por la pena y la ausencia, por la extrañeza y el apego, tiene mucho que decir y mucha urgencia. Siente emociones tan fuertes que le parece que va a enloquecer si no puede confiar lo que le pasa y siente a alguien.Va a hablar constantemente del ser querido muerto: de cómo era, de sus proyectos truncados, de los últimos días, de sus sufrimiento o modo de muerte. Parece necesario expresar la imposibilidad de vivir sin quien se murió. Se ve sólo la muerte, la ausencia, lo que se pierde. Todo mira hacia atrás. El tiempo parece pararse, como si hubiera una regresión en el tiempo.

En los primeros tiempos hay que evitar dar respuestas. El corazón dolorido está más para hacer preguntas vitales en busca de sentido que para recibir respuestas «racionales». Hay que dejar que el corazón afligido saque a flote sus penas, comunique sus posibles broncas, manifieste su desconcierto vital, exprese culpas, refleje miedos, confiese crisis de fe, con toda libertad. Hay que aceptar el mismo desahogo muchas veces. Y el desahogo reiterativo de las «imágenes temidas»: los momentos del sufrimiento, el accidente… Es saludable permitir que se sienta lo que se siente, aunque las palabras y los sentimientos sean contradictorios, irracionales e ilógicos, y se cambien de un día para el otro. Quien no «se llore todo» hacia fuera es difícil que después llore hacia dentro autoconfrontándose. El sentir tiene su propia lógica.

Cuando los «consejos» del ayudante tienden a que la persona no dé cauce libre a sus sentimientos, se debe a la dificultad de pensar en las necesidades del doliente y de ponerse en su lugar. Son el producto de la propia incapacidad e incomodidad anímica para hacer frente a los fuertes sentimientos de pena, tristeza, bronca, miedo… de la persona sufriente.

El grupo de mutua ayuda, con gran actitud de escucha permitirá que el corazón dolorido se desahogue, considerando prudentemente el bien del grupo en su totalidad.

No obstante, el que nada constantemente en el sufrimiento y sólo se desahoga, sin confrontarse, termina por ahogarse en el sufrimiento de su propio duelo. Por eso hay lágrimas a tierra (desesperación) y lágrimas al cielo (esperanza).

2
Aceptar las fases del sufrimiento y sus reacciones

Según el tipo de personalidad, experiencia del sufrimiento y de otros duelos, los recursos propios y las relaciones interpersonales habidas, así será el paso por las fases y las reacciones ante la muerte de seres queridos (1).

Una imagen plástica puede representar lo que acaece en el interior de una persona en duelo: es como un vaso arrojado al suelo y hecho mil añicos. ¿Se va a recomponer? ¿Cómo? ¿Quedará como antes? ¿Volverá a ser útil para todo y todos o, por el contrario, se hará más añicos?

Un mundo extraño de reacciones físicas (corporales) se va a mezclar con las psicológicas, sociales, mentales y espirituales.

La tristeza con llanto, las mil preguntas con silencio, la esperanza con desconcierto, la búsqueda de paz con bronca, el temor y la angustia con deseo de superación, todo ello pasa por la mente y el corazón de una persona en duelo.

Algunas personas se horrorizan porque creen que ya son insensibles e indiferentes ante cualquier sufrimiento, como que el sufrimiento ajeno no les afecta como antes.

La desmotivación es más que evidente. La persona dolorida se desgarra, pierde autoestima, deja de creer en sí, no encuentra razones vitales de futuro…

– Si sigo adelante, es porque me quedan otros hijos…

Normalmente, no se menciona nunca al otro cónyuge. La motivación, inicialmente, no surge de uno mismo sino que viene de otros seres queridos.

Hay que ir aceptando estas reacciones pero también tomando clara conciencia de sus posibles consecuencias negativas para la persona.

3
Identificar los obstáculos

Ciertamente no se elige el sufrimiento ante la muerte de un ser querido pero sí se puede elegir qué actitud tomar para salir de la cripta de dicho sufrimiento.

¿Qué actitud ha de tomarse ante los obstáculos? Hay que identificarlos para ir superándolos uno por uno. En el principio del proceso del duelo surge la creencia de que los grandes obstáculos están fuera de uno mismo. Y no es tan así. Los obstáculos son también, y sobre todo, muy interiores y personales.

Un gran obstáculo es querer sólo aliviarse y no sanarse a fondo. También no aceptar que hay que sufrir sanamente para dejar de sufrir. En los duelos no hay anestesias totales. Aceptar de los otros una relación de ayuda paternalista, que se reduzca a permitir el mero desahogo de los sentimientos sin llegar a una sana confrontación empática, en nada ayuda.

Serios obstáculos son: aislarse, no compartir familiarmente el proceso del duelo, no expresar los sentimientos, desaprovechar la fe, ir a una hiperactividad, no pedir ayuda ni dejarse ayudar, considerar que hay temas tabú, bajar los brazos ante la desmotivación, esperar soluciones mágicas, hacerse la víctima, aceptar que no hay salida, no querer ser feliz, entrar en un estado de ánimo distímico…

Otros grandes obstáculos: no incorporar el «cuidarme», no manejar el estrés, no evaluar el propio sufrimiento, producir sufrimientos añadidos», hacer individualmente el duelo, vivir la inevitable soledad como «solitariedad»…

Todo obstáculo que no se afronte, confronte y se supere será una fuente continua de sufrimiento.

El sano duelo no da saltos ni deja asignaturas pendientes en ese nuevo aprender a vivir. No se puede dejar el sufrimiento a la deriva.

4
El lenguaje usado

El impulso íntimo de no abordar la dura realidad impide llamar a las cosas por su nombre y sobreabundar en eufemismos:

– Se fue.
– Partió.
– Nos abandonó.
– Decidió irse.
– Lo perdimos.

Las mismas páginas del necrologio emplean expresiones como éstas:

– Ha desaparecido.
– Dejó este mundo.
– Obitó.
– Faltó al afecto de sus seres queridos.
– Pasó al eterno descanso.

Expresiones que, cuidadosamente, evitan utilizar la expresión morir. Lo mismo sucede en los casos de suicidio, situación tan lamentable.

Pareciera que utilizar el término morir fuese una crueldad para con los deudos. Sin embargo, partir lleva consigo la posibilidad de volver; perder, de reencontrarse.

Los eufemismos, inicialmente, pueden ser un recurso de suavización que necesite la psicología humana pero que, a la larga, son conceptos que retrasan el camino de la sanación.

El coordinador de un grupo de mutua ayuda nunca debe emplear estos eufemismos, aunque sean utilizados por las personas en duelo durante la misma conversación. Tal actitud resultará provechosa a quien sufre para ir aceptando, poco a poco, la realidad de la muerte.

El sano lenguaje utilizado es fiel reflejo de la aceptación de la realidad y de una auténtica elaboración del sufrimiento.

Cuando el doliente pueda decir «mi ser querido se murió» estará en un momento cualitativo de la elaboración de su duelo.

5
Atención a los mensajes del sufrimiento

Ya se mencionó que el sufrimiento nos envía muchos mensajes «traicioneros». Sanear la raíz de esos esquemas mentales es ir elaborando el duelo. Nunca el sufrimiento por sí mismo va a dar mensajes positivos (1). La mente se ve embotada.

– ¿Qué sentido tiene ya vivir?

