El fariseo y el publicano

I. El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada tan difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.

“A mí mismo, con la admiración que me debo”. –Esto escribió un autor en la primera página de un libro. Y lo mismo podrían estampar muchos otros pobrecitos, en la última hoja de su vida. ¡Qué pena, si tú y yo vivimos o terminamos así! –Vamos a hacer un examen serio. Pedimos al Señor que no nos deje caer en ese estado, e imploramos cada día la virtud de la humildad.

II. El Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres (Mateo 23, 5). Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en cada momento. La soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos de la vida: nos hace susceptibles e impacientes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, luces, dificultades y sufrimientos. Inclina a compararse y creerse mejor que los demás y a negarles las buenas cualidades. Hace que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, o no nos obsequian como esperábamos. Nosotros, con la gracia de Dios, hemos de alejarnos de la oración del fariseo que se complacía en sí mismo, y repetir la oración del publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador.

III. Nuestra oración debe ser como la del publicano (Lucas 18, 9-14): humilde, atenta, confiada, Procurando que no sea un monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer. La humildad es el fundamento de toda nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera piedra de este edificio que es nuestra vida interior.

La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor garantía para ir adelante en esta virtud. Cuando contemplamos su humilde ejemplo, podemos acabar nuestra oración con esta petición: “Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER. Es Cristo que pasa).

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )
Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Alegría, ¿donde estás?

Si se observa cualquier reunión humana, es muy típico detectar que siempre hay una personalidad más relevante que las demás, alrededor de la cuál se centra la atención. La atención la suele acaparar no el más sabio, ni el más inteligente, sino la personalidad que más alegría irradia. El rostro sinceramente alegre parece que produce un efecto imán en los jóvenes y en los niños. ¿Por qué?

La alegría genuina se caracteriza por tres rasgos: proviene del interior, ilumina, y es sencilla. En el interior del ser humano es donde se enfrenta la vida y se eligen las actitudes. Una vida llena de sentido es la que contesta cada mañana a la pregunta ¿Vale la pena el día de hoy?, con un SI entusiasta, porque responde pensando en alguien. El sentido de la vida se descubre cuando se ve el rostro feliz de aquel a quien se ama. Por ello la alegría proviene del interior, de la decisión personal de donarse a alguien. Y todos los que alguna vez han hecho la prueba, tienen que aceptar que el resultado es positivo. Hay mas alegría en dar que en recibir.

Hace seis años tuve la ocasión de conocer a una adolescente de 14 años a quien detectaron leucemia. En una carta que me escribía desde Estados Unidos donde fue internada, decía: El hospital es un lugar muy bonito, todas las paredes son blancas. Todo está muy limpio y es moderno. La habitación es preciosa, llena de luz y desde la cama veo las nubes. Las enfermeras son todas buenas y amables conmigo. He tenido mucha suerte con los médicos porque me la paso muy bien con ellos. En la planta donde estoy hay muchos niños, y a veces podemos hablar, y es muy entretenido.

El resto del tono de la carta era semejante, pero… ¿desde cuando un hospital es un lugar muy bonito? ¿Cómo es posible que le hiciera ilusión solamente ver pasar las nubes? ¿Por qué todo el mundo era maravilloso para ella? Volví a leer, unos años mas tarde, aquellas líneas, cuando Alejandra, que así se llamaba, ya había fallecido, y aprendí entonces que quien era maravillosa era ella, porque aunque murió pronto, aprendí la lección fundamental de la vida: vivió hacia fuera, olvidada de sí, e irradió por donde pasara la alegría que la envolvía. La tristeza, el negativismo y el egoísmo crean ambientes oscuros. La alegría agranda el espacio e invita a aventurarse en la esperanza. La alegría como la luz, no hace ruido, pero en su silencio transforma la realidad.

