La noche del «Atleta de Dios»

Me acompaña desde ayer un extraño pensamiento: ¿Qué haría si me fuese concedido compartir la pena -y, a la vez, gozar el privilegio- de los que velan las noches del Papa, en su habitación de enfermo en la última planta del hospital que quiso erigir el tempestuoso converso fra Agostino Gemelli?

Una pequeña silla en un ángulo en penumbra y sin otro empeño que el de estarme quieto, meditando en silencio, dejando a otros, obviamente, los asuntos que no me incumben. Sufrir la pena, digo, de una situación semejante.

No existe, no puede haber sospecha de retórica en confirmar que, para el católico, este hombre es lo que su propio nombre indica: Papa, es decir, algo más que «padre»: Un afectuoso y tierno «papá», «papaíto».

¿Cómo no sufrir, entonces, a la vista del cuerpo paterno doblegado por un mal que desde hace años, día tras día, avanza implacable, fijando la rigidez de los miembros y el rostro que hemos amado en el vigor de la madurez, cuando el mundo –sorprendido y fascinado— hablaba del «Atleta de Dios»?

La fuerza del anuncio evangélico se unía a la fuerza del anunciador, formando una unión que contribuyó, entre otras cosas, a agrietar y más tarde derrumbar la inmensa prisión de la que él mismo había conocido los barrotes; aquel régimen que proclamaba la inexistencia de Dios y que parecía de un
acero imperforable. A la tan conocida y burlona pregunta de Stalin sobre el número y el armamento de las «divisiones del Papa», este sucesor de Pedro le dio la más definitiva de las respuestas. El misterio de un Papa.

Pero, junto a la pena, sería consciente del privilegio: Una ocasión única de reflexión, casi un curso -dramáticamente condensado- de ejercicios espirituales. En aquel ángulo apartado, percibiría, casi palpable, el sentido del misterio. Ese misterio que cada Papa representa.

Como le recordé en la primera de las preguntas que él mismo quiso que le hiciera, frente a él -como, a través de los siglos, frente a cada uno de los hombres vestidos de blanco que se proclama y que se considera «Vicario de Cristo en la Tierra»-, es necesario elegir. O la persona que representa semejante pretensión es realmente el enigmático testimonio viviente del Creador, o quizás es el mayor responsable de una ilusión que dos mil años de persistencia han vuelto todavía más grotesca y alienante.

¿Quién es, realmente, el hombre de respiración dificultosa que está en la cama del hospital? Conozco muy bien las razones del rechazo, de la incredulidad, del agnosticismo: Esas razones (que no es lícito infravalorar porque parecen deseadas por Dios mismo, que ama revelarse en el claroscuro para salvar nuestra libertad de rechazarlo) fueron también las mías. Pero desde hace mucho tiempo, y no por mérito propio, una evidencia irrefutable ha reventado las costras de una duda que me parecía impenetrable. Por tanto, ya no vacilo: Ese octogenario que sufre entre las sábanas se encuentra en un diálogo tan misterioso como directo con Dios.

Ese hombre que respira fatigosamente cumple para sus fieles hoy con el deber que le fue confiado a Simón Pedro por el Mesías resucitado en las orillas del Lago Tiberíades: «Apacienta mis ovejas». Ese hombre es la garantía de una verdad que pretende echar en cara cosas paradójicas, absurdas, para quienes pretenden quedarse en el ámbito de la razón y la modernidad.

Auténticos escándalos, empezando por el de la Eucaristía, que mediante una serie de palabras antiguas asegura transformar el pan y el vino nada menos que en la carne y la sangre de un Crucificado en Jerusalén, hace ya veinte siglos.

Con poco que se piense, aparece el vértigo, el escalofrío, el sagrado estremecimiento que ya no advertimos, ocupándonos del Vaticano como institución de poder, juzgando las recaídas políticas de sus elecciones, viendo al Papa como a uno más entre los grandes de la Tierra. Quizá porque nos obligaría a tomar posición, a elegir, hemos apartado el enigma provocador que encarna cada Papa. Y que también Juan Pablo II representa.

Sufriendo su sufrimiento advertiría, al mismo tiempo, la seducción y la desazón («terrible es este Misterio», grita la misma Escritura) de lo que rodea ese lecho en un hospital romano. Lo que los ojos del cuerpo no ven, pero que, incluso en la bruma que nos rodea, vislumbran los ojos de la fe: La gloria de Cristo mismo que continúa su pasión en el sufrimiento de ese anciano enfermo, al que un día acogerá con su «ven, siervo bueno y fiel».

Desde la penumbra de mi silla, me preguntaría cómo unas espaldas de mortal pueden sostener tan consciente responsabilidad, qué fuerza sostiene a quien es llamado a este ministerio -inquietante, más que deseable- sin parangón sobre la Tierra.

Siempre, en cada religión, los «hombres de Dios» no son más que mediadores, anunciadores, maestros, testimonios del Eterno. Sólo en el cristianismo –es más, sólo en su versión católica- un hombre, el Papa, representa, de algún modo hace visible, al Hijo mismo de Dios que camina en la Historia.

Comprendería bien, en aquella habitación del Gemelli, por qué la Iglesia obliga a cada uno de sus sacerdotes y a cada uno de sus fieles a rezar cada día para que sepa llevar un peso humanamente intolerable. Ahora, quizá, ese peso es aliviado por Juan Pablo II: Decirlo puede parecer sorprendente, pero no lo es desde la perspectiva de la fe.

Karol Wojtyla, tan viejo y enfermo, ha sido llamado a ser testigo del sufrimiento que lo hace común a su Jefe, Cristo. El Papa sobre su cruz nos remite a Jesús mismo, porque —como ya hace— acepta con coraje, humildad y resignación beber ese cáliz amargo que, en Getsemaní, aterró a Jesús mismo.

El Pontífice que ha escrito más encíclicas y pronunciado más discursos es ahora casi incapaz de escribir y de hablar, pero pronuncia precisamente ahora su homilía más convincente: La que mana del dolor asumido cristianamente y, por tanto, transfigurado. Sobre todo esto, gratamente, reflexionaría si, en un caso impensable, velara junto a ese lecho romano.

Vittorio Messori
El autor es un intelectual italiano, converso a la fe católica. ROMA, Italia
Autor de las preguntas a Juan Pablo II para el libro que sería best-seller en todas las lenguas: Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza.

Extraído de Vozpapa del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com ( Febrero 2005 )

Los nueve tesoros

Dos amigos marineros viajaban en un buque carguero por todo el mundo, y andaban todo el tiempo juntos. Así que, esperaban la llegada a cada puerto para bajar a tierra, encontrarse con mujeres, beber y divertirse. Un día llegan a una isla perdida en el Pacífico, desembarcan y se van al pueblo para aprovechar las pocas horas que iban a permanecer en tierra.

En el camino se cruzan con una mujer que está arrodillada en un pequeño río lavando ropa. Uno de ellos se detiene y le dice al otro que lo espere, que quiere conocer y conversar con esa mujer.

El amigo, al verla y notar que esa mujer no es nada del otro mundo, le dice que para qué, si en el pueblo seguramente iban a encontrar chicas más lindas, más dispuestas y divertidas.

Sin embargo, sin escucharlo, el primero se acerca a la mujer y comienza a hablarle y preguntarle sobre su vida y sus costumbres. Cómo se llama, qué es lo que hace, cuantos años tiene, si puede acompañarlo a caminar por la isla.

La mujer escucha cada pregunta sin responder ni dejar de lavar la ropa, hasta que finalmente le dice al marinero que las costumbres del lugar le impiden hablar con un hombre, salvo que éste manifieste la intención de casarse con ella, y en ese caso debe hablar primero con su padre, que es el jefe o patriarca del pueblo.

El hombre la mira y le dice: «Está bien. Llévame ante tu padre. Quiero casarme con vos».

El amigo, cuando escucha esto, no lo puede creer. Piensa que es una broma, un truco de su amigo para entablar relación con esa mujer. Y le dice: «¿Para qué tanto lío? Hay un montón de mujeres más lindas en el pueblo. ¿Para qué tomarse tanto trabajo?».

El hombre le responde: «No es una broma. Me quiero casar con ella. Quiero ver a su padre para pedir su mano».

Su amigo, más sorprendido aún, siguió insistiendo con argumentos tipo: «¿Vos estás loco?», «¿Qué le viste?», «¿Qué te pasó?», «¿Seguro que no tomaste nada?» y cosas por el estilo. Pero el hombre, como si no escuchase a su amigo, siguió a la mujer hasta el encuentro con el patriarca de la aldea.

El hombre le explica que habían llegado recién a esa isla, y que le venía a manifestar su interés de casarse con una de sus hijas. El jefe de la tribu lo escucha y le dice que en esa aldea la costumbre era pagar una dote por la mujer que se elegía para casarse. Le explica que tiene varias hijas, y que el valor de la dote varía según las bondades de cada una de ellas. Por las más hermosas y más jóvenes se debía pagar 9 tesoros, las había no tan hermosas y jóvenes, pero que eran excelentes cuidando los niños, que costaban 8 tesoros, y así disminuía el valor de la dote al tener menos virtudes.