Pareciera que se está condenado a «sobrevivir» y no a vivir plenamente siendo feliz. Es toda una tentación.

– Trabajar más me ayuda.

Como el sufrimiento es insistente, en no pocas ocasiones viene la tentación de evadirlo tratando de mantenerse desconectado de la pérdida o muerte. Pasar mucho tiempo ocupado fuera de casa en una hiperactividad pareciera engañosamente lo mejor.

– Si hablo de mi sufrimiento con mis seres queridos, les hago sufrir más.

En absoluto es así. Al contrario, esa valentía de desahogarse y confrontarse mutuamente es exigente para el corazón, pero altamente sanadora.

– Cuando estoy ocupado, estoy bien. Pero cuando vuelvo a casa, especialmente por la noche, los pensamientos…

Al inicio, la vuelta insistente del pensamiento, la llamada «hiperreflexión», es atosigante. Hay que aliviar la mente con otros pensamientos más serenos. Pero posteriormente nadie saldrá del sufrimiento si evade esos mensajes, porque volverán más pertinazmente. Hay que confrontarse con ellos; más aún, adueñarse de ellos. Lo que no se asume, no se supera.

– La muerte de mi hijo fue el sábado a las 19,30 hs. Unas horas antes ya empiezo a ponerme mal. Salgo de casa y me voy a … Es superior a mí.¿Pero voy a estar siempre huyendo? ¿Tiene tope este tormento?

El duelo no se sana ni cede por sufrir más ni porque tenga un tope. El tope del sufrimiento no ha de ser por sobresaturación del sufrimiento sino por ponerle tajo al aceptarlo, serenarlo y transformarlo.

– El tiempo lo cura todo.

No es el tiempo sino lo que se hace con el tiempo. El tiempo innecesario dado al proceso del sufrimiento se lo quitamos al amor y felicidad.

– Cuando me dicen que me ven bien, me molesta. ¿Acaso creen que lo olvidé?

Vivir el duelo no es renunciar a volver a ser feliz. Los muertos no se llevaron el derecho a gozar de la alegría de la vida. No morirse con los muertos. Y sufrir más no es querer más.

– Mi primer deseo fue irme con ella y listo, ¿pero y los otros hijos?

¡Atención a la «reunificación mágica»! Puro escapismo.

– Decidimos cambiar de casa. No podía soportar ver aquella pieza vacía.

El sufrimiento no está fuera de nosotros. Con nosotros se va el sufrimiento a todos lados. Hay que ir sanando todos esos mensajes «aliviadores» pero no sanadores.

San Juan de la Cruz escribió: «El más puro padecer / trae y acarrea / más puro entender». Habría que afirmar también: «El más puro entender / trae y acarrea / más puro padecer». La figura de un coordinador competente que sepa confrontar empáticamente al doliente con sus esquemas mentales es esencial.

6
El desapego y sus «alucinaciones»

Alguna vez hemos escuchado esta conversación entre alguien en duelo con otra persona que quería ayudar:

-Pero si sabes que tu nene es un ángel, que está feliz junto a Dios…
– Sí, lo sé – responde la mamá.
– ¿Y eso no te ayuda?
– Pero yo lo extraño, lo quiero conmigo…

Es paradójico. Se «sabe» de la felicidad del muerto pero la extrañeza cuenta más que su dicha. Es la fuerza del apego. La sangre es muy pegajosa. La fuerza del apego tiene otras expresiones peculiares como la que se refleja en este diálogo:

– Tienes que estar bien para que él (el muerto) esté bien.

– Sí, – dice el familiar- porque si estoy mal no va a descansar bien donde está. ¿Se imaginan ustedes qué «futuro» le espera al «pobre muerto» si sus familiares en duelo toda la vida se la pasan en sufrimiento?

Cuando estamos en duelo, no podemos aceptar que nosotros suframos enormemente y que quien falleció «esté en la gloria», que sea feliz.

El duelo lo hacen los vivos y no los muertos. Aunque se esté hablando del muerto, en el fondo, se habla de uno mismo.

– Yo le doy permiso para que se «vaya».

¡Qué esquizofrenia mental y afectiva! ¿Cómo se va a dar permiso a alguien muerto para que se muera? ¿Acaso se era dueño de la vida y se es dueño de la muerte del fallecido?

Hay que ir desapegándose para crecer en la sana elaboración del duelo. «La intensidad del duelo es proporcional a la fuerza del apego», defendió con énfasis Alexander Bain (1).

La extrañeza, el apego y la pena de la separación actúan profunda e inconscientemente en el psiquismo de la persona. Por eso, surgen inicialmente las «alucinaciones» en el duelo:

  • Alucinacionesolfativas: muchos dicen oler el mismo perfume del muerto, no sólo de sus cosas. Obviamente…
  • Alucinacionestáctiles: sentirse tocado, ser despertado, que se coloca la mano en el hombro… justo como hacía antes de morirse.
  • Alucinacionesauditivas: es frecuente escuchar que los dolientes oyen voces, que el muerto envía mensajes, que habla.
  • Alucinaciones visuales: suelen ser más frecuentes cuando se anhela que «vuelva en cualquier momento» o «que se abra la puerta y entre como hacía habitualmente». En no pocas ocasiones, se lo identifica a la distancia con otra persona muy parecida.
  • Alucinacionesoníricas: se desea que el muerto en sueños diga donde está y si está bien…

Estas «alucinaciones» al inicio del proceso del duelo son N.N.N.: normales, naturales y hasta necesarias. La persona en duelo está trabajando el desapego físico y emocional. Si esas manifestaciones persisten por largo tiempo, el duelo pasa a ser anormal o patológico.

Desgraciadamente, esas «alucinaciones» propias de los primeros tiempos del duelo inmediato suelen ser muy aprovechadas por los movimientos animistas, espiritistas, reencarnacionistas o de la «Nueva Era». Sin escrúpulos, se aprovechan de la desesperación en el sufrimiento. Consiguen una sola cosa: enviciar el proceso sano de elaboración del sufrimiento añadiendo más sufrimiento. Hasta dicen hacer visualización de los muertos y darles «forma». Como no aceptan la muerte ni la resurrección…

(1) Arnaldo Pangrazzi. El duelo. Cómo elaborar positivamente las pérdidas humanas. Ed. San Pablo, Buenos Aires, pág. 29.

7
¿Dónde está el muerto?

Puede parecer extraña esta pregunta, sin embargo es fundamental que el coordinador confronte empáticamente con ella y que cada participante se la formule y la responda. Todos vivimos en la categoría espacial. Estamos ubicados en algún lugar.

De igual modo, la mente y el corazón preguntan por el «lugar no físico» del muerto. ¿Dónde está?

Las respuestas posibles son:

– En mi recuerdo. Yo vivo con lo mejor que fue él/ella.
– En sus cosas, sus proyectos, su obra…
– En el cementerio. Yo ya no creo en nada. Es un cadáver.
– Aquí, en mi pecho. Siempre va conmigo.
– Su espíritu ha buscado «otra forma corporal». Es la reencarnación.
– Están en todas las partes. Es animismo, espiritismo, panteísmo.

Los cristianos creemos y sostenemos que nuestros seres queridos por la gracia de Dios son llevados a la presencia de Dios, en la resurrección de Cristo (1).

Muchos dicen que el muerto «está conmigo», que «va siempre a mi lado». Obviamente, el muerto no «camina» de un lugar para otro ni se ha metido «dentro» de uno. Es reflejo del apego.