Por último, la alegría viene siempre de la mano de la sencillez. Nada de montajes artificiales, de simular posturas para aparecer mas de lo que uno es, ni de complicar las situaciones con novedades excéntricas. El espíritu alegre lo es porque se conoce tal cual es, se acepta y no se compara con los demás. Su felicidad no proviene del tener mas o menos, sino de una decisión de querer ser, y valorarse a sí mismo por las decisiones que puede tomar, como la de amar mas y amar mejor. Quien vive desde la perspectiva del amor descubre que la vida es muy sencilla.

El anhelo por alcanzar la alegría sigue escrito en el corazón del hombre con signos indelebles, pero se nos invita a buscarla donde el corazón no la puede encontrar: en el ambiente exterior, en la acumulación de objetos materiales, en licores, en placeres de un momento.

La alegría es posible, y está al alcance de todos, pero recordemos, la Alegría genuina viene del interior, ilumina serenamente y se acompaña de la sencillez.

Envió: Nieves García ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Los anteojos de Dios

Un empresario que acababa de fallecer y camino al cielo esperaba encontrarse con el Padre Eterno, no iba nada tranquilo porque en su vida había realizado muy pocas cosas buenas. Mientras llegaba al cielo iba buscando en su conciencia ansiosamente aquellos recuerdos de cosas valiosas que hizo en su vida, pero pesaban mucho sus años de explotador y usurero.

Había encontrado en sus bolsillos alguna carta de personas a las que había tratado de ayudar para presentarlas a Dios, como créditos de sus pocas buenas obras. Llegó por fin a la entrada principal, muy preocupado, no lo podía disimular. Se acercó despacio y le extrañó mucho ver que allí no había cola para entrar ni había nadie en las salas de espera.

Pensó: «O aquí viene muy pocos clientes o les hacen entrar enseguida…». Avanzó más adentro y su desconcierto todavía fue mayor al ver que todas las puertas estaban abiertas y no había nadie para vigilarlas. Golpeó la puerta con el puño. Nadie contestó. Dio una palmada y nadie salió a su encuentro.

Miró hacia dentro y quedó maravillado de lo hermosa que era aquella mansión, pero allí no se veían ni ángeles ni santos ni doncellas vestidas de luz. Se animó un poco más y avanzó hasta llegar a una puerta acristalada. Y nada. Se encontró perfectamente en el mismo centro del paraíso sin que nadie se lo impidiera. «¡Aquí todos deben ser gente honrada! ¡Mira que dejar la puerta abierta y sin nadie que vigile…!».Poco a poco fue perdiendo el miedo y fascinado por lo que veía se fue adentrando en los patios de la gloria. Aquello era precioso. Como para pasarse una eternidad mirando el mismo lugar.

De pronto, se encontró entre algo que tenía que ser el despacho de alguien muy importante. Sin duda era la oficina de Dios. Por supuesto que también estaba la puerta de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar; pero en el cielo todo termina por inspirar confianza. Así que penetró en la sala y se acercó al escritorio, una mesa espléndida. Sobre ella hacía unos anteojos, que él comprendió debían ser los anteojos de Dios.

Nuestro amigo no pudo resistir la tentación de echar una miradita hacia la tierra con aquellos anteojos. Fue ponérselo y caer en éxtasis. «¡Qué maravilla! Si desde aquí, con estas gafas veo toda la tierra..!». Con aquellos anteojos se lograba ver toda la realidad profunda de las cosas sin la menos dificultad, las intenciones de las personas, las tentaciones de los hombres y de las mujeres.

Todo estaba patente ante sus ojos. Entonces se le ocurrió una idea. Trataría de buscar desde allá arriba a su socio, que sin duda estaría en la empresa donde ambos trabajaban; una especie de financiera, desde donde ejercían la usura y hasta el robo, en muchas ocasiones. No le resultó difícil localizarlo, pero le sorprendió en un mal momento. En ese preciso instante, su colega, estaba estafando a una pobre anciana que había ido a colocar sus ahorros en aquella empresa, en un fondo de pensiones que no era sino una «mentira». A nuestro amigo, al ver la cochinada que su socio estaba haciendo le subió al corazón un profundo deseo de justicia.