El marino le explica que entre las mujeres de la tribu había elegido a una que vio lavando ropa en un arroyo, y el jefe le dice que esa mujer, por no ser tan agraciada, le podría costar 1 tesoro.

«Está bien» respondió el hombre, «me quedo con la mujer que elegí y pago por ella nueve tesoros».

El padre de la mujer, al escucharlo, le dijo: «Ud. no entiende. La mujer que eligió cuesta un tesoro, mis otras hijas, más jóvenes, cuestan nueve tesoros»
«Entiendo muy bien», respondió nuevamente el hombre, «me quedo con la mujer que elegí y pago por ella nueve tesoros».

Ante la insistencia del hombre, el padre, pensando que siempre aparece un loco, aceptó y de inmediato comenzaron los preparativos para la boda, que iba a realizarse lo antes posible.

El marinero amigo no lo podía creer. Pensó que el hombre había enloquecido de repente, que se había enfermado, que se había contagiado una rara fiebre tropical. No aceptaba que una amistad de tantos años se iba a terminar en unas pocas horas. Que él partiría y su mejor amigo se quedaría en una perdida islita de Pacífico.

Finalmente, la ceremonia se realizó, el hombre se casó con la mujer nativa, su amigo fue testigo de la boda y a la mañana siguiente, partió en el barco, dejando en esa isla a su amigo de toda la vida.

El tiempo pasó, el marinero siguió recorriendo mares y puertos a bordo de los barcos cargueros más diversos y siempre recordaba a su amigo y se preguntaba: ¿qué estaría haciendo?, ¿cómo sería su vida?, ¿viviría aún?

Un día, el itinerario de un viaje lo llevó al mismo puerto donde años atrás se había despedido de su amigo. Estaba ansioso por saber de él, por verlo, abrazarlo, conversar y saber de su vida. Así es que, en cuanto el barco amarró, saltó al muelle y comenzó a caminar apurado hacia el pueblo. ¿Donde estaría su amigo?, ¿Seguiría en la isla?, ¿Se habría acostumbrado a esa vida o tal vez se habría ido en otro barco?

De camino al pueblo, se cruzó con un grupo de gente que venía caminando por la playa, en un espectáculo magnífico. Entre todos, llevaban en alto y sentada en una silla a una mujer bellísima. Todos cantaban hermosas canciones y obsequiaban flores a la mujer y ésta los retribuía con pétalos y guirnaldas.

El marinero se quedó quieto, parado en el camino hasta que el cortejo se perdió de su vista. Luego, retomó su senda en busca de su amigo. Al poco tiempo, lo encontró. Se saludaron y abrazaron como lo hacen dos buenos amigos que no se ven durante mucho tiempo. El marinero no paraba de preguntar: ¿Y cómo te fue?, ¿Te acostumbraste a vivir aquí?, ¿Te gusta esta vida?, ¿No quieres volver?.

Finalmente se anima a preguntarle: ¿Y como está tu esposa? Al escuchar esa pregunta, su amigo le respondió: «Muy bien, espléndida. Es más, creo que la viste llevada en andas por un grupo de gente en la playa que festejaba su cumpleaños».

El marinero, al escuchar esto y recordando a la mujer insulsa que años atrás encontraron lavando ropa, preguntó: «Entonces, ¿te separaste?, no es la misma mujer que yo conocí, ¿no es cierto?

«Si» dijo su amigo, «es la misma mujer que encontramos lavando ropa hace años atrás».

«Pero, es muchísimo más hermosa, femenina y agradable, ¿cómo puede ser?», preguntó el marinero.

«Muy sencillo» respondió su amigo. «Me pidieron de dote un tesoro por ella, y ella creía que valía un tesoro. Pero yo pagué por ella nueve tesoros, ¡Todo lo que tenía!, ¡Si me hubieran pedido mas tesoros, habría ido en su busca para luego regresar por ella!

La traté y consideré siempre como una mujer por la que entregué toda mi riqueza. La amé con todo mi corazón y ella se transformó en una mujer de diez tesoros».

Envió: Violeta Castañeda
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Secuencia sobre el Espíritu Santo

Ven Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz.

Ven Padre de los pobres, ven a darnos tus dones, ven a darnos tu luz.

Consolador lleno de bondad, dulce huésped del alma, suave alivio de los hombres.

Tú eres descanso en el trabajo, templanza de las pasiones, alegría en nuestro llanto.

Penetra con tu santo luz en lo más íntimo del corazón de tus fieles.

Sin tu ayuda divina no hay nada en el hombre, nada que sea inocente.

Lava nuestras manchas, riega nuestra aridez, sana nuestras heridas.

Suaviza nuestra dureza, elimina con tu calor nuestra frialdad, corrige nuestros desvíos.

Concede a tus fieles que confían en ti, tus siete dones sagrados.

Premia nuestra virtud, salva nuestras almas, danos la eterna alegría.

Extraído del Boletín El Domingo, de hoy Domingo 12 de Junio 201

AMOR se escribe con «P»

La palabra amor se escribe con “P”…
porque para amar se debe poseer PACIENCIA en los momentos en que el mismo amor te pone a prueba.

El verdadero amor se escribe con «P»…
porque para olvidar un mal recuerdo debe de existir PERDÓN antes que el odio entre aquellos que se aman.

Amor se escribe con «P»…
porque para obtener lo que deseas, debes PERSEVERAR hasta alcanzar lo que te has propuesto.

El sincero amor se escribe con «P»…
porque la PACIENCIA el PERDON y la PERSEVERANCIA son ingredientes necesarios para que un amor PERDURE.

Porque amor es también….

una PALABRA dicha a tiempo…

es el PERMITIRSE volver a confiar…

es PERMANECER en silencio escuchando al otro…

es esa PASION, que nos llena de estrellitas los ojos al pronunciar el nombre del que amamos…

El amor se escribe con «P»…
porque son esas PEQUEÑAS cosas que nos unen al ser amado día tras día.

Envió: Violeta Castañeda ( año 2.005 )

Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

El cuarto mandamiento

I. A Dios le es tan grato el cumplimiento del Cuarto Mandamiento que lo adornó de incontables promesas de bendición: El que honra a su padre expía sus pecados; y cuando rece será escuchado. Y como el que atesora, es el que honra a su madre. El que respeta a su padre tendrá larga vida (Eclesiastés 3, 4 – 5,7). Santo Tomás de Aquino (Sobre el precepto de la caridad), enseña que la vida es larga cuando está llena, y esta plenitud no se mide por el tiempo, sino por las obras. El Cuarto Mandamiento, que es también de derecho natural, requiere de todos los hombres, la ayuda abnegada y llena de cariño a los padres, especialmente cuando son ancianos o están más necesitados (B. ORCHARD y otros, Verbum Dei). Dios paga con felicidad, ya en esta vida, a quien cumple con amor este mandamiento. El Beato Josemaría Escrivá de Balaguer solía llamarlo el “dulcísimo precepto del Decálogo, porque es una de las más gratas obligaciones que el Señor nos ha dejado.

II. El único que puede considerarse Padre en toda su plenitud es Dios, de quien deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra (Efesios 3, 15). Nuestros padres, al engendrarnos, participaron de esa paternidad de Dios que se extiende a toda la Creación. En ellos vemos un reflejo del Creador, y al amarles y honrarles, en ellos estamos honrando y amando también al mismo Dios, como Padre. El amor a Dios tiene unos derechos absolutos, y a él deben subordinarse todos los amores humanos, incluyendo el de los padres.

Son muchas manifestaciones del Cuarto Mandamiento: amándolos y respetándolos a nuestros padres; cuando pedimos a Dios por su felicidad, cuando los socorremos con lo necesario para su sustento y una vida digna, o cuando están enfermos; entonces debemos poner los medios para que reciban los Sacramentos. Y cuando una vez difuntos, cuidando sus funerales, las misas por su alma, y ejecutando fielmente su testamento (CATECISMO ROMANO, III, 5, nn 10-12).

III. El primer deber de los padres es amar a los hijos con amor verdadero, independientemente de sus cualidades, porque son sus hijos y porque son hijos de Dios. Su amor se manifestará en su esfuerzo para que en los hijos arraiguen las virtudes humanas y sean buenos cristianos. Los padres son administradores de un inmenso tesoro de Dios, por lo que deben ser ejemplares, especialmente en su amor a Cristo. Al terminar nuestra oración, ponemos a nuestra familia bajo la protección de la Virgen y de los Ángeles Custodios.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre (año 2.005)
Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

El naufragio

El único sobreviviente de un naufragio fue visto sobre una pequeña e inhabitada isla.

Él estaba orando fervientemente, pidiendo a Dios que lo rescatara, y todos los días revisaba el horizonte buscando ayuda, pero esta nunca llegaba.