La respuesta que aclare dónde ubicamos al fallecido es esencial. Porque si está sólo en el recuerdo, ya no existe. Si está en el cementerio, es puro cadáver. Si lo encomendamos en la misericordia de Dios y en su promesa fiel de la Resurrección, el ser querido es presente en el amor, para ser amado y para amarnos; y es condición para el encuentro en la patria celestial.

Como cristianos no amamos un recuerdo. Amamos y nos dejamos amar por nuestro ser querido en Dios.

– Pero a mí nadie me lo devuelve…

«Sólo perdemos a nuestros seres que murieron si no los amamos y si no los tenemos junto a Dios que nunca se pierde» (San Agustín).

(1) Cfr. M. Bautista. «Vivir como resucitados. Jesús y el duelo.» Ed. San Pablo, Buenos Aires, pp. 48-53.

8
El factor tiempo

Todos estamos incrustados en la categoría temporal. Vivimos el presente, tuvimos pasado y somos seres para el futuro.

En el duelo hay que confrontarse con esta pregunta:

– Tu ser querido, ¿es pasado, presente o futuro?

La respuesta también aquí es fundamental. ¿Por qué? No es lo mismo amar feliz y personalmente a alguien que fue, que pasó, que es puro recuerdo, que amar a alguien que está en las manos misericordiosas de Dios.

Una simple dinámica dialógica clarifica lo anterior. En los grupos de pastoral del duelo «Resurrección», el coordinador hace un pedido:

– Traigan una foto de su ser querido muerto, cuando era pequeño; otra, de cuando era más crecido; otra, de cuando murió; otra, de su presencia ante Dios.

– ¿Cómo es posible esto último? – siempre argumenta algún participante. Y viene la explicación en el próximo encuentro del grupo.

– ¿Trajeron la foto de cuando era niño?

– Sí, éste es él.

– Lo siento, pero éste no es él. Esto es la foto de lo que él fue. Porque él no es esta foto – arguye confrontando empáticamente el coordinador.

– Claro, claro. Esto es una foto de lo que él fue – confirma el participante del grupo.

– ¿Y la foto junto a Dios? ¿Dónde está?

– Pero, eso es imposible.

– ¿Y ustedes con quién se van a relacionar en su amor, con una foto de lo que fue o con su ser querido feliz junto a Dios? No olviden, el recuerdo no es él. El es él mismo junto a Dios.

La fe en la resurrección ya está siendo la gran ayuda para vivir plenamente la esperanza y un duelo sano; no en el olvido sino en el amor.

9
La aceptación de la realidad

– No, no, no lo puedo aceptar.

La clave de todo duelo es la aceptación de la realidad y su integración a la vida, que no es lo mismo que la resignación.

La resignación es la pasividad del sufrimiento ante la realidad; un sufrimiento que no se va a serenar y una realidad que no se va a asumir.

Aceptar la realidad de la muerte, en cambio, es una violencia interior que en sí es fuente de sufrimiento, pero es un sufrir sanamente para dejar de sufrir. Como hemos mencionado, decir «se fue», «partió», «cambió de forma» o «lo perdí» es reflejo de cuánto cuesta aceptar la muerte como parte de la vida.

Pronunciar «mi ser querido se murió» es uno de los momentos más desafiantes para elaborar sanamente el duelo. A muchos se les hace insufrible decir «morir» porque creen que así lo pierden. Es la gran equivocación. Claro que para decir se murió, con serenidad, ha de darse una aceptación del nihilismo tras la muerte (¡algo difícil de vivir!), tiene que haber fe vivencial en la resurrección o, según otras profeciones religiosas, creer en una vida trascendente. La fe, de nuevo, es la gran ayuda en el duelo.

Una dinámica de confrontación empática de la pastoral del duelo en el grupo «Resurrección» clarifica lo anterior:

– Un voluntario del grupo – pide el coordinador.

– Sí, yo.

– Gracias. Te pido que empujes con fuerza la pared y la muevas.

– No puede ser.

– Si no lo intentas… – persuade el coordinador. – No puedo moverla por más que empuje.

– Pero, ¿por qué no pides ayuda a un compañero para mover la pared?

– Por favor, ayúdame a empujar – pide a otro compañero.

– No se mueve por más que empujemos juntos – dice el nuevo voluntario.

– Alto. Gracias. Eso es el sufrimiento. ¿Por qué querían mover la pared?

– Usted nos lo pidió.

– No fui yo. Fue el sufrimiento. Sí, el sufrimiento también les va a pedir que vayan contra la realidad y no acepten la muerte. ¿Por qué tú pediste ayuda a un compañero para mover la pared?

– Usted me lo pidió.

– No fui yo, fue el sufrimiento. En efecto, el sufrimiento va a querer tener gente para desahogarse pero no para confrontarse y aceptar la realidad – clarifica el coordinador.

– Y ¿entonces?
– ¿Entonces quién tiene que moverse: la pared o ustedes? Lo digo porque al lado tienen una puerta y una ventana.

– Nosotros, claro.

– En el proceso del duelo, la muerte (la realidad) no cambia por más que no la acepten y empujen contra ella. Ustedes sí pueden cambiar y asumir nuevas actitudes que acepten la realidad tal cual es, no como quieren que fuera, para así elaborar sanamente el duelo.

Aceptar la dura realidad es empezar a mejorar la autoestima y es condición imprescindible para rehacer un proyecto significativo de vida.

No aceptar la realidad es condenarse a un sufrimiento vitalicio, a no ser feliz, a hacer sufrir innecesariamente a los demás y a incrustrarse en un duelo crónico. Y esto, pensando que así se ama más al muerto. ¡Qué gran error! En honor a la verdad, el duelo sólo comienza cuando hay este proceso interior de inicio de aceptación ¿Qué hubo antes? Sufrimiento.

El duelo exige voluntad firme de aceptación de los hechos; si no, estaremos de continuo empujando la pared de la realidad que no se va a mover. ¡Aceptación que, ciertamente, no es tarea fácil!

En el duelo hay que aceptar que ciertas actitudes son muy inútiles y contraproducentes hasta el punto que demoran e impiden su sana elaboración. Así, hasta que un doliente no se descentre de su sufrimiento, no se liberará de su sufrimiento.

10
No idealizar al muerto ni compararlo

– Tengo dos hijos más. No es que lo diga yo como madre; son buenísimos, pero el que se me «fue» era especial…

Una tendencia normal en el proceso inicial del duelo es idealizar al muerto. Las cualidades son elevadas (o inventadas) y los defectos desaparecen.

¿Por qué idealizar? Porque, engañosamente, nos parece falta de amor reconocer sus defectos o límites. Es como si se lo quisiera menos.

Una buena dinámica de confrontación en el duelo es tratar de expresar tal como era el muerto, con sus rasgos positivos y negativos.

– No puedo expresar algún rasgo negativo. Es muy duro para mí…

El amor verdadero no idealiza. Enamorarse de una imagen falsa e irreal del difunto es entorpecer el duelo.

El amor verdadero acepta al otro incondicionalmente, tal cual es. Lo mismo sirve para el recuerdo de quien murió.

¡Atención! También otros familiares se sienten comparados con el difunto idealizado. Y eso hace sufrir.

Pero, ¿nos quedaremos sólo con el recuerdo del pasado o con su presencia dichosa y feliz en la resurrección de Dios? Especialmente, se ha de considerar este aspecto en el caso de suicidio (1).