En la tierra nunca había experimentado tal sentimiento. Pero, claro, ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente ese deseo de justicia que, sin pensar en otra cosa, buscó a tientas algo debajo de la mesa par lanzárselo a su amigo (el banquillo donde Dios apoyaba los pies), con tan buena puntería que el banquillo fue a parar a la cabeza de su socio, dejándole tumbado allí mismo. En ese momento nuestro hombre oyó tras de sí unos pasos. Sin duda era Dios.

Se volvió y en efecto, se encontró cara a cara con el Padre Eterno.
– «¿Qué haces aquí hijo?», «Pues..pu..pu..la Puerta estaba abierta y entré»
– «Bien, bien, bien, pero sin duda podrás explicarme dónde está el banquillo en que apoyo mis pies cuando estoy sentado en mi mesa de trabajo»
– Reconfortado por la mirada y el tono de voz de Dios fue recuperando la serenidad.
– «Bueno, pues, yo he entrado en este despacho hace un momento, he visto los anteojos sobre la mesa y he caído en la curiosidad de ponérmelos y he echado una miradita al mundo».
– «Sí, sí, todo está muy bien; estás siendo muy sincero conmigo pero yo quisiera saber qué has hecho de mi banquillo».
– «Mira, Señor, al ponerme tus anteojos he visto todo con gran claridad y he visto a mi socio. ¿Sabes, Señor?, estaba engañando a una pobre anciana, haciendo un negocio que era un engaño y me he dejado llevar de la indignación; y claro lo primero que he encontrado y a mano ha sido un banquillo y se lo he tirado a la cabeza. Lo he dejado KO, Señor. Es que no hay derecho. Era una injusticia.
– «Imagínate que yo, cada vez que veo una injusticia en la tierra comienzo a lanzar banquillos a la cabeza de los hombres; no sé los que quedaría ahora.»
– «Perdóname, Señor, he sido muy impulsivo, lo sé…»
– «Sí, claro. Estuvo bien que te pusieses mis anteojos, hijo, pero para mirar la tierra y a los hombres te olvidaste de una cosa, ponerte también mi corazón.
– “Vuelve ahora a la tierra y te doy otros cinco años para que practiques lo que esta tarde aquí has llegado a comprender…»
– Y nuestro amigo, en ese momento se despertó, mojado en sudor, observando que por la ventana entreabierta de su dormitorio entraba un espléndido sol.

Envió: Sara Banchón C. (Ecuador) ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Los frutos de la cruz

I. La Cruz es el símbolo y señal del cristiano porque en ella se consumó la Redención del mundo. El Señor empleó la expresión tomar la cruz en diversas ocasiones para indicar cuál había de ser la actitud de sus discípulos ante el dolor y la contradicción (Lucas 14, 27 y 9, 23). Nadie se escapa al dolor; parece como si éste derivara de la misma naturaleza del hombre. Sin embargo, la fe nos enseña que el sufrimiento penetró en el mundo por el pecado.

Dios había preservado al hombre del dolor por un acto de bondad infinita. El pecado de Adán, transmitido a sus descendientes, alteró los planes divinos, y con el pecado entraron en el mundo el dolor y la muerte. Pero el Señor asumió el sufrimiento humano a través de su Pasión y Muerte en la Cruz, y así convirtió los dolores y penas de esta vida en un bien inmenso.

Si nosotros aceptamos con amor el dolor que el Señor permite para nuestra santificación personal y la de toda su Iglesia, el dolor tiene sentido y nos convertimos en sus verdaderos colaboradores en la obra de la salvación.

II. El árbol de la Cruz está lleno de frutos: nos ayuda a estar más desprendidos de los bienes de la tierra, de la salud…

Las tribulaciones son una gran oportunidad de expiar nuestras faltas y pecados de la vida pasada, y nos mueven a recurrir con más prontitud y constancia a la misericordia divina.

Las contrariedades, la enfermedad, el dolor… nos dan ocasión de practicar muchas virtudes (la fe, la fortaleza, la alegría, la humildad, la identificación con la voluntad divina), y nos dan la posibilidad de ganar muchos méritos. Existen épocas en la vida en las que se presenta abundantemente: no dejemos que pase sin que deje bienes copiosos en el alma.