Cansado, eventualmente empezó a construir una pequeña cabañita para protegerse, y proteger sus pocas posesiones. Pero entonces un día, después de andar buscando comida, él regreso y encontró la pequeña choza en llamas, el humo subía hacia el cielo. Lo peor que había pasado, es que todas las cosas las había perdido.

Él estaba confundido y enojado con Dios y llorando le decía: «¿Cómo pudiste hacerme esto?» Y se quedó dormido sobre la arena.

Temprano de la mañana del siguiente día, él escuchó asombrado el sonido de un barco que se acercaba a la isla. Venían a rescatarlo, y les preguntó, “¿Cómo sabían que yo estaba aquí?”

Y sus rescatadores le contestaron, “Vimos las señales de humo que nos hiciste”.

Es fácil enojarse cuando las cosas van mal, pero no debemos de perder el corazón, porque Dios está trabajando en nuestras vidas, en medio de las penas y el sufrimiento.

Recuerda la próxima vez que tu pequeña choza se queme…. puede ser simplemente una señal de humo que surge de la GRACIA de Dios.

Por todas las cosas negativas que nos pasan, debemos decirnos a nosotros mismos, DIOS TIENE UNA RESPUESTA POSITIVA A ESTO.

Envió: Anselmo Gomez ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Receta para el triunfo

¿Qué habrá sentido Lance Armstrong al ganar por quinta vez consecutiva la Tour de Francia? ¿Qué habrá significado conquistar la carrera deportiva más extenuante que hay sobre la tierra, después de sobrevivir un cáncer en los testículos con metástasis en el cerebro y en los pulmones? No sé.

De hecho, su triunfo nos involucra, nos maravilla y nos inspira porque sabemos que en él hay algo que hace eco en nosotros, en esa parte profunda que dice que hay algo más allá, algo mejor, algo que podemos lograr.

Desde mi punto de vista, Armstrong nos da varias lecciones con su determinación para mostrar que hay vida después del cáncer.

La principal es que el dolor es inevitable y que darnos por vencidos es opcional. Después de su diagnóstico, con 50% de probabilidades de salir adelante, decide encarar su realidad y sobreponerse.

Benjamín Franklin escribió, «Aquello que duele, instruye». Quizá es por eso que superar los obstáculos nos proporciona las lecciones más valiosas de la vida.
La enfermedad, el dolor y la caída siempre nos enfrentan con nuestra fortaleza, el reto es estar dispuestos a obtener un aprendizaje que nos permita ser mejores. Yo creo que, por eso, Armstrong ha podido resurgir en cada ocasión, más fuerte, más decidido y más maduro.

Sin duda, el valor es lo que nos puede sacar adelante y nuestro éxito depende del coraje que empleemos en enfrentar la adversidad.

Otra cualidad que separa a un campeón del resto de la gente, es persistencia que no es otra cosa que la expresión de nuestra fuerza mental.

En esta ocasión, Armstrong, con 31 años, gana la carrera de 23 días y 3,427 kilómetros. Fueron tantos los imprevistos que tuvo que sortear que, en una entrevista, Lance declaró: «Si en la carrera hubiera aterrizado un avión, no me habría sorprendido».

A pesar de que chocó el segundo día y sufrió una lesión, de que perdió 5 kilos por deshidratación durante una onda de calor, de haber luchado en una de las subidas más arduas con un freno que tallaba constantemente la llanta trasera, de que sufrió una caída cuando se le atoró el manubrio de la bicicleta con la visera de un niño, a pesar de una enfermedad del estómago, de las fuertes lluvias y los potentes rivales, Armstrong ha brindado con champagne en la etapa final.

Como él, miles de hombres y mujeres exitosas, son persistentes.

Otra de las lecciones de Armstrong es que siempre hay una recompensa para el trabajo duro. La motivación es importante y las metas imprescindibles pero nada sucede si no le agregamos mucho esfuerzo. Los premios vienen a través del tiempo, de la dedicación, del sacrificio y aun del fracaso.

El triunfo requiere de una gran dosis de terquedad, sin embargo, a diario nos bombardean con mensajes totalmente opuestos: Hay muchas maneras fáciles y rápidas para obtener lo que deseamos. Todo es fácil y rápido. ¿Ha escuchado cómo, con unas pastillas, podemos bajar 10 kilos de peso, en dos semanas?

También podemos tener un cuerpo atlético, mientras vemos la tele, sentados con un cinturón que hace el ejercicio por nosotros. De igual forma, podemos aprender a hablar inglés, casi por hipnosis. Y estos mensajes siempre van acompañados de frases del tipo: «Porque te lo mereces», «¡Tú puedes tenerlo!», «¡Consíguelo ahora!»

No dudo que alguien lo pueda lograr, lo malo es que, al cabo de un rato de escuchar este tipo de mensajes, comenzamos a creerlo. Y muchas personas, especialmente jóvenes, pueden creer que la fórmula del éxito radica en presionar un botón mágico que evita todo esfuerzo y compromiso.

No hay trucos, atajos ni secretos para obtener el éxito, aunque no nos vendría mal observar que Armstrong comienza su arduo entrenamiento prácticamente al día siguiente de la celebración de la victoria. Con una preparación meticulosa, una disciplina férrea, durante horas, sin importar el clima, ni el estado de ánimo, a diario, trabaja para cumplir su sueño. Y claro, su esfuerzo lo hace pasar a la historia como uno de los más grandes atletas de nuestro tiempo.
No hay otra. El triunfo requiere, disciplina, coraje, entrega, pasión y mucho trabajo.

El triunfo implica una elección. Cada vez que decimos sí, tenemos que decirle no a muchas otras cosas. La verdadera receta para el triunfo surge cuando nos aventuramos a responder a la pregunta: ¿Estamos dispuestos a alcanzarlo?

Autor: Gaby Vargas
Envió: Ricardo Renan Raigoza Gutiérrez ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

La oración personal

I. Muchos pasajes del Evangelio muestran a Jesús que se retiraba y quedaba a solas para orar. Era una actitud habitual del Señor, especialmente en los momentos más importantes de su ministerio público.

¡Cómo nos ayuda contemplarlo! La oración es indispensable para nosotros, porque si dejamos el trato con Dios, nuestra vida espiritual languidece poco a poco. En cambio, la oración nos une a Dios, quien nos dice: Sin Mí, no podéis hacer nada (Juan 15,5).

Conviene orar perseverantemente (Lucas 18, 1), sin desfallecer nunca. Hemos de hablar con Él y tratarle mucho, con insistencia, en todas las circunstancias de nuestra vida, sabiendo que verdaderamente Él nos ve y nos oye.

Además, ahora, durante este tiempo de Cuaresma, vamos con Jesucristo camino de la Cruz, y “sin oración, ¡qué difícil es acompañarle!” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino).

Quizá sea la necesidad de la oración, junto con la de vivir la caridad, uno de los puntos en los que el Señor insistió más veces en su predicación.

II. En la oración personal se habla con Dios como en la conversación que se tiene con un amigo, sabiéndolo presente, siempre atento a lo que decimos, oyéndonos y contestando. Es en esta conversación íntima, como la que ahora intentamos mantener con Dios, donde abrimos nuestra alma al Señor, para adorar, dar gracias, pedirle ayuda, para profundizar en las enseñanzas divinas.

Nunca puede ser una plegaria anónima, impersonal, perdida entre los demás, porque Dios, que ha redimido a cada hombre, desea mantener un diálogo con cada uno de ellos: un diálogo de una persona concreta con su Padre Dios.

“Me has escrito: “orar es hablar con Dios. Pero ¿de qué? -¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias…¡flaquezas! : y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: ¡tratarse!”

III. Hemos de poner los medios para hacer nuestra oración con recogimiento, luchando con decisión contra las distracciones, mortificando la imaginación y la memoria. En el lugar más adecuado según nuestras circunstancias; siempre que sea posible, ante el Señor en el Sagrario. Nuestro Ángel Custodio nos ayudará; lo importante es no querer estar distraídos y no estarlo voluntariamente.

Acudamos a la Virgen que pasó largas horas mirando a Jesús, hablando con Él, tratándole con sencillez y veneración. Ella nos enseñará a hablar con Jesús.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )
Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Perdí y gané

Perdí un juguete que me acompañó en mi infancia, pero gané el recuerdo del amor de quien me hizo ese regalo.

Perdí mis privilegios y fantasías de niño, pero gané la oportunidad de crecer y vivir libremente.

Perdí a mucha gente que quise y que amo todavía, pero gané el cariño y ejemplo de sus vidas.

Perdí momentos únicos en la vida porque lloraba en vez de sonreír, pero descubrí que es sembrando amor, como se cosecha amor.

Yo perdí muchas veces y muchas cosas en mi vida, pero junto a ese «PERDER» hoy intento el valor de «GANAR».

Porque siempre es posible luchar por lo que amamos y porque siempre hay tiempo para empezar de nuevo.

No importa en que momento te cansaste, lo que importa es que siempre es importante y necesario recomenzar, recomenzar es darse una nueva oportunidad, es renovar las esperanzas en la vida y lo más importante: Creer en ti mismo.