(1) M. Bautista, M. Correa. Relación de ayuda ante el suicidio. Ed. San Pablo, Buenos Aires, pp. 102 – 104.

11
Lo entiendo, pero mi corazón…

Hay que ir unificando todas las dimensiones de la persona. En el proceso del duelo, la persona está dispersada, muy desorientada. Escuchamos frecuentemente esto:

– Tengo que ir al lugar del accidente de mi hijo pero temo sufrir si voy…

¿Qué es lo que sucede? La mente intuye que se hace necesario ir al lugar porque no siempre se va a estar escapando. Pero el corazón envía otro mensaje bien explícito: «Si vas a ese lugar, vas a sufrir mucho». ¿Qué sucede? ¿Quién puede?

La mente y la fe dicen aceptar la realidad de la muerte del ser querido, pero el corazón da la contraorden. Pocas veces como ahora el sentimiento estuvo tan alejado de la razón y el corazón tan distante de la mente y de las creencias de la fe.

Una experiencia de la vida clarifica lo dicho. Un niño hace este comentario:

– Mi mamá me dice que mi hermanito está feliz en el cielo, con Jesús. Después me lleva al cementerio, llora y habla con la tumba.

Lo que cree la fe, lo que quiere asimilar fácilmente la mente, lo rechaza el corazón.

En el sufrimiento, es larga la distancia entre la mente y corazón. Hay muchos cortocircuitos. Lo que para la mente muere una vez, para el corazón muere muchas veces. Hay que dar unidad a la persona. Es todo un desafío. Hay que reunificar mente, corazón, fe y futuro. Y esto no lo hace sólo el tiempo.

Hay que confrontarse sanamente con el sufrimiento disgregador para motivarse positivamente y dejar de sufrir. Y cuanto antes, mejor.

12
Fundamental: purificar el amor

-¡Si sigo adelante, es por los otros hijos!

Normalmente, nunca se menciona al otro cónyuge. Permitámonos en el proceso del duelo caricias positivas que alimentan nuestra autoestima, que rechazan las autoagresiones, que potencian nuestra valía…

Actuemos por nosotros y también para nosotros. No es egoísmo, es caridad para con nosotros mismos.

¿Y si la culpa nos descalifica? La adhesión a valores y al perdón nos revaloriza y reclama que valemos más que lo que hicimos.

Confrontémonos con nuestro modo de amar, porque el amor verdadero se muestra y se demuestra:

  • Amo sanamente a quien se murió, si me amo a mí mismo.
  • Amo verdaderamente a quien se murió, si amo a los que quedan vivos.
  • Amo limpiamente a quien se murió, si me dejo amar por quienes quedan vivos.
  • Amo gozosamente a quien se murió, si me dejo amar por quien se murió y confiadamente ponemos en la presencia misericordiosa de Dios.

El amor es más fuerte que la muerte (cfr. Sab 8,2). Por eso el amor es de «ida» (hacia el que se murió) y… de «vuelta» (desde el que se murió). Es la Comunión de la fe, la Comunión de los Santos. (Ver Catecismo de la Iglesia Católica, Nro. 954 – 959).

El amor no se enamora del muerto ni lo idealiza. Lo acepta tal como fue. El amor no se confunde con apegos, posesiones, manipulaciones, con necesitar. Nos lleva a vivir en verdad y en libertad.

Un diálogo común, ya mencionado, clarifica los conceptos anteriores:

– Tu criatura está en el cielo. Es un angelito. Está feliz.

– Sí, sí.

– Desde el cielo, él te quiere ver feliz. ¿Esto no te ayuda?

– Es que yo lo extraño.

– Pero él está feliz en la gloria.

– Pero yo lo quiero aquí conmigo. Sé que pensarás que soy egoísta.

Cuando nuestro amor está viciado de apegos, ni la felicidad de quienes amamos nos estimula a salir de nuestro sufrimiento.

– Y si tú estuvieras en el cielo, feliz, ¿te gustaría que tus seres queridos sufrieran por vos? – Por supuesto que no.

El duelo es toda una purificación del amor. Purificación, por cierto, muy exigente. El amor amado es muy exigente.

– Si amo a otra persona, ¿no ofenderé a…?

Los muertos no nos «pasan factura» ni por nuestro pasado ni por nuestra felicidad presente y futura.

– Yo amo a quien se me murió pero, ¿cómo me puedo sentir amado por quien se murió?

Esta experiencia va paralela a la experiencia espiritual de la fe en la resurrección de Cristo y a la experiencia de sentirnos amados por Dios. Ellos nos aman desde el amor de Dios. Es la Comunión de los Santos.

«No veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva cerca de Cristo, así la unión con los Santos nos une a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, Nro. 957).

13
Sanar el resentimiento y la culpa

El sufrimiento puede llevar al resentimiento, boquete abierto en el corazón dolorido; una gran herida, efecto y causa, a su vez, de tantos sufrimientos.

Resentimiento es extrangulamiento de la paz del alma. Es sentimiento desproporcionado y desordenado, energía superpotenciada y mal canalizada, autoagresividad que añade también violencia anímica contra los demás y contra Dios.

El resentimiento engendra el remolino del remordimiento. Es, como su etimología expresa, morderse a sí mismo, una y otra vez.

¡Cuánta frustración esconde el resentimiento, qué baja autoestima y qué profunda insatisfacción…! ¡Cuántas quejas y comparaciones, actitudes inmisericordes y suspicacias, falta de humor y alegría! ¡Y cuántos miedos y temores!

El resentimiento es corazón avinagrado que desangra a su dueño. Es bronca negra y amarga que atrae arrastre del pasado. Suele derivar la causa de su sufrimiento en los demás. Se niega al perdón.

El resentimiento engendra también el dragón de la culpa.

La culpa es compañera inseparable de todos los duelos. Es látigo en la conciencia. Es examinador impío que nos descalifica. Es proyección casi compulsiva a un pasado que no se puede cambiar ya.

Hay que distinguir entre sentir culpa y tener culpa. Aunque no se tuviera culpa o responsabilidad, se siente culpa.

Nunca negar estos sentimientos. Hay que asumirlos para superarlos.

No se sale del laberinto y del infierno del resentimiento y de la culpa sin el perdón y la adhesión a valores (1). El perdón de Dios y de los hombres (incluso pedirlo a los muertos) redime nuestras culpas; también nuestro autoperdón y, por supuesto, la generosidad del alma para perdonar de corazón.

Los muertos no nos «pasan factura» por nuestras culpas. Somos nosotros la fuente de nuestros reproches.

(1) Cfr. M. Bautista, M. Correa. «Relación de ayuda ante el suicidio.» Ed. San Pablo, Buenos Aires, pp. 92 – 93.

14
Reconducir las preguntas

Las crisis del duelo generan una cascada de preguntas en busca de respuestas por la causa que lo produjeron.

– ¿Por qué pasó esto? ¿Cómo pudo ocurrir?

Las crisis del duelo suelen ser además frecuentemente crisis de sentido de la propia existencia, crisis de sentido vital. Por eso, pronto se personalizan esas cuestiones:

– ¿Por qué me pasó esto a mí? ¿Qué he hecho yo…?