III. Cuando nos veamos atribulados acudamos a Jesús, en quien encontraremos consuelo y ayuda. En el Corazón misericordioso de Jesús encontramos siempre la paz y el auxilio.

Junto al Señor, todo lo podemos; lejos de Él no resistiremos mucho. Con Él, nos sabremos comportar con alegría, incluso con buen humor, en medio de las dificultades, como hicieron los santos.

El Señor también nos ayudará a ver las pruebas con más objetividad, a no dar importancia a lo que no la tiene, y a no inventarnos penas por falta de humildad, o por exceso de imaginación.

Acudamos a Nuestra Señora para que Ella nos enseñe a sacar fruto de todas las penas que hayamos de padecer, o que estemos pasando en esos días.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )
Extraído de Meditar del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Sin esperar nada egoístamente

I. Nos dice el Señor en el Evangelio de San Lucas (6, 32): Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes los aman: Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué méritos tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo….

La caridad del cristiano va más lejos, pues incluye y sobrepasa el plano de lo natural, de lo meramente humano: da por amor al Señor, y sin esperar nada a cambio. No debemos hacer el bien esperando en esta vida una recompensa, ni un fruto inmediato.

La caridad no busca nada, la caridad no es ambiciosa (1 Corintios 13, 5). El Señor nos enseña a dar liberalmente, sin calcular retribución alguna. Ya la tendremos en abundancia.

II. Nada se pierde de lo que llevamos a cabo en beneficio de los demás. El dar ensancha el corazón y lo hace joven, y aumenta su capacidad de amar. El egoísmo empequeñece, limita el propio horizonte y lo hace pobre y corto. Por el contrario, cuanto más damos, más se enriquece el alma. A veces no veremos los frutos, no cosecharemos agradecimiento humano alguno; nos bastará saber que el mismo Cristo es el objeto de nuestra generosidad. Nada se pierde.
Por otra parte, la caridad no se desanima si no ve resultados inmediatos; sabe esperar, es paciente. San Pablo también alentaba a los primeros cristianos a vivir la generosidad con gozo, pues Dios ama al que da con alegría (2 Corintios 9, 7).

A nadie –mucho menos el Señor- pueden serle gratos un servicio o una limosna hechos de mala gana o con tristeza. En cambio, el Señor se entusiasma ante la entrega de quien da y se da por amor con alegría.

III. Es necesario poner al servicio de los demás los talentos que hemos recibido del Señor. El Evangelio de la Misa nos enseña que la mejor recompensa de la generosidad en la tierra es haber dado. Ahí termina todo. Nada debemos recordar luego a los demás; nada debe ser exigido. Queda todo mejor en la presencia de Dios y anotado en la historia personal de cada uno.

El dar no puede causar quebranto ni fatiga, sino íntimo gozo y notar que el corazón se hace más grande y que Dios está contento con lo que hemos hecho.
Nuestra Madre, que con su fiat entregó su ser y su vida al Señor, nos ayudará a no reservarnos nada, y a ser generosos en las mil pequeñas oportunidades que se nos presentan cada día.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre (año 2.005)

La filiación divina

I. A lo largo del Nuevo Testamento, la filiación divina ocupa un lugar central en la predicación de la buena nueva cristiana, como realidad bien expresiva del amor de Dios por los hombres: Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios y que lo seamos (1 Juan 3, 1).

El mismo Cristo nos mostró esta verdad enseñándonos a dirigirnos a Dios como al Padre, y nos señaló la santidad como imitación filial. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Estas palabras del Salmo II, que se refieren principalmente a Cristo, se dirigen también a cada uno de nosotros y definen nuestro día y la vida entera, si estamos decididos – con debilidades, con flaquezas – a seguir a Jesús, a procurar imitarle, a identificarnos con Él, en nuestras particulares circunstancias.