¿Sufriste mucho en este período? -Fue aprendizaje.

¿Lloraste mucho? – Fue limpieza del alma.

¿Sentiste rencor? – Fue para aprender a perdonar.

¿Estuviste solitario en algún momento? – Fue porque cerraste la puerta.

¿Te sientes solo? – Mira alrededor y encontrarás mucha gente esperando tu sonrisa para acercarse más a ti.

Hoy es un excelente día para comenzar un nuevo proyecto de vida.

Mira alto, sueña alto, anhela lo mejor de lo mejor, anhela todo lo bueno, porque la vida nos trae lo que anhelamos.

Si pensamos pequeño, lo pequeño nos vendrá.

Si pensamos firmemente en lo mejor, en positivo, lograrás alcanzar algo grande, pero lucha severamente.

Arroja lo malo a la basura, limpia tu corazón, alístate para una nueva vida, para algo mejor.

Confía en la vida. Confía en ti.

Pero principalmente… ¡Confía en DIOS!

Envió: Hilda M. Tena Casillas (México) ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Id al mundo entero

I. La Resurrección del Señor es una llamada al apostolado hasta el fin de los tiempos. Cada una de las apariciones de Jesús Resucitado concluye con un mandato apostólico. Desde entonces, los Apóstoles comienzan a dar testimonio de lo que han visto y oído, y a predicar en el nombre de Jesús la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén (Lucas 24, 44-47).

En los Apóstoles está representada toda la Iglesia. En ellos, todos los cristianos de todos los tiempos recibimos el gozoso mandato de comunicar a quienes encontramos en nuestro caminar que Cristo vive, que en Él ha sido vencido el pecado y la muerte, que nos llama a compartir una vida divina, que todos nuestros males tienen solución. El mismo Cristo nos ha dado este derecho y este deber. Nosotros no podemos callar porque es mucha la ignorancia a nuestro alrededor, es mucho el error, son incontables los que andan por la vida perdidos y desconcertados porque no conocen a Cristo.

II. En cuanto los Apóstoles comenzaron a enseñar la verdad sobre Cristo, empezaron también los obstáculos, y más tarde la persecución y el martirio. También nosotros debemos contar con las incomprensiones, señal cierta de predilección divina y de que seguimos los pasos del Señor, pues no es menos el discípulo que el Maestro (Mateo 10, 24). Las recibiremos con alegría y las acogeremos como ocasiones para actualizar la fe, la esperanza y el amor. En muchas ocasiones iremos contra corriente en un mundo que parece alejarse cada vez más de Dios que tiene como fin único el bienestar material, por lo que el campo apostólico es un terreno duro. Nosotros habremos de prepararlo en primer lugar con la oración, la mortificación y las obras de misericordia, que atraen siempre el favor divino; con la amistad, la comprensión, la ejemplaridad

III. Como hicieron los primeros cristianos, “lo verdaderamente importante es tratar a las almas una a una para acercarlas a Dios” (A. DEL PORTILLO, Carta pastoral). Por esto, nosotros mismos debemos estar muy cerca del Señor, unidos a Él como el sarmiento a la vid (Juan 15, 5). Sin santidad personal no es posible el apostolado, la levadura viva se convierte en masa inerte. Si los obstáculos son grandes, también es más abundante la gracia divina: será Él quien los remueva, sirviéndose de cada uno de nosotros como de palanca.

Santa María, Reina de los Apóstoles, nos encenderá en la fe, en la esperanza y en el amor de su Hijo para que colaboremos eficazmente a recristianizar el mundo de hoy, tal como el Papa nos lo pide.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )
Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

El fariseo y el publicano

I. El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada tan difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.

“A mí mismo, con la admiración que me debo”. –Esto escribió un autor en la primera página de un libro. Y lo mismo podrían estampar muchos otros pobrecitos, en la última hoja de su vida. ¡Qué pena, si tú y yo vivimos o terminamos así! –Vamos a hacer un examen serio. Pedimos al Señor que no nos deje caer en ese estado, e imploramos cada día la virtud de la humildad.

II. El Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres (Mateo 23, 5). Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en cada momento. La soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos de la vida: nos hace susceptibles e impacientes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, luces, dificultades y sufrimientos. Inclina a compararse y creerse mejor que los demás y a negarles las buenas cualidades. Hace que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, o no nos obsequian como esperábamos. Nosotros, con la gracia de Dios, hemos de alejarnos de la oración del fariseo que se complacía en sí mismo, y repetir la oración del publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador.

III. Nuestra oración debe ser como la del publicano (Lucas 18, 9-14): humilde, atenta, confiada, Procurando que no sea un monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer. La humildad es el fundamento de toda nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera piedra de este edificio que es nuestra vida interior.

La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor garantía para ir adelante en esta virtud. Cuando contemplamos su humilde ejemplo, podemos acabar nuestra oración con esta petición: “Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER. Es Cristo que pasa).

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )
Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Alegría, ¿donde estás?

Si se observa cualquier reunión humana, es muy típico detectar que siempre hay una personalidad más relevante que las demás, alrededor de la cuál se centra la atención. La atención la suele acaparar no el más sabio, ni el más inteligente, sino la personalidad que más alegría irradia. El rostro sinceramente alegre parece que produce un efecto imán en los jóvenes y en los niños. ¿Por qué?

La alegría genuina se caracteriza por tres rasgos: proviene del interior, ilumina, y es sencilla. En el interior del ser humano es donde se enfrenta la vida y se eligen las actitudes. Una vida llena de sentido es la que contesta cada mañana a la pregunta ¿Vale la pena el día de hoy?, con un SI entusiasta, porque responde pensando en alguien. El sentido de la vida se descubre cuando se ve el rostro feliz de aquel a quien se ama. Por ello la alegría proviene del interior, de la decisión personal de donarse a alguien. Y todos los que alguna vez han hecho la prueba, tienen que aceptar que el resultado es positivo. Hay mas alegría en dar que en recibir.

Hace seis años tuve la ocasión de conocer a una adolescente de 14 años a quien detectaron leucemia. En una carta que me escribía desde Estados Unidos donde fue internada, decía: El hospital es un lugar muy bonito, todas las paredes son blancas. Todo está muy limpio y es moderno. La habitación es preciosa, llena de luz y desde la cama veo las nubes. Las enfermeras son todas buenas y amables conmigo. He tenido mucha suerte con los médicos porque me la paso muy bien con ellos. En la planta donde estoy hay muchos niños, y a veces podemos hablar, y es muy entretenido.

El resto del tono de la carta era semejante, pero… ¿desde cuando un hospital es un lugar muy bonito? ¿Cómo es posible que le hiciera ilusión solamente ver pasar las nubes? ¿Por qué todo el mundo era maravilloso para ella? Volví a leer, unos años mas tarde, aquellas líneas, cuando Alejandra, que así se llamaba, ya había fallecido, y aprendí entonces que quien era maravillosa era ella, porque aunque murió pronto, aprendí la lección fundamental de la vida: vivió hacia fuera, olvidada de sí, e irradió por donde pasara la alegría que la envolvía. La tristeza, el negativismo y el egoísmo crean ambientes oscuros. La alegría agranda el espacio e invita a aventurarse en la esperanza. La alegría como la luz, no hace ruido, pero en su silencio transforma la realidad.

Por último, la alegría viene siempre de la mano de la sencillez. Nada de montajes artificiales, de simular posturas para aparecer mas de lo que uno es, ni de complicar las situaciones con novedades excéntricas. El espíritu alegre lo es porque se conoce tal cual es, se acepta y no se compara con los demás. Su felicidad no proviene del tener mas o menos, sino de una decisión de querer ser, y valorarse a sí mismo por las decisiones que puede tomar, como la de amar mas y amar mejor. Quien vive desde la perspectiva del amor descubre que la vida es muy sencilla.

El anhelo por alcanzar la alegría sigue escrito en el corazón del hombre con signos indelebles, pero se nos invita a buscarla donde el corazón no la puede encontrar: en el ambiente exterior, en la acumulación de objetos materiales, en licores, en placeres de un momento.

La alegría es posible, y está al alcance de todos, pero recordemos, la Alegría genuina viene del interior, ilumina serenamente y se acompaña de la sencillez.

Envió: Nieves García ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Sufrimiento

En el Evangelio es posible encontrar la respuesta satisfactoria a todos los interrogantes que agobian al hombre.

Una vez Jesús, hablando a una gran muchedumbre, les dijo : “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y vuestras almas hallarán descanso.” Estas palabras iban dirigidas a todos nosotros, pero adquieren un significado particular para los enfermos y ancianos, para todo aquel que se sienta “agobiado”.