Y no se encuentran respuestas. Si se hallan, no suelen satisfacer. No complacen satisfactoriamente los argumentos de las causas inmediatas, de la libertad humana, de la imperfección de la naturaleza, de la caducidad de la vida del hombre. En el fondo, la respuesta es siempre metafísica o teológica.

Pero el duelo no lo hacen los muertos sino los vivos. ¿Las preguntas han de hacerse a los muertos, a la vida, al destino o a Dios? Las preguntas no han de lanzarse fuera de sí, incluso cuando se interroga Dios, sino hacia el interior de uno mismo, si es que queremos una respuesta. Es más, hay que preguntarse sobre uno mismo, revisando la propia actitud en el mismo duelo. Y uno mismo ha de responder, no evadirse.

– ¿Qué tengo que hacer? ¿Cómo he de vivir en adelante? ¿Qué sentido tiene ya mi vida? ¿Voy a seguir así?

Las preguntas al pasado son infructuosas. Las preguntas sobre el propio futuro son muy provechosas.

– ¿Cómo me veo dentro de dos años?

El coordinador del grupo de mutua ayuda confrontará empáticamente para que las preguntas sean, poco a poco, formuladas por parte del doliente sobre él.

Tal vez, no haya respuestas a muchos porqués pero nunca el sufriente ha de quedarse sin sentido ante el porqué del significado y valor de su propia vida, de su futuro.

Las heridas y cicatrices del sufrimiento son en el duelo el lugar especial para nacer de nuevo, para la generosidad, para amar en verdad y libertad o, por el contrario…

15
La ayuda de la fe buena

La fe es un gran don dado al hombre. Para los cristianos esta fe es colmada por el don de la revelación cristiana personalizada en Jesucristo, el Hijo encarnado de Dios.

La fe religiosa, por lo tanto, no es una «superestructura», ni una «ideología» que aliena o infantiliza; muy al contrario, es una inteligencia de vida, un sentirse incondicionalmente amado por Dios, un bastón ante las adversidades. La fe es un aliciente progresista hacia el futuro, luz que disipa el absurdo y puente de la espera a la esperanza en el sufrimiento, enfermedad, discapacidad, vejez, muerte…

La fe no elimina el sufrimiento; lo ilumina para transformarlo. Fe en el Dios de la vida es fe en la vida que viene de Dios.

Y por esta fe tenemos tantos auxilios en nuestro vivir y morir, y en la integración sana de la muerte de los que amamos en nuestra vida. Porque lo que integramos es la resurrección de los que murieron, no la muerte. Es la promesa y la realidad de la resurrección en Cristo.

Sin embargo, muchas veces se vive una fe infantil, inmadura, sin la orientación de la Palabra de Dios, sin vida de oración, sin sentido eclesial, sin alimentarse de la gracia de los sacramentos, individualista, sin vivencia espiritual de amistad con Jesús, alejada del rostro verdadero de Dios Padre manifestado por Él. Y entonces surgen las alienaciones, los sentimientos de ser castigados por Dios… Y se viven así años enteros, con enojo con Dios, atribuyéndole la fuente del sufrimiento. Se confunde «pelear a Dios» con «pelear con Dios». Dios nunca pelea al hombre y menos cuando está con defensas bajas por el sufrimiento. Tampoco lo prueba (cfr. Stgo 1,13-15). Dios está apoyando en las pruebas. ¡Se olvida fácilmente que Dios también tuvo un Hijo y se lo mataron los hombres!

Observemos esta dinámica de confrontación empática del grupo «Resurrección»:

– ¿Por qué Dios me ha castigado así?

– ¿Crees que la muerte de tu ser querido es un castigo de Dios?

– argumenta el coordinador del grupo.

– Sí, una prueba muy dura.
– Una prueba, ¿para qué?

– sigue confrontando el coordinador.

– ¿Por qué, si no, se lo llevó?

– Contéstame, por favor a esto: si a vos, después de vivir una vida ejemplar te clavaran en la cruz luego de un juicio injusto y una tortura cruel, ¿perdonarías a los que te mataran?

– No, muy difícil.

– ¿Y vos serías capaz de matar a una criatura haciendo infeliz a sus padres?

– Por supuesto que no.

– Y Jesús que en la cruz pidió perdón para los que lo asesinaban delante de su madre, ¿te va a quitar a tu ser querido? – concluirá el coordinador.

El sufrimiento, bien elaborado, purifica la fe de una imagen y vivencia de Dios insanas. La fe sana purificará el sufrimiento.

16
La resurrección, esencial

La resurrección o la creencia en la vida en el paraíso forma parte de los credos religiosos tanto para cristianos y musulmanes como para otros creyentes. Para los cristianos, el gran anuncio, la buena noticia de la revelación es el mismo Jesús, muerto y resucitado. El apóstol Pablo lo sintetizó magistralmente:

«Hermanos, no queremos que estén en la ignorancia respecto de los muertos, para que no se entristezcan como los demás, que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús» (1 Tes 4,13-14).

Tertuliano, apologeta del siglo II-III, plasmó vigorosamente con estas palabras la centralidad de la resurrección en la vida del cristiano:

«La resurrección de los muertos es la esperanza de los cristianos» (De resurrectione carnis, 1,1)

Y será el mismo Jesús quien salga a responder a las objeciones negadoras de la resurrección y anunciar que «serán como ángeles en el cielo»:

«Se le acercan unos saduceos, esos que niegan que haya resurrección, y le preguntaban: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno y deja mujer y no deja hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano. Eran siete hermanos: el primero tomó mujer, pero murió sin dejar descendencia; también el segundo la tomó y murió sin dejar descendencia; y el tercero lo mismo. Ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos, murió también la mujer. En la resurrección, cuando resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer.» Jesús les contestó: «¿No estáis en un error precisamente por esto, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios? Pues cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos. Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis en un gran error»» (Mc 12,18-27).

La resurrección es el gran don de Dios a los hombres, sus hijos redimidos por Jesús que han vivido abiertos a la misericordia divina, con rectitud de conciencia y han sido fraternalmente compasivos con los hombres (Cfr. Mt 25,31 ss).

Los hombres mueren una sola vez. La resurrección no admite la reencarnación (cfr. Hbr 9,26).

Por esta resurrección en Cristo, entramos en la comunión de los santos, gozamos de su intercesión y nos sentimos amados por nuestros seres queridos resucitados en el amor de Dios.

Una dinámica de confrontación empática en el grupo «Resurrección» de la pastoral del duelo:

– Estoy muy enojado con Dios – comenta un miembro del grupo en duelo.

– ¿Y también con la Iglesia, los sacerdotes…? – pregunta el coordinador.

– He dejado de practicar.

– En nuestro duelo, consideremos que el sufrimiento nos lleva a extender nuestro enojo a todo lo relacionado y, tal vez, a todos los relacionados con las cosas de Dios – sigue argumentando el coordinador del grupo.

– Si Dios es bueno y es todopoderoso, ¿por qué me lo ha llevado?

– ¿Y dónde está tu criatura? – En el cementerio.

– ¿En el cementerio?

– En realidad, sé que su alma está en el cielo.

– ¿Feliz?

– Sí.

– ¿Seguro?

– Es un angelito.

– ¿Y gracias a quién está feliz y en el cielo? ¿Es feliz por él mismo que no pudo evitar su muerte?

– confronta el coordinador.

– No, supongo que por Dios.

– ¿Y quién es el mejor amigo en el cielo de tu criatura?

– Creo que Dios.