II. Cuando vivimos como buenos hijos de Dios, consideramos los acontecimientos – aún los pequeños sucesos de cada día – a la luz de la fe, y nos habituamos a pensar y actuar según el querer de Cristo. En primer lugar, trataremos de ver hermanos en las personas que nos rodean, los trataremos con aprecio y respeto y nos interesaremos en su santificación.

Si consideramos con frecuencia esta verdad – soy hijo de Dios -, nuestro día se llenará de paz, de serenidad y de alegría. Nos apoyaremos en nuestro Padre Dios en las dificultades, si alguna vez se hace todo cuesta arriba (J. LUCAS, Nosotros, hijos de Dios). Volveremos con más facilidad a la Casa paterna, como el hijo pródigo, cuando nos hayamos alejado con nuestras faltas y pecados. Nuestra oración será de veras la conversación de un hijo con su padre, que sabe que le entiende y que le escucha.

III. El hijo es también heredero, tiene como un cierto «derecho» a los bienes del padre; somos herederos de Dios, coherederos con Cristo (Romanos 8, 17). El anticipo de la herencia prometida lo recibimos ya en esta vida: es el gaudium cum pace, la alegría profunda de sabernos hijos de Dios, que no se apoya en los propios méritos, ni en la salud ni en el éxito, ni en la ausencia de dificultades, sino que nace de la unión con Dios, en saber que Él nos quiere, nos acoge y perdona siempre… y nos tiene preparado un Cielo junto a Él.

Perdemos esta alegría cuando nos olvidamos de nuestra filiación divina, y no vemos la Voluntad de Dios, sabia y amorosa siempre en nuestra vida. Además, el alma alegre es un apóstol porque atrae a los hombres hacia Dios. Pidamos a la Virgen la profunda alegría de sabernos hijos de Dios.

Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

El juego de la vida

Imagina la vida como un juego en el cual tú te encuentras haciendo malabares con 5 pelotas en el aire. Las nombras: trabajo, familia, salud, amigos y espíritu, y las mantienes todas en el aire. Tú entenderás que la pelota del trabajo es de hule, y si la dejas caer, regresará a ti, pero las otras 4 pelotas (familia, salud, amigos y espíritu) son de cristal; si dejas caer alguna de ellas, éstas serán irremediablemente marcadas, maltratadas, cuarteadas, dañadas o hasta rotas, y jamás volverá a ser lo mismo.

Debes entender esto y lograr un balance en tu vida, ¿cómo?

– No te menosprecies comparándote con otros, todos somos diferentes y cada uno tiene algo especial.

– No traces tus metas y objetivos basado en lo que resulta importante para la demás gente, sólo tú sabes qué es lo mejor para ti.

– No des por olvidadas las cosas que se encuentran cerca de tu corazón, aférrate a ellas como de la vida porque sin ellas la vida carece de significado.

– No dejes que tu vida se te resbale de los dedos viviendo en el pasado o para el futuro, vive tu vida un día a la vez y ¡vivirás todos los días de tu vida!

– No te des por vencido cuando aún tengas algo que dar, nada se da por terminado hasta el momento en que dejas de intentarlo.

– Que no te dé miedo admitir que eres menos que perfecto, pues ésta es la frágil línea que nos mantiene unidos a los demás.

– No tengas miedo a enfrentar los riesgos, es tomando estas oportunidades que aprendemos a ser valientes.

– No saques el amor de tu vida diciendo que es imposible de encontrar: la manera más rápida de recibir amor es darlo; la manera mas rápida de perderlo es apretarlo a nosotros demasiado, y la mejor manera de mantenerlo es darle alas.

– No pases por la vida tan rápido que no solamente olvides de dónde vienes, sino también a dónde vas.

– Nunca olvides que la necesidad emocional más grande de una persona es sentirse apreciada.

– No tengas miedo de aprender, el conocimiento es liviano, es un tesoro que siempre cargarás fácilmente.

– No uses el tiempo ni las palabras sin cuidado, ninguna de las dos es remediable.

– La vida no es una carrera, es una jornada para saborear cada paso del camino.