También aquí, en esta casa y en este país, habrá personas que se pregunten: ¿ Por qué ? ¿ Por qué yo ? ¿ Por qué ahora precisamente ? ¿ Por qué mi mujer, mi padre, mi hermano, mi amigo ? Todas estas preguntas son muy comprensibles. Pero yo quisiera plantearos hoy otra pregunta que puede conducir más lejos. Es una pregunta que arranca la espina mortal de todo aquello que se puede ocultar tras el sufrimiento y la enfermedad como un elemento absurdamente destructor o contrario a la misma vida. Se trata de la pregunta no sólo sobre el “ por qué ”, sino el “ para qué ”.Al “ por qué ” no nos puede responder nadie sobre la tierra. Por el contrario, la pregunta para qué me ha sido impuesto este sufrimiento puede abrirnos nuevos horizontes.

Dios Padre escucha y atiende nuestros porqués como escuchó el lamento de Job, como acogió el grito de dolor y el “ por qué ” de Jesús en la cruz con su abandono confiado. Su respuesta no es la que podríamos esperar; tampoco es la explicación que los hombres han dado frecuentemente del sufrimiento cuando veían en él un castigo de sus faltas o, cuando de no rebelarse, sólo podían resignarse al fatalismo. Ante este misterio del sufrimiento las palabras de Isaías resultan sumamente elocuentes : “ Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos, oráculo del Señor. Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros; mis planes, que vuestros planes.” Ciertamente se pueden aplicar estas palabras al camino del sufrimiento.

Un sufrimiento soportado con paciencia se convierte en cierto modo en oración y en fuente fecunda de gracia. Por ello quiero pediros a todos vosotros : convertid vuestras habitaciones en capillas, contemplad la imagen del Crucificado y pedid por nosotros, ofreced sacrificios por nosotros.

No habéis sufrido, o sufrís, en vano : el dolor os madura en el espíritu, os purifica en el corazón, os da un sentido real del mundo y de la vida, os enriquece de bondad, de paciencia, y – oyendo resonar en vuestro espíritu la promesa del Señor : “ Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados ” – os da la sensación de una paz profunda, de una alegría perfecta, de una esperanza gozosa.

Sabed dar un valor cristiano a vuestro sufrimiento, sabed santificar vuestro dolor con confianza constante y generosa en Él, que consuela y da fuerza. Sabed que no estáis solos, ni separados, ni abandonados en vuestro vía crucis.

Aceptad vuestro sufrimiento como si fuera su abrazo, y transformadlo en bendición; aceptadlo, junto con Él, de las manos del Padre, que precisamente de ese modo opera vuestra perfección, con una sabiduría y un amor insondables pero indudables.

El sufrimiento es en cierto modo el destino del hombre, que nace sufriendo, pasa su vida en aflicciones y llega a su fin, a la eternidad, a través de la muerte, que es una gran purificación por la que todos hemos de pasar. De ahí la importancia de descubrir el sentido cristiano del sufrimiento humano.

Bien sé que, bajo el peso de la enfermedad, todos sentimos la tentación del abatimiento. No es raro preguntarnos con tristeza : ¿ Por qué esta enfermedad ? ¿ Qué mal he hecho yo para recibirla ? Una mirada a Jesucristo en su vida terrena y una mirada de fe, a la luz de Jesucristo sobre nuestra propia situación, cambia nuestra manera de pensar. Cristo, Hijo de Dios, inocente, conoció en la propia carne el sufrimiento. La pasión, la cruz, la muerte en la cruz le probaron duramente; como había anunciado el profeta Isaías, “ quedó desfigurado, sin apariencia humana ”. No ocultó ni escondió su sufrimiento; por el contrario, cuando era más atroz, pidió al Padre que le apartase el cáliz. Pero una palabra revelaba el fondo de su corazón : “ ¡No se haga mi voluntad, sino la tuya! ”. El Evangelio y todo el Nuevo Testamento nos dicen que la cruz, así acogida y vivida, se hizo redentora.

Dejad que vuestro dolor, soportado por amor a Cristo, desarrolle en vosotros un corazón compasivo y misericordioso.

No dudéis jamás de que la aceptación gustosa de vuestro sufrimiento en unión con Cristo es de gran valor para la Iglesia. Si se realizó la salvación del mundo por el sufrimiento y muerte de Jesús, entonces sabemos cuán grande es de colaboración, en la misión de la Iglesia, que prestan los enfermos y ancianos, las personas confinadas en las camas de los hospitales, los inválidos en sillas de ruedas y todos los que participan plenamente en la cruz de nuestro Señor salvador.

Ahora sabéis mejor lo que es realmente la vida y ese conocimiento y esa sabiduría de la vida, acrisolada y madurada en vuestro dolor, podéis transmitírnosla a nosotros mediante todo lo que vivís actualmente y el modo en que lo soportáis. El Papa os da las gracias por esta “predicación” que vosotros nos hacéis mediante el dolor que soportáis paciente mente. Esa predicación no la puede sustituir púlpito alguno, ninguna escuela, ninguna lección.

Con vuestro dolor podéis afianzar a las almas vacilantes, volver a llamar al camino recto a las descarriadas, devolver serenidad y confianza a las dudosas y angustiadas. Vuestros sufrimientos, si son aceptados y ofrecidos generosamente en unión de los Crucificados, pueden dar una aportación de primer orden en la lucha por la victoria del bien sobre las fuerzas del mal, que de tantos modos acechan a la humanidad contemporánea.

Dios os ama. Vuestra enfermedad no se opone a su designio de amor. y vosotros no tenéis absolutamente culpa alguna en ella. No la consideréis como una fatalidad. Miradla solamente como una prueba. El Cristo a quien nosotros adoramos, sufrió también Él una prueba, la de la cruz, una prueba que le desfiguró, sin culpa alguna por su parte. Se puso en manos de Dios, su Padre. Y también se dirigió a Él para pedirle que le librara de la prueba. Pero la aceptó e hizo de ella una ofrenda. Y su sufrimiento se convirtió, para innumerables hombres, para vosotros, para mí, en causa de salvación, de perdón, de gracia, de vida. Es un gran misterio que esa solidaridad en el sufrimiento sea el centro de nuestra religión.

Con Él podéis lograr que vuestra enfermedad y vuestro sufrimiento sean más humanos e incluso más alegres y libres. Muchos aprendieron de Él y se han convertido así en fuente de consuelo para otros. Id, pues, también vosotros a la escuela de su sufrimiento redentor y repetid con frecuencia la oración que dirigía siempre a Cristo santa Catalina de Siena en medio de sus múltiples sufrimientos : “Señor, dime la verdad sobre tu cruz; yo quiero escucharte.”
En las profundidades de vuestra propia vida interior podéis morir y resucitar cada día con Cristo. Y en este sentido podéis producir una cosecha de gracia y de bondad, no sólo para vosotros mismos y para los que os rodean, sino también para la Iglesia y para el mundo. Cada vez que superáis las tentaciones de desánimo, cada vez que manifestáis un espíritu alegre, generoso y paciente, dáis testimonio de ese reino – que aún no se ha realizado – en el que seremos curados de toda enfermedad y liberados de toda aflicción.

La enfermedad es realmente una cruz, a veces muy pesada, prueba que Dios permite en la vida de una persona, dentro del misterio insondable de un designio que escapa a nuestra capacidad de comprensión. Pero no debe ser mirada como una ciega fatalidad. Ni es forzosamente y en sí misma un castigo. No es algo que aniquila sin dejar nada de positivo. Por el contrario, aún cuando pesa sobre el cuerpo, la cruz de la enfermedad cargada en comunión con la de Cristo, se vuelve también fuente de salvación, de vida o de resurrección para el propio enfermo y para los demás.

Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice : “Sígueme”, “Ven”, toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvador del sufrimiento. El hombre no descubre este sentido en lo humano, sino en el sufrimiento de Cristo. Pero al mismo tiempo, de Cristo aquel sentido salvador del sufrimiento desciende a lo humano y se hace, en cierto modo, su respuesta personal. Entonces el hombre encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual.

Es indispensable avanzar por el camino de la aceptación. Sí, aceptar que así sea, no por resignación más o menos ciega, sino porque la fe nos asegura que el Señor puede y quiere sacar bien del mal. Cuántos de los aquí presentes podrían testimoniar que la prueba, aceptada con fe, ha hecho renacer en ellos la serenidad, la esperanza…Porque el Señor quiere sacar bien del mal, os invita a ser todo lo activos que podáis, no obstante la enfermedad; y si sois minusválidos, os invita a responsabilizaros de vosotros mismos con la fuerza y talentos de que dispongáis a pesar de vuestra situación.

Cristo ha venido como samaritano bueno y compasivo que se inclina amorosamente sobre las llagas del hombre. Es el Médico que ha dado una nueva dignidad y la garantía de una vida perenne también al cuerpo humano, para una existencia sin más lágrimas y sufrimientos.

El cuerpo y espíritu llenos de dolor gritan : ¿ Por qué ? ¿ Cuál es la finalidad de este sufrimiento ? ¿ Por qué tengo que morir ? Y la respuesta que llega, frecuentemente sin palabras pero demostrada en formas de gentileza y compasión, está llena de honestidad y de fe : “ No puedo responder plenamente a todas vuestras preguntas; no puedo quitaros todo vuestro dolor. Pero de esto estoy seguro : Dios os ama con un amor sempiterno. Vosotros sois preciosos a su vista. En Él os amo yo también. Puesto que en Dios somos verdaderamente hermanos y hermanas.”