– Y vos, ¿estás enojado con quien ha llevado a tu criatura al cielo y la hace feliz…? ¿Tú eres enemigo de quien es su mejor amigo? – concluye el coordinador.

– No, claro.

– El proceso de la elaboración sana del duelo es un proceso paralelo a la purificación de la fe – argumenta el coordinador.

– ¿Y cómo puedo afianzar mi fe en la resurrección?

– La experiencia de vida íntima con Cristo resucitado es experiencia de la resurrección de nuestros seres queridos y de nuestra resurrección. Es un don del Espíritu Santo que hay que pedir.

Curiosamente muchos dicen creer en una resurrección de su ser querido muerto, sin Dios. ¿Cómo es posible? Es la apoteosis del muerto. Es para el doliente sentirse pletórico de su «omnipresencia espiritual», considerándolo hasta como un valor en sí mismo.

– ¡Era tan bueno que bien se ganó y mereció el cielo! Desde el cielo, me va diciendo… y me ayuda…

El cielo es un don de Dios gratuito de Dios. Por otro lado, ellos interceden y nos aman desde la comunión de los santos con el amor de Dios. La ayuda procede de Dios. No hay resurrección sin Dios. No hay cielo sin Dios.

– ¿Se puede gozar al ser querido feliz junto a Dios?

La fe en la resurrección es paz en nosotros por su felicidad.

– La Virgen María, tras la pasión y muerte de su Hijo Jesús, ¿fue feliz el resto de sus días?

Sí, porque vivió la resurrección de su Hijo. Sí, porque amó y se dejó amar por Jesús resucitado (1).

La experiencia enseña que «entregar» al ser querido muerto a Dios es altamente terapéutico.

Una dinámica altamente confrontadora y de excelentes resultados es ésta:

– Les ruego escriban y envíen un mensaje a su ser querido, al cielo – sugiere el coordinador del grupo.

No será fácil pero descubrirá si se lo siente feliz.

– Y ahora él/ella les enviaría su mensaje. ¿Qué escribiría? Analicémoslo comunitariamente. ¿Qué resultó?

(1) Mateo Bautista. «Vivir como resucitados.» Ed. San Pablo, Buenos Aires, pp 43 – 45.

17
Duelo: personal pero muy comunitario.

El duelo es personal e intransferible pero muy comunitario. Nadie puede hacer el duelo por otro, pero nadie debe hacerlo solo, lamiendo en soledad las propias heridas, como un animal herido. Así la esposa no puede hacer el duelo por el esposo y viceversa, pero han de hacerlo juntos, sin pactos de silencio, respetando la diversidad de los tiempos y actitudes personales, apuntalándose en los momentos más vulnerables para reconquistar la esperanza, regalándose el diálogo y la presencia constantes, aún en silencio.

No caer en la seductora tentación de creer que los demás familiares no hacen su duelo, de minimizarlo o de hipotecar su felicidad con la propia y eterna infelicidad. ¡Ojo con los duelos enfermizos!

No ser motivo de compasión ajena. Tampoco reprimirse insanamente. Sí, hay que desahogarse, pero se ha de llevar el duelo con gallardía y dignidad. Por eso, en un principio hay que llorar hacia fuera. Después hay que «llorar hacia adentro», autoconfrontándose.

Es muy erróneo creer que por hablar del fallecido con otro familiar o ser querido es ocasionar sufrimiento. ¡Muy al contrario! Callar siempre, haciendo un tema tabú, es sufrir más. Obviamente, con el paso del tiempo no se puede ni se debe constantemente tratar en la conversación el mismo tema.

Si cada vez que alguien pronuncia comunitariamente o en familia el nombre del muerto o se recuerda de él un hecho se produce llanto o expresión del sufrimiento en alguno, se tenderá en el futuro a evitar esas alusiones para «proteger» a ese doliente. Ese cerrojo de silencio será contraproducente para la sana elaboración, sobre todo para los niños y jóvenes.

Ciertos matrimonios se culpabilizan, se distancian y hasta se separan en el duelo. El sufrimiento ha detonado problemas preexistentes silenciados. Los muertos no separan a los vivos.

También los dolientes han de ser pacientes para aceptar ciertas expresiones dichas por personas con buena voluntad, pero inoportunamente y que en nada ayudan (1):

– ¡Qué gran prueba!

– ¡Qué vas a hacer! Resignación.

– Es el destino.

– Al menos te quedan otros hijos. Ya tendrán otro. Pueden adoptar…

Si existen hijos pequeños, la mejor manera de que éstos elaboren su duelo es ver como los adultos, especialmente los papás, lo elaboran y dialogan mencionando al ser querido muerto con cierta paz del alma (2).

El duelo, en fin, es tan comunitario que tiene repercusiones hasta en lo laboral. La motivación por el trabajo se resiente mucho. Al principio, todo es aceptado pero la dinámica de producción capitalista exige que la persona vuelva a funcionar con toda normalidad, si no se corre peligro de perder el mismo puesto de trabajo.

El duelo, aunque personal, es muy familiar y muy comunitario. ¡Cuánta gente acude a los funerales! La puesta en marcha los grupos de mutua ayuda es un signo de cómo se sale del sufrimiento con el apoyo de los vínculos comunitarios.

El duelo es de uno pero no es sólo cosa de uno…

  • Mateo Bautista. Resurrección. Grupo de mutua ayuda en duelo. Ed. San Pablo, Buenos Aires, pag. 55.


(2) A. Pangrazzi. El duelo. Ed. San Pablo, Buenos Aires, pp. 93 – 108.

18
No hacer la agenda al muerto

La fuerza del apego nos recuerda que la sangre es muy pegajosa.

Así lo reflejan los pronombres de ciertas expresiones:

– Nos dejó.
– Se me murió.
– Lo perdí.

Por ello, no es infrecuente que la imaginación «invente» actividades o proyecte expectativas íntimas frustradas, a través de imaginar al ser querido muerto como si estuviera vivo en la tierra.

– Hoy mi hija cumpliría 15 años. Ya la imagino tan apuesta. Ella con su sonrisa tan natural, bromeando con todos. Seguro que en un día como éste llevaría un precioso vestido blanco…

En efecto, la imaginación corre a sus anchas ideando a alguien que no existe. Después la realidad hace volver a pisar la tierra.

También la fe en la resurrección confrontará: en el cielo no hay tiempo, sino eternidad. Allí la felicidad en Dios es infinita.

– ¡Pero el afecto la reclama junto a nosotros!

Sin una fe madura, no es fácil llegar a gozar al ser querido junto a Dios y no sucumbir a la tentación de «secuestrarlo» de su felicidad.

– Aún siendo cristiano aceptar su vida feliz en Dios me costó mucho. Hoy, esto mismo lo vivo como una manera libre y sublime de amarlo y dejarme amar.

19
Las recaídas emocionales

En la elaboración del duelo suele haber muchas recaídas emocionales. Es frecuente que la tristeza, el mal humor, cierta bronca y el decaimiento general se reiteren.

Hay días muy particulares que parecieran agregar por sí una cuota de sufrimiento: cumpleaños, aniversario del fallecimiento, Navidades…

Poco a poco, la serenidad va a cubrir el corazón, pero éste va a protagonizar recaídas emocionales a pesar del largo tiempo transcurrido desde la muerte, y va a retroceder al pasado, a aquellos momentos… y la añoranza será grande.