Envió: María Guadalupe Quezada ( año 2.011 )
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El bambú japonés

No hay que ser agricultor para saber que una buena cosecha requiere de buena semilla, buen abono y riego constante. También es obvio que quien cultiva la tierra no se para impaciente frente a la semilla sembrada y grita con todas sus fuerzas: «¡Crece, maldita seas!»

Hay algo muy curioso que sucede con el bambú japonés y que lo transforma en no apto para impacientes: Siembras la semilla, la abonas, y te ocupas de regarla constantemente.

Durante los primeros meses no sucede nada apreciable. En realidad no pasa nada con la semilla durante los primeros siete años, a tal punto, que un cultivador inexperto estaría convencido de haber comprado semillas infértiles.

Sin embargo, durante el séptimo año, en un periodo de solo seis semanas la planta de bambú crece ¡mas de 30 metros! ¿Tardó sólo seis semanas crecer? No. La verdad es que se tomo siete años y seis semanas en desarrollarse.

Durante los primeros siete años de aparente inactividad, este bambú estaba generando un complejo sistema de raíces que le permitirían sostener el crecimiento que iba a tener después de siete años. Sin embargo, en la vida diaria muchas veces tratamos de encontrar soluciones rápidas, triunfos apresurados, sin entender que el éxito es simplemente resultado del crecimiento interno y que este requiere tiempo.

Quizás por la misma impaciencia, muchas personas que aspiran a resultados en corto plazo, abandonan súbitamente justo cuando ya estaban a punto de conquistar la meta.

Es tarea difícil convencer al impaciente que sólo llegan al éxito aquellos que luchan en forma perseverante y saben esperar el momento adecuado.
De igual manera, es necesario entender que en muchas ocasiones estaremos frente a situaciones en las que creeremos que nada está sucediendo.
Y esto puede ser extremadamente frustrante.

En esos momentos (que todos tenemos), recordar el ciclo de maduración del bambú japonés, y aceptar que no debemos bajar los brazos, ni abandonemos por no «ver» el resultado que esperamos, si está sucediendo algo dentro de nosotros: estamos creciendo, madurando.

Quienes no se dan por vencidos, van gradual e imperceptiblemente creando los hábitos y el temple que les permitirá sostener el éxito cuando este al fin se materialice.

El triunfo no es más que un proceso que lleva tiempo y dedicación.

Un proceso que exige aprender nuevos hábitos y nos obliga a descartar otros.

Un proceso que exige cambios, acción y formidables dotes de paciencia.

Envió: Mario Valverde A. ( año 2.005 )
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Un sabio

Un sabio cierta tarde, llegó a la ciudad de Akbar.

La gente no dio mucha importancia a su presencia, y sus enseñanzas no consiguieron interesar a la población.

Incluso después de algún tiempo llegó a ser motivo de risas y burlas de los habitantes de la ciudad.

Un día, mientras paseaba por la calle principal de Akbar, un grupo de hombres y mujeres empezó a insultarlo.

En vez de fingir que los ignoraba, el sabio se acercó a ellos y los bendijo.

Uno de los hombres comentó:

-¿Es posible que además, sea usted sordo?.

¡Gritamos cosas horribles y usted nos responde con bellas palabras!.

-Cada uno de nosotros solo puede ofrecer lo que tiene- fue la respuesta del sabio.

 

 

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Inventario

A mi abuelo aquel día lo vi distinto. Tenía la mirada enfocada en lo distante. Casi ausente. Pienso ahora que tal vez presentía que ese era el último día de su vida.

Me aproxime y le dije: -¡Buen día, abuelo!

Y él extendió su silencio. Me senté junto a su sillón y luego de un misterioso instante, exclamó: -¡Hoy es día de inventario, hijo!

-¿Inventario? (pregunté sorprendido).

-Si. ¡El inventario de las cosas perdidas! Me contestó con cierta energía y no sé si con tristeza o alegría. Y prosiguió:

-Del lugar de donde yo vengo, las montañas quiebran el cielo como monstruosas presencias constantes. Siempre tuve deseos de escalar la mas alta. Nunca lo hice, no tuve el tiempo ni la voluntad suficientes para sobreponerme a mi inercia existencial. Recuerdo también, aquella chica que amé en silencio por cuatro años; hasta que un día se marchó del pueblo, sin yo saberlo.