Extraído de Orar – su pensamiento espiritual del Papa Juan Pablo II Editorial Planeta ( 1998 )

La Oración

Orar no significa sólo que podemos decir a Dios todo lo que nos agobia.

Orar significa también callar y escuchar lo que Dios nos quiere decir.

La oración puede cambiar vuestra vida. Ya que aparta vuestra atención de vosotros mismos y dirige vuestra mente y vuestro corazón hacia el Señor.

Si tenemos nuestros ojos fijos en el Señor, entonces nuestro corazón se llenará de esperanza, nuestra mente se iluminará por la luz de la verdad, y llegaremos a conocer la plenitud del evangelio con todas sus promesas y su vida.

¿Qué es la oración? Comúnmente se considera una conversación. En una conversación hay siempre un “yo” y un “tú”. En este caso un Tú con mayúscula. La experiencia de la oración enseña que si inicialmente el “yo” parece el elemento más importante, unos se da cuenta luego de que en realidad las cosas son de otro modo. Más importante es el Tú, porque nuestra oración parte de la iniciativa de Dios.

La oración debe abrazar todo lo que forma parte de nuestra vida. No puede ser algo suplementario o marginal. Todo debe encontrar en ella su propia voz. También todo lo que nos oprime; de lo que nos avergonzamos; lo que por su naturaleza nos separa de Dios. Precisamente esto, sobre todo.

La oración es la que siempre, primera y esencialmente, derriba la barrera que el pecado y el mal pueden haber levantado entre nosotros y Dios.

Debemos orar también porque somos frágiles y culpables. Es preciso reconocer humilde y realistamente que somos pobres criaturas, con ideas confusas, tentadas por el mal, frágiles y débiles, con necesidad continua de fuerza interior y de consuelo.

La oración es el reconocimiento de nuestros límites y de nuestra dependencia: venimos de Dios, somos de Dios y retornamos a Dios. Por lo tanto, no podemos menos de abandonarnos en Él, nuestro Creador y Señor, con plena y total confianza.

Si tratáis a Cristo, oiréis también vosotros en lo más íntimo del alma los requerimientos del Señor, sus insinuaciones continuas.
En la oración, pues, el verdadero protagonista es Dios.

El protagonista es Cristo, que constantemente libera la criatura de la esclavitud de la corrupción y la conduce hacia la libertad, para gloria de los hijos de Dios.
Protagonista es el Espíritu Santo, que “viene en ayuda de nuestra debilidad”.

Procurad hacer un poco de silencio también vosotros en vuestra vida para poder pensar, reflexionar y orar con mayor fervor y hacer propósitos con mayor decisión. Hoy resulta difícil crearse “zonas de desierto y silencio” porque estamos continuamente envueltos en el engranaje de las ocupaciones, en el fragor de los acontecimientos y en el reclamo de los medios de comunicación, de modo que la paz interior corre peligro y encuentran obstáculos los pensamientos elevados que deben cualificar la existencia del hombre.

Dios nos oye y nos responde siempre, pero desde la perspectiva de un amor más grande y de un conocimiento más profundo que el nuestro.

Cuando parece que Él no satisface nuestros deseos concediéndonos lo que pedimos, por noble y generosa que nuestra petición nos parezca, en realidad Dios está purificando nuestros deseos en razón de un bien mayor que con frecuencia sobrepasa nuestra comprensión en esta vida. El desafío es “abrir nuestro corazón” alabando su nombre, buscando su reino, aceptando su voluntad.

Cuando recéis debéis ser conscientes de que la oración no significa sólo pedir algo a Dios o buscar una ayuda particular, aunque ciertamente la oración de petición sea un modo auténtico de oración. La oración, sin embargo, debe caracterizarse también por la adoración y la escucha atenta, pidiendo perdón a Dios e implorando la remisión de los pecados.

La oración debe ir antes que todo: quien no lo entienda así, quien no lo practique, no puede excusarse de la falta de tiempo: lo que le falta es amor.

No pocas veces acaso podemos sentir la tentación de pensar que Dios no nos oye o que no nos responde. Pero, como sabiamente nos recuerda San Agustín, Dios conoce nuestros deseos incluso antes de que se los manifestemos. Él afirma que la oración es para nuestro provecho, pues al orar “ponemos por obra” nuestros deseos, de tal manera que podemos obtener lo que ya Dios está dispuesto a concedernos. Es para nosotros una oportunidad para “abrir nuestro corazón”.

Para orar hay que procurar en nosotros un profundo silencio interior. La oración es verdadera si no nos buscamos a nosotros mismos en la oración, sino sólo al Señor. Hay que identificarse con la voluntad de Dios, teniendo el espíritu despojado, dispuesto a una total entrega a Dios. Entonces nos daremos cuenta de que toda nuestra oración converge, por su propia naturaleza, hacia la oración que Jesús nos enseñó y que se convierte en su única plegaria en Getsemaní: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”.

La oración puede definirse de muchas maneras. Pero lo más frecuente es llamarla un coloquio, una conversación, un entretenerse con Dios. Al conversar con alguien, no solamente hablamos sino que además escuchamos. La oración, por tanto, es también una escucha. Consiste en ponerse a escuchar la voz interior de la gracia. A escuchar la llamada.

Orando en medio de las dificultades de la vida, oyó estas palabras del Señor: “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”. La oración es la primera y fundamental condición de la colaboración con la gracia de Dios. Es menester orar para obtener la gracia de Dios y se necesita orar para poder cooperar con la gracia de Dios.

El hombre no puede vivir sin orar, lo mismo que no puede vivir sin respirar.

A través de la oración, Dios se revela en primer lugar como Misericordia, es decir, como Amor que va al encuentro del hombre que sufre. Amor que sostiene, que levanta, que invita a la confianza.

La intervención humanitaria más poderosa sigue siendo siempre la oración, pues constituye un enorme poder espiritual, sobre todo cuando va acompañada por el sacrificio y el sufrimiento.

La oración es también un arma para los débiles y para cuantos sufren alguna injusticia. Es el arma de la lucha espiritual que la Iglesia libra en el mundo, pues no dispone de otras armas.

Extraído de Orar – su pensamiento espiritual del Papa Juan Pablo II Editorial Planeta ( 1998 )

La Pascua y el año de la vida

Este año la Pascua nos encuentra celebrando, junto a todo el Pueblo de Dios, el don y regalo de la vida.

Para muchos, la resurrección de Jesús se reduce a un hecho del pasado. Algo que sucedió hace poco más de 2.000 años. Algo lejano.

¿Cuál puede ser hoy nuestra experiencia pascual?
¿Dónde y cómo vivir el encuentro con el Resucitado?
¿Cómo y cuándo puede hacerse presente para nosotros la fuerza y la vida que brotan de la Resurrección de Jesús?

Para los primeros discípulos la experiencia fundamental es: Jesús vive y está de nuevo con ellos. Todo lo demás pasa a segundo plano. Lo importante es que recuperan de nuevo a Jesús como Alguien que vive y viene a su encuentro. Todos vuelven a encontrarse con Él como “una nueva posibilidad de vida”. El Resucitado les ofrece la posibilidad de iniciar un nuevo modo de existencia. Es Jesús mismo quien se les impone lleno de vida, obligándolos a salir de su desconcierto e incredulidad. La experiencia pascual es regalo, don. Es “auto-donación” del Resucitado, que se les manifiesta y regala por encima de sus expectativas y creencias. Lo decisivo es la experiencia de encuentro con la persona de Jesús.

Por eso, para nosotros, lo decisivo, también es dejarnos alcanzar por la persona de Cristo. Encontrarnos, no con algo, sino con Alguien. Lo importante es la apertura, la disponibilidad, la acogida de Alguien que vive en el interior mismo de nuestra vida.

Una de nuestras tareas es, sin duda, ir pasando de un Jesús concebido como un personaje del pasado a un Jesús vivo y actual, presente en nuestras vidas. Lo más importante no es creer que Jesús, hace más de 2.000 años curó ciegos, limpió leprosos, hizo caminar a paralíticos y resucitó muertos sino experimentar que hoy puede curar nuestra visión de la vida, limpiar nuestra existencia, hacernos más humanos, resucitar lo que está muerto en nosotros.

Vivimos hoy en una cultura que cree, sobre todo, en el esfuerzo, en el rendimiento y la productividad. Muchas veces estructuramos nuestra vida cristiana y nuestro trabajo pastoral desde estos mismos criterios de eficacia y organización, sin dar cabida a lo gratuito e inesperado, lo que no es producto de nuestro propio trabajo. Para vivir la experiencia pascual de encuentro con Jesús resucitado hemos de dejar más espacio a la gracia y a lo gratuito. Experimentarnos y aceptarnos a nosotros mismos como gracia de Dios. En esa experiencia de gratuidad se abre para nosotros la posibilidad de encontrarnos con el Resucitado que sostiene nuestras vidas.