– ¡Con tantos proyectos que tenía y todo se frustró! No pudo gozar…

Si el corazón arrastra la mente al pasado para evocar el corte negro de la muerte y ésta sucumbe, la pena de la frustración invadirá el alma.

– Sufro con recordar lo que tuvo que soportar en la terapia intensiva, en el tiempo que estuvo enfermo…

Ese sufrimiento ya no existe…, excepto en la mente y corazón del doliente. La ayuda de la fe en la resurrección hace aquí un esencial aporte: el ser querido junto a Dios no es pasado, es presente ante su presencia. No es lo que fue, sino lo que es en la patria feliz del Padre. No existe aquel sufrimiento, sí su felicidad en Dios.

– «Hijos, no miren la vida que acabo sino la vida que empiezo» (Santa Mónica).

Hay que dominar las caídas emocionales acudiendo a los recursos de esa «caja interior de herramientas» que la elaboración del duelo propicia.

20
¿Todo en homenaje al muerto?

Es frecuente que, al inicio del duelo, se dé una situación de identificación con el muerto. Surge el deseo de tomar como propios sus proyectos inconclusos, cumplir sus deseos, hasta vestir sus prendas…

Es frecuente hacer casi todo en homenaje al muerto, incluso convertirlo en un «valor»; también solidarizarse por él con gente carenciada, cosa que probablemente no se hacía antes. El involucrarse en muchas actividades se vuelve peligroso cuando se utiliza para evitar confrontarse con la realidad o solucionar determinados problemas.

– Yo voy al hospital porque sé que a él le gustaría y a mí me hace bien.

Obviamente, la solidaridad bien entendida se ha de hacer desinteresadamente por el necesitado en sí mismo. El hombre es fin en sí, no un medio. No se lo puede utilizar.

– Siendo «gente que hace cosas por la gente» trascendemos en el amor – comentaba un participante de un grupo de autoayuda sin elaborar su duelo y con una pobre autoestima. ¡Qué pobre sentido de la trascendencia! ¡Qué manera tan poco «caritativa» de servir! ¡Qué manera de eludir el duelo!

Los muertos no dejan proyectos para los vivos.

No actuar exclusivamente por homenaje al muerto sino en homenaje al amor solidario.

Los muertos no quieren que los vivos les ofrenden su vida.

El mejor homenaje a quien se murió: orar por él ante el Señor y ser felices (1).

(1) Cfr. Mateo Bautista. Renacer en el duelo. Ed. San Pablo, Buenos Aires.

21
Un proyecto significativo de vida.

Es frecuente detectar en la convivencia con personas en duelo que casi siempre hablan con énfasis del pasado vivido con su ser querido muerto pero reflejando una vivencia anodina del presente, cargada el alma de melancolía. El futuro prácticamente no existe; sobreviviendo más que viviendo. Es una seria amputación de un futuro feliz.

Nadie sale del pozo del sufrimiento simplemente porque quiera dejar de sufrir o únicamente por desahogarse, sino por emprender opciones y acciones nuevas que actúen positivamente ganando el futuro.

El transcurso del tiempo, por sí mismo, no sana el sufrimiento; más bien hipoteca el duelo y colapsa el futuro.

Hay que recrear el porvenir con un proyecto concreto, significativo y positivo de vida que potencie la autoestima y lleve a la felicidad.

No caer en la tentación de incrustarse en el sufrimiento como un estilo de vida, peligro más existente en personas mayores de edad.

Hay que vivir la vida en el duelo, no que la vida del duelo nos viva.

Hay que obligarse a ser feliz «hasta que duela» (Madre Teresa).

«Grabaos la imagen que corresponde a vuestro futuro. Erigid en derredor vuestro el recinto de una grande y vasta experiencia» (Nietzsche).

Y los proyectos de vida tienen nombre, opciones y acciones concretas .

22 
Del sufrimiento al crecimiento

El sufrir pasa; el haber sufrido, no.

Las pérdidas y las muertes suelen hacer jirones en nuestra alma y corazón. Sólo vemos lo que perdemos. El sufrimiento tiende a verlo todo negro. Frustra motivaciones y proyectos. ¿Qué puede traer de positivo? ¿Sufrir no es pura negatividad? ¿Y aunque algo enseñara qué es eso comparado con la pérdida, con la muerte del ser querido?

No elegimos perder ni la muerte, por supuesto; pero sí podemos elegir qué actitud ir tomando.

– ¿Pero acaso en el sufrimiento hay tanta racionalidad como para elegir con qué actitud vivir?

El sufrimiento se sufre, es cierto; pero cuando se va serenando y transformando aporta muchas «riquezas» que hacen que la vida se vea de otra manera. Hay que explorar con actitud y actividad positivas los lugares a los que puede conducirnos el sufrimiento:

– Desde que murió mi ser querido, lo que creía tan absoluto… Estoy empezando a valorar…

El espíritu se mueve más a la compasión:

– Me siento más solidario…

Hasta la muerte se empieza a ver de otra manera:

– Noto que ya no tengo miedo a la muerte como antes.

Y la experiencia de Dios se hace más intensa:

– Ahora lo vivo cercano a mí , no como antes…

Pero si no hay una sana elaboración del duelo, se incrustará el sufrimiento, se esconderá la felicidad, se oxidará el alma, se ahuyentará la alegría, se continuará prisionero de la pena y se seguirá sufriendo y perdiendo.

23
El final del duelo

¿Existe «alta» en el duelo? Esta pregunta surge infinidad de veces. ¿Cuándo termina el duelo? No es fácil la respuesta porque no hay un solo duelo igual. Sin embargo, dos signos concretos son indicadores de un final positivo:

  • La capacidad de recordar y hablar de la persona amada sin llorar.
    · La capacidad de entablar nuevas relaciones y de sumergirse esperanzadamente en los desafíos de la vida.

Además, al final del duelo se habrá conseguido:

  • clarificar los sentimientos
  • reelaborar ideas insanas
  • reparar el «cortocircuito» entre mente y corazón
  • purificar actitudes
  • cambiar de visión sobre el sufrimiento
  • imponerse objetivos superiores
  • pulir la imagen falsa de Dios, viviendo más plenamente la vida de fe
  • aceptar las «leyes» de la vida
  • amar sin apegos
  • pasar de la resignación a la aceptación
  • ir de la desdicha a la paz y de la infelicidad a la felicidad.

Y un síntoma infalible de recuperación: ayudar serenamente, desde una sana motivación, a quien está en duelo.

24 
Jesús: modelo de hacer el duelo.

Jesús, visibilidad del Padre, hecho hombre entre nosotros, expresión de la misericordia divina, que pasó haciendo el bien, vivió la angustia de muerte en Getsemaní (1), sufrió la injusticia de la traición y negación, fue sometido a tortura y a juicio adulterado. Crucificado entre malhechores, en público, delante de su madre, murió joven y resucitó. El es el camino, la verdad y la vida.

Por la fuerza de su amor en verdad y libertad, no se echó atrás en su proyecto redentor, empezando a vivenciar el duelo anticipado de su muerte (cfr. Mc 8, 31-33): «Nadie me quita la vida, yo la entrego» (Jn 10,18).

Jesús es modelo de cómo ayudar a hacer los duelos. Los evangelistas narran tres resucitaciones realizadas por Jesús: a una niña, a un joven y a un adulto. Tienen mucho interés en mostrarnos el acompañamiento humano y pastoral de Jesús a las familias de aquéllos para enseñarnos cómo hacernos prójimos de quien se encuentra en duelo (2).