¿Sabes algo? También estuve a punto de estudiar ingeniería, pero mis padres no pudieron pagarme los estudios. Además, el trabajo en la carpintería de mi padre no me permitía viajar. ¡Tantas cosas no concluidas, tantos amores no declarados, tantas oportunidades perdidas! Luego, su mirada se hundió aún mas en el vacío y se le humedecieron sus ojos. Y continuó:

-En los treinta años que estuve casado con Rita, creo que solo cuatro o cinco veces le dije «te amo». Luego de un breve silencio, regresó de su viaje mental y mirándome a los ojos me dijo:

-«Este es mi inventario de cosas perdidas, la revisión de mi vida. A mí ya no me sirve. A ti si. Te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu inventario a tiempo». Y luego, con cierta alegría en el rostro, continuó con entusiasmo y casi divertido -¿Sabes qué he descubierto en estos días?

-¿Qué, abuelo?

Aguardó unos segundos y no contestó, solo me interrogó nuevamente:

-¿Cual es el pecado más grave en la vida de un hombre?

La pregunta me sorprendió y solo atiné a decir, con inseguridad:

-«No lo había pensado. Supongo que matar a otros seres humanos, odiar al prójimo y desearle el mal. ¿Tener malos pensamientos, tal vez?»

Su cara reflejaba negativa. Me miró intensamente, como remarcando el momento y en tono grave y firme me señaló:

-«El pecado más grave en la vida de un ser humano es el pecado por omisión. Y lo más doloroso es descubrir las cosas perdidas sin tener tiempo para encontrarlas y recuperarlas.»

Al día siguiente, regresé temprano a casa, luego del entierro del abuelo, para realizar en forma urgente mi propio «inventario» de las cosas perdidas.

 

EL EXPRESARNOS NOS DEJA MUCHAS SATISFACCIONES, así que no tengas miedo, y procura no quedarte con las ganas de nada….. antes de que sea demasiado tarde…

 

-Y tú, ya hiciste tu inventario?……..

 

Envió: Jenny Gaytán

 

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Cuando la fruta no alcance

Una vez un grupo de tres hombres se perdieron en la montaña, y había solamente una fruta para alimentarlos a los tres, quienes casi desfallecían de hambre.

Se les apareció entonces Dios y les dijo que probaría su sabiduría y que dependiendo de lo que mostraran les salvaría. Les preguntó entonces Dios qué podían pedirle para arreglar aquel problema y que todos se alimentaran.

El primero dijo: «Pues aparece mas comida», Dios contestó que era una respuesta sin sabiduría, pues no se debe pedir a Dios que aparezca mágicamente la solución a los problemas sino trabajar con lo que se tiene.

Dijo el segundo entonces: «Entonces haz que la fruta crezca para que sea suficiente», a lo que Dios contestó que No, pues la solución no es pedir siempre multiplicación de lo que se tiene para arreglar el problema, pues el ser humano nunca queda satisfecho y por ende nunca sería suficiente.

El tercero dijo entonces: «Mi buen Dios, aunque tenemos hambre y somos orgullosos, haznos pequeños a nosotros para que la fruta nos alcance».

Dios dijo: «Has contestado bien, pues cuando el hombre se hace humilde y se empequeñece delante de mis ojos, verá la prosperidad».

Saben, se nos enseña siempre a que otros arreglen los problemas o a buscar la salida fácil, siempre pidiendo a Dios que arregle todo sin nosotros cambiar o sacrificar nada. Por eso muchas veces parece que Dios no nos escucha pues pedimos sin dejar nada de lado y queriendo siempre salir ganando. Muchas veces somos egoístas y siempre queremos de todo para nosotros.

Seremos felices el día que aprendamos que la forma de pedir a Dios es reconocernos débiles, y ser humildes dejando de lado nuestro orgullo. Y veremos que al empequeñecernos en lujos y ser mansos de corazón veremos la prosperidad de Dios y la forma como El SI escucha.