Las experiencias personales de cada uno pueden ser múltiples, pero uno de los lugares privilegiados de la experiencia pascual para todos ha de ser la Eucaristía. En la celebración eucarística no celebramos nuestros esfuerzos, trabajos y méritos, sino la salvación que se nos ofrece en Jesús muerto y resucitado, en el muerto que vuelve a la Vida. Cuando las comunidades cristianas seguimos celebrando rutinariamente eucaristías vacías de vida, de fraternidad, de exigencias de solidaridad y mayor justicia, estamos no escuchando el llamado de Dios que nos urge a buscar, por encima de todo, el reinado de su Vida entre los hombres.

La Eucaristía es “memorial” de Cristo crucificado. Este aspecto es esencial para impedir todo riesgo de reducir la cena del Señor a meras comidas fraternales. “Hagan esto en memoria mía”. Lo que recordamos no es simplemente el rito de la cena, sino que celebramos el acontecimiento salvador que se recoge y expresa en esa cena y que es el compromiso profundo y la entrega de Jesús hasta la muerte. Lo que Jesús hace en la cena del jueves santo es reafirmarse en su obediencia filial al Padre y en solidaridad total con la vida de todo hombre, especialmente los más pobres y necesitados.

El encuentro con Cristo resucitado es un acontecimiento que transforma. Una experiencia de conversión y cambio profundo en la existencia de la persona. Los relatos pascuales nos indican que el Resucitado se les ofrece, a los discípulos, como “nueva posibilidad de vida”. La presencia del Resucitado los renueva y recrea. Jesús les ofrece de nuevo su amistad, y su vida entera queda transformada.

No hay experiencia pascual sin conversión. El encuentro con Jesús resucitado acontece precisamente en ese abrirnos a una nueva posibilidad de vida. Cuando preferimos seguir viviendo cerrados a toda nueva llamada, sin despertar en nosotros nuevas responsabilidades, indiferentes a todo lo que pueda interpelar nuestra vida, empeñados en asegurar nuestra “pobre felicidad” por los caminos egoístas de siempre, ahí no hay espacio para la experiencia pascual.

Esta conversión pascual no se trata de “hacernos buenas personas” sino de volvernos a Aquel que es bueno con nosotros. Es una especie de “segunda llamada”. Los roces de la vida y nuestra propia mediocridad nos van desgastando día a día. Aquel ideal que veíamos con tanta claridad puede haberse oscurecido. Tal vez seguimos caminando, pero la vida se nos hace cada vez más dura y pesada.

Es precisamente en ese momento cuando hemos de vivir la experiencia pascual de “la segunda llamada”, que puede devolver el sentido y el gozo a nuestra vida. Dios comienza siempre de nuevo. Cristo nos puede “resucitar”.

Los anteojos de Dios

Un empresario que acababa de fallecer y camino al cielo esperaba encontrarse con el Padre Eterno, no iba nada tranquilo porque en su vida había realizado muy pocas cosas buenas. Mientras llegaba al cielo iba buscando en su conciencia ansiosamente aquellos recuerdos de cosas valiosas que hizo en su vida, pero pesaban mucho sus años de explotador y usurero.

Había encontrado en sus bolsillos alguna carta de personas a las que había tratado de ayudar para presentarlas a Dios, como créditos de sus pocas buenas obras. Llegó por fin a la entrada principal, muy preocupado, no lo podía disimular. Se acercó despacio y le extrañó mucho ver que allí no había cola para entrar ni había nadie en las salas de espera.

Pensó: «O aquí viene muy pocos clientes o les hacen entrar enseguida…». Avanzó más adentro y su desconcierto todavía fue mayor al ver que todas las puertas estaban abiertas y no había nadie para vigilarlas. Golpeó la puerta con el puño. Nadie contestó. Dio una palmada y nadie salió a su encuentro.

Miró hacia dentro y quedó maravillado de lo hermosa que era aquella mansión, pero allí no se veían ni ángeles ni santos ni doncellas vestidas de luz. Se animó un poco más y avanzó hasta llegar a una puerta acristalada. Y nada. Se encontró perfectamente en el mismo centro del paraíso sin que nadie se lo impidiera. «¡Aquí todos deben ser gente honrada! ¡Mira que dejar la puerta abierta y sin nadie que vigile…!».Poco a poco fue perdiendo el miedo y fascinado por lo que veía se fue adentrando en los patios de la gloria. Aquello era precioso. Como para pasarse una eternidad mirando el mismo lugar.

De pronto, se encontró entre algo que tenía que ser el despacho de alguien muy importante. Sin duda era la oficina de Dios. Por supuesto que también estaba la puerta de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar; pero en el cielo todo termina por inspirar confianza. Así que penetró en la sala y se acercó al escritorio, una mesa espléndida. Sobre ella hacía unos anteojos, que él comprendió debían ser los anteojos de Dios.

Nuestro amigo no pudo resistir la tentación de echar una miradita hacia la tierra con aquellos anteojos. Fue ponérselo y caer en éxtasis. «¡Qué maravilla! Si desde aquí, con estas gafas veo toda la tierra..!». Con aquellos anteojos se lograba ver toda la realidad profunda de las cosas sin la menos dificultad, las intenciones de las personas, las tentaciones de los hombres y de las mujeres.

Todo estaba patente ante sus ojos. Entonces se le ocurrió una idea. Trataría de buscar desde allá arriba a su socio, que sin duda estaría en la empresa donde ambos trabajaban; una especie de financiera, desde donde ejercían la usura y hasta el robo, en muchas ocasiones. No le resultó difícil localizarlo, pero le sorprendió en un mal momento. En ese preciso instante, su colega, estaba estafando a una pobre anciana que había ido a colocar sus ahorros en aquella empresa, en un fondo de pensiones que no era sino una «mentira». A nuestro amigo, al ver la cochinada que su socio estaba haciendo le subió al corazón un profundo deseo de justicia.

En la tierra nunca había experimentado tal sentimiento. Pero, claro, ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente ese deseo de justicia que, sin pensar en otra cosa, buscó a tientas algo debajo de la mesa par lanzárselo a su amigo (el banquillo donde Dios apoyaba los pies), con tan buena puntería que el banquillo fue a parar a la cabeza de su socio, dejándole tumbado allí mismo. En ese momento nuestro hombre oyó tras de sí unos pasos. Sin duda era Dios.

Se volvió y en efecto, se encontró cara a cara con el Padre Eterno.
– «¿Qué haces aquí hijo?», «Pues..pu..pu..la Puerta estaba abierta y entré»
– «Bien, bien, bien, pero sin duda podrás explicarme dónde está el banquillo en que apoyo mis pies cuando estoy sentado en mi mesa de trabajo»
– Reconfortado por la mirada y el tono de voz de Dios fue recuperando la serenidad.
– «Bueno, pues, yo he entrado en este despacho hace un momento, he visto los anteojos sobre la mesa y he caído en la curiosidad de ponérmelos y he echado una miradita al mundo».
– «Sí, sí, todo está muy bien; estás siendo muy sincero conmigo pero yo quisiera saber qué has hecho de mi banquillo».
– «Mira, Señor, al ponerme tus anteojos he visto todo con gran claridad y he visto a mi socio. ¿Sabes, Señor?, estaba engañando a una pobre anciana, haciendo un negocio que era un engaño y me he dejado llevar de la indignación; y claro lo primero que he encontrado y a mano ha sido un banquillo y se lo he tirado a la cabeza. Lo he dejado KO, Señor. Es que no hay derecho. Era una injusticia.
– «Imagínate que yo, cada vez que veo una injusticia en la tierra comienzo a lanzar banquillos a la cabeza de los hombres; no sé los que quedaría ahora.»
– «Perdóname, Señor, he sido muy impulsivo, lo sé…»
– «Sí, claro. Estuvo bien que te pusieses mis anteojos, hijo, pero para mirar la tierra y a los hombres te olvidaste de una cosa, ponerte también mi corazón.
– “Vuelve ahora a la tierra y te doy otros cinco años para que practiques lo que esta tarde aquí has llegado a comprender…»
– Y nuestro amigo, en ese momento se despertó, mojado en sudor, observando que por la ventana entreabierta de su dormitorio entraba un espléndido sol.

Envió: Sara Banchón C. (Ecuador) ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Los frutos de la cruz

I. La Cruz es el símbolo y señal del cristiano porque en ella se consumó la Redención del mundo. El Señor empleó la expresión tomar la cruz en diversas ocasiones para indicar cuál había de ser la actitud de sus discípulos ante el dolor y la contradicción (Lucas 14, 27 y 9, 23). Nadie se escapa al dolor; parece como si éste derivara de la misma naturaleza del hombre. Sin embargo, la fe nos enseña que el sufrimiento penetró en el mundo por el pecado.