En el relato de los discípulos de Emaús (cfr. Lc 24,13-35), se refleja el concreto realismo de dos almas en crisis por el desconcierto de su sufrimiento. Se pone de manifiesto el complejo itinerario humano – espiritual del duelo de esos dos hombres de fe probados y desconcertados que se alejan de su comunidad. Se plasman maravillosamente el estilo y los pasos dados por Jesús en el proceso de relación de ayuda (que han de ser asumidos por nosotros), así como los recursos espirituales que van a iluminar y sanar el sufrimiento para transformarlo en crecimiento y en amor redimido y redentor.

Jesús es, a su vez, modelo de cómo elaborar las propias crisis positivamente. El, en su duelo, no fue pasivo, ni resignado. Se hizo dueño de su sufrimiento transformándolo con amor en redención, en relación de ayuda. No transfirió su sufrimiento ni se convirtió en el centro de una insana compasión. Supo pedir ayuda (cfr. Mt 26,40).

Jesús no se abandonó a sí mismo; no abandonó a los demás; no se sintió abandonado por Dios Padre; se abandonó en Dios. El, con el mal, hizo bien. El, a los que le hacían mal, hizo bien. El, a los que le acompañaban, les ayudó. Hizo relación de ayuda a sus «compañeros» crucificados.

Sintiéndose «buen hijo», pidió al Padre celestial que perdonara a sus propios verdugos. Dialogó, oró y se dejó amar infinitamente por su «abba» celestial en el momento de mayor vulnerabilidad y desconcierto existencial. Ayudó a hacer el duelo a su propia mamá, que sufría doblemente por ella y por el hijo crucificado, teniendo delante de ella a los verdugos del fruto de sus entrañas.

– «Mujer, aquí tienes a tu hijo» (Jn 19,26).

– «Aquí tienes a tu madre» (Jn 19,27).

No quiso Jesús que María se cronificara en su duelo, ni que se muriera con El, sino que viviera en su resurrección. La vinculó a su ser resucitado y a nuevos contactos humanos. Le pidió ser todavía más feliz, con el recuerdo por atrás, con el amor resucitado por delante. Al pedir al padre perdón para sus verdugos, también se lo pedía a su madre. ¡Y ella no era Dios!

La resurrección de Jesucristo constituye, por tanto, el gran dogma cristiano. Por esta resurrección, la esencia de una sana elaboración del duelo es amar en verdad y libertad. Así, por la resurrección de Cristo y en Cristo, el amor invita a querer a quien murió no como a un recuerdo del pasado, sino como a «alguien resucitado y feliz»; anima a «ubicar» a quien murió no en el cementerio (lugar de muerte) sino en Dios, (lugar de vida). Por ende, esta misma lógica del amor sugiere rechazar: «no seré feliz hasta que me reencuentre…» Este amor es una purificación de apegos e ideologías.

Por la resurrección de Cristo, el amor purificado llega a gozar de la resurrección feliz del ser querido muerto. Los resucitados en Cristo al amarnos nos obligan (motivan) a amar y a dejarnos amar en verdad, libertad y felicidad.

En la resurrección de Cristo no se «pierde» a nadie, se lo gana para una vida plena y feliz donde los proyectos humanos concebidos son ampliamente superados por la nueva existencia en Dios.

  • Mateo Bautista. Jesús, sano, saludable, sanador. Ed. San Pablo, Buenos Aires, pp. 67-71.

(2) Cfr. Mateo Bautista. Vivir como resucitados. Ed. San Pablo, Buenos Aires, pp. 26

25
Alguna vez

Los altos árboles del bosque, erguidos hacia el cielo, instruían al pequeño árbol que crecía entre ellos.

– Alguna vez – decían – , alguna vez serás alto como nosotros y entonces podrás ver el agua cristalina de los lagos allá abajo, la nieve virginal entre las montañas allá arriba. Alguna vez…

El viento, cuando bajaba a la altura del árbol pequeño, también le informaba.

– Vengo de todas partes y lo sé todo. Conozco los bosques, los ríos, los mares, los campos, las ciudades de los hombres… Cuando seas grande te contaré cosas… Alguna vez…

Al llegar la primavera, cuando los pájaros venían en busca de calor y alimento, piaban comentando:

– Hay sitios donde todo es arena; donde todo es nieve; hay sitios donde todo es agua… Alguna vez, cuando seas más alto y más sólido, haremos nuestros nidos en tus ramas y te contaremos todo lo que sabemos. Alguna vez…

Y el pequeño árbol seguía inmóvil, repitiendo a todas sus hojas tiernas esas palabras excitantes:

– Alguna vez, alguna vez…

Pero ese «alguna vez» era lento, resultaba lejísimo. El pequeño se impacientaba y preguntaba cosas a la lluvia, al granizo, a la nieve. Todos conocían el mundo. Todo parecían sabios y aventureros. Todos terminaban diciéndole: «Alguna vez, alguna vez…»

Una tarde, por fin, sucedió algo novedoso. Pasó junto al pequeño árbol un hombre corpulento de barba oscura y ojos grandes conduciendo un asno con la brida. Montada en el animal iba una mujer muy hermosa y dulce que estaba embarazada. Se detuvieron y el hombre musitó:

– Esto es lo que necesito. Perdóname pequeño árbol pero debo cortarte.

Y con un hachazo ocasionó la primer herida en la madera del joven árbol. Este suspiró y sangró un poquito de savia. El dolor era intenso. El hacha penetraba cada vez más en su carne vegetal. Se sentía débil, indefenso y solo. No lamentaba tanto su sufrimiento físico como ese «alguna vez» que temía perder para siempre.

El hombre no cejó en su intento. Cortó todo el árbol en trozos pequeños y los acomodó en el morral. Siguiendo el camino, llegaron a un lugar donde había un buey y otros animales. Allí el hombre sacó los trozos, los cepilló, los pulió y los ensambló, quedando el árbol transformado en una cunita rústica.

La cunita, al mecerse parecía gemir: «alguna vez, alguna vez…»

Todavía aquel pobre árbol no había comprendido cual sería su misión. Pero esa noche, justamente a las doce, sintió un débil llanto. Una música y una luz extrañas envolvieron el lugar. Se escuchaba un sedoso revoloteo de ángeles. El llanto del niño que acaba de nacer parecía más bien un canto.

El árbol hecho cuna notó que depositaban entre sus maderas cubiertas de heno tibio el cuerpecillo de una criatura muy especial. Y lo sintió moverse suavemente en su interior.

De pronto intuyó que el «alguna vez» ya había llegado.

Ni los árboles altísimos, ni el viento, ni los pájaros, ni las nubes habían experimentado nunca la gloria que en ese momento él gozaba, cuando ya no era más árbol sino cuna. Ahora, estaba como en la gloria. Estaba con Dios mismo.

Mientras tanto, en el bosque, todos apenados comentaban: «pobrecito arbolito, ha quedado frustrado, ya nunca tendrá «alguna vez»…

Arbol nuevo,
sabia nueva.
Dolor.
Un gran amor.
Sólo salva
un gran amor.

Publicado por

Javier Serrano

Arquitecto, Productor de Seguros y Agente Inmobiliario apasionado por los deportes y Cronista, Camarógrafo y Fotógrafo Amateur

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