Pídele a Dios que te haga pequeño…Haz la prueba!!!!

 

Envió: Nora Escamilla

 

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¿Quién es tu amigo?

Tu amigo es:

El que siendo leal y sincero te comprende.

El que te acepta como eres y tiene fe en ti.

El que sin envidia reconoce tus valores, te estimula y elogia sin adularte.

El que te ayuda desinteresadamente y no abusa de tu bondad.

El que con sabios consejos te ayuda a construir y pulir tu personalidad.

El que goza con las alegrías que llegan a tu corazón.

El que sin penetrar en tu intimidad, trata de conocer tu dificultad, para ayudarte.

El que sin herirte te aclara lo que entendiste mal o te saca del error.

El que levanta tu ánimo cuando estás caído.

El que con cuidados y atenciones quiere menguar el dolor de tu enfermedad.

El que te perdona con generosidad, olvidando tu ofensa.

El que ve en tí un ser humano con alegrías, esperanzas, debilidades y luchas…

Este es el amigo verdadero.

Si lo descubres, consérvalo como un gran tesoro.

El amigo que nunca falla es Dios.

Si aún no lo encuentras, aquí tienes a un amigo.

 

Envío: Edwin Valdés (edwinvaldes@yahoo.com)

 

Extraído de Valores del Portal Católico www.encuentra.com

 

Colaboración de Pablo Deluca

 

Cuando los hijos crecen

El viejo se fue a vivir con su hijo, su nuera y su nieto de cuatro años.

Ya las manos le temblaban, su vista se nublaba y sus pasos flaqueaban.

La familia completa comía junta en la mesa, pero las manos temblorosas y la vista enferma del anciano hacía el alimentarse un asunto difícil. Los guisantes caían de su cuchara al suelo y cuando intentaba tomar el vaso, derramaba la leche sobre el mantel. El hijo y su esposa se cansaron de la situación.

«Tenemos que hacer algo con el abuelo», dijo el hijo. «Ya he tenido suficiente». «Derrama la leche, hace ruido al comer y tira la comida al suelo».

Así fue como el matrimonio decidió poner una pequeña mesa en una esquina del comedor. Ahí, el abuelo comía solo mientras el resto de la familia disfrutaba la hora de comer.

Como el abuelo había roto uno o dos platos, su comida se la servían en un tazón de madera. De vez en cuando miraban hacia donde estaba el abuelo y podían ver una lágrima en sus ojos mientras estaba ahí sentado sólo.

Sin embargo, las únicas palabras que la pareja le dirigía, eran fríos llamados de atención cada vez que dejaba caer el tenedor o la comida. El niño de cuatro años observaba todo en silencio.

Una tarde antes de la cena, el papá observó que su hijo estaba jugando con trozos de madera en el suelo. Le preguntó dulcemente: «¿Qué estás haciendo?»

Con la misma dulzura el niño le contestó: «Ah, estoy haciendo un tazón para ti y otro para mamá para que cuando yo crezca, ustedes coman en ellos.»

Sonrió y siguió con su tarea.

Las palabras del pequeño golpearon a sus padres de tal forma que quedaron sin habla. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Y, aunque ninguna palabra se dijo al respecto, ambos sabían lo que tenían que hacer.

Esa tarde el esposo tomó gentilmente la mano del abuelo y lo guió de vuelta a la mesa de la familia.

Por el resto de sus días ocupó un lugar en la mesa con ellos. Y por alguna razón, ni el esposo ni la esposa, parecían molestarse más cada vez que el tenedor se tiraba, la leche se derramaba o se ensuciaba el mantel.

 

Extraído de Valores del Portal Católico www.encuentra.com

Cambiar el mundo

Llegó una vez un profeta a una ciudad y comenzó a gritar, en su plaza mayor, que era necesario un cambio de la marcha del país.

El profeta gritaba y gritaba y una multitud considerable acudió a escuchar sus voces, aunque más por curiosidad que por interés. Y el profeta ponía toda su alma en sus voces, exigiendo