Dios había preservado al hombre del dolor por un acto de bondad infinita. El pecado de Adán, transmitido a sus descendientes, alteró los planes divinos, y con el pecado entraron en el mundo el dolor y la muerte. Pero el Señor asumió el sufrimiento humano a través de su Pasión y Muerte en la Cruz, y así convirtió los dolores y penas de esta vida en un bien inmenso.

Si nosotros aceptamos con amor el dolor que el Señor permite para nuestra santificación personal y la de toda su Iglesia, el dolor tiene sentido y nos convertimos en sus verdaderos colaboradores en la obra de la salvación.

II. El árbol de la Cruz está lleno de frutos: nos ayuda a estar más desprendidos de los bienes de la tierra, de la salud…

Las tribulaciones son una gran oportunidad de expiar nuestras faltas y pecados de la vida pasada, y nos mueven a recurrir con más prontitud y constancia a la misericordia divina.

Las contrariedades, la enfermedad, el dolor… nos dan ocasión de practicar muchas virtudes (la fe, la fortaleza, la alegría, la humildad, la identificación con la voluntad divina), y nos dan la posibilidad de ganar muchos méritos. Existen épocas en la vida en las que se presenta abundantemente: no dejemos que pase sin que deje bienes copiosos en el alma.

III. Cuando nos veamos atribulados acudamos a Jesús, en quien encontraremos consuelo y ayuda. En el Corazón misericordioso de Jesús encontramos siempre la paz y el auxilio.

Junto al Señor, todo lo podemos; lejos de Él no resistiremos mucho. Con Él, nos sabremos comportar con alegría, incluso con buen humor, en medio de las dificultades, como hicieron los santos.

El Señor también nos ayudará a ver las pruebas con más objetividad, a no dar importancia a lo que no la tiene, y a no inventarnos penas por falta de humildad, o por exceso de imaginación.

Acudamos a Nuestra Señora para que Ella nos enseñe a sacar fruto de todas las penas que hayamos de padecer, o que estemos pasando en esos días.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )
Extraído de Meditar del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Sin esperar nada egoístamente

I. Nos dice el Señor en el Evangelio de San Lucas (6, 32): Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes los aman: Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué méritos tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo….

La caridad del cristiano va más lejos, pues incluye y sobrepasa el plano de lo natural, de lo meramente humano: da por amor al Señor, y sin esperar nada a cambio. No debemos hacer el bien esperando en esta vida una recompensa, ni un fruto inmediato.

La caridad no busca nada, la caridad no es ambiciosa (1 Corintios 13, 5). El Señor nos enseña a dar liberalmente, sin calcular retribución alguna. Ya la tendremos en abundancia.

II. Nada se pierde de lo que llevamos a cabo en beneficio de los demás. El dar ensancha el corazón y lo hace joven, y aumenta su capacidad de amar. El egoísmo empequeñece, limita el propio horizonte y lo hace pobre y corto. Por el contrario, cuanto más damos, más se enriquece el alma. A veces no veremos los frutos, no cosecharemos agradecimiento humano alguno; nos bastará saber que el mismo Cristo es el objeto de nuestra generosidad. Nada se pierde.
Por otra parte, la caridad no se desanima si no ve resultados inmediatos; sabe esperar, es paciente. San Pablo también alentaba a los primeros cristianos a vivir la generosidad con gozo, pues Dios ama al que da con alegría (2 Corintios 9, 7).

A nadie –mucho menos el Señor- pueden serle gratos un servicio o una limosna hechos de mala gana o con tristeza. En cambio, el Señor se entusiasma ante la entrega de quien da y se da por amor con alegría.

III. Es necesario poner al servicio de los demás los talentos que hemos recibido del Señor. El Evangelio de la Misa nos enseña que la mejor recompensa de la generosidad en la tierra es haber dado. Ahí termina todo. Nada debemos recordar luego a los demás; nada debe ser exigido. Queda todo mejor en la presencia de Dios y anotado en la historia personal de cada uno.

El dar no puede causar quebranto ni fatiga, sino íntimo gozo y notar que el corazón se hace más grande y que Dios está contento con lo que hemos hecho.
Nuestra Madre, que con su fiat entregó su ser y su vida al Señor, nos ayudará a no reservarnos nada, y a ser generosos en las mil pequeñas oportunidades que se nos presentan cada día.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre (año 2.005)

La filiación divina

I. A lo largo del Nuevo Testamento, la filiación divina ocupa un lugar central en la predicación de la buena nueva cristiana, como realidad bien expresiva del amor de Dios por los hombres: Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios y que lo seamos (1 Juan 3, 1).

El mismo Cristo nos mostró esta verdad enseñándonos a dirigirnos a Dios como al Padre, y nos señaló la santidad como imitación filial. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Estas palabras del Salmo II, que se refieren principalmente a Cristo, se dirigen también a cada uno de nosotros y definen nuestro día y la vida entera, si estamos decididos – con debilidades, con flaquezas – a seguir a Jesús, a procurar imitarle, a identificarnos con Él, en nuestras particulares circunstancias.

II. Cuando vivimos como buenos hijos de Dios, consideramos los acontecimientos – aún los pequeños sucesos de cada día – a la luz de la fe, y nos habituamos a pensar y actuar según el querer de Cristo. En primer lugar, trataremos de ver hermanos en las personas que nos rodean, los trataremos con aprecio y respeto y nos interesaremos en su santificación.

Si consideramos con frecuencia esta verdad – soy hijo de Dios -, nuestro día se llenará de paz, de serenidad y de alegría. Nos apoyaremos en nuestro Padre Dios en las dificultades, si alguna vez se hace todo cuesta arriba (J. LUCAS, Nosotros, hijos de Dios). Volveremos con más facilidad a la Casa paterna, como el hijo pródigo, cuando nos hayamos alejado con nuestras faltas y pecados. Nuestra oración será de veras la conversación de un hijo con su padre, que sabe que le entiende y que le escucha.

III. El hijo es también heredero, tiene como un cierto «derecho» a los bienes del padre; somos herederos de Dios, coherederos con Cristo (Romanos 8, 17). El anticipo de la herencia prometida lo recibimos ya en esta vida: es el gaudium cum pace, la alegría profunda de sabernos hijos de Dios, que no se apoya en los propios méritos, ni en la salud ni en el éxito, ni en la ausencia de dificultades, sino que nace de la unión con Dios, en saber que Él nos quiere, nos acoge y perdona siempre… y nos tiene preparado un Cielo junto a Él.

Perdemos esta alegría cuando nos olvidamos de nuestra filiación divina, y no vemos la Voluntad de Dios, sabia y amorosa siempre en nuestra vida. Además, el alma alegre es un apóstol porque atrae a los hombres hacia Dios. Pidamos a la Virgen la profunda alegría de sabernos hijos de Dios.

Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

El juego de la vida

Imagina la vida como un juego en el cual tú te encuentras haciendo malabares con 5 pelotas en el aire. Las nombras: trabajo, familia, salud, amigos y espíritu, y las mantienes todas en el aire. Tú entenderás que la pelota del trabajo es de hule, y si la dejas caer, regresará a ti, pero las otras 4 pelotas (familia, salud, amigos y espíritu) son de cristal; si dejas caer alguna de ellas, éstas serán irremediablemente marcadas, maltratadas, cuarteadas, dañadas o hasta rotas, y jamás volverá a ser lo mismo.

Debes entender esto y lograr un balance en tu vida, ¿cómo?

– No te menosprecies comparándote con otros, todos somos diferentes y cada uno tiene algo especial.

– No traces tus metas y objetivos basado en lo que resulta importante para la demás gente, sólo tú sabes qué es lo mejor para ti.

– No des por olvidadas las cosas que se encuentran cerca de tu corazón, aférrate a ellas como de la vida porque sin ellas la vida carece de significado.

– No dejes que tu vida se te resbale de los dedos viviendo en el pasado o para el futuro, vive tu vida un día a la vez y ¡vivirás todos los días de tu vida!

– No te des por vencido cuando aún tengas algo que dar, nada se da por terminado hasta el momento en que dejas de intentarlo.

– Que no te dé miedo admitir que eres menos que perfecto, pues ésta es la frágil línea que nos mantiene unidos a los demás.

– No tengas miedo a enfrentar los riesgos, es tomando estas oportunidades que aprendemos a ser valientes.

– No saques el amor de tu vida diciendo que es imposible de encontrar: la manera más rápida de recibir amor es darlo; la manera mas rápida de perderlo es apretarlo a nosotros demasiado, y la mejor manera de mantenerlo es darle alas.

– No pases por la vida tan rápido que no solamente olvides de dónde vienes, sino también a dónde vas.

– Nunca olvides que la necesidad emocional más grande de una persona es sentirse apreciada.

– No tengas miedo de aprender, el conocimiento es liviano, es un tesoro que siempre cargarás fácilmente.

– No uses el tiempo ni las palabras sin cuidado, ninguna de las dos es remediable.

– La vida no es una carrera, es una jornada para saborear cada paso del camino.

Envió: María Guadalupe Quezada ( año 2.011 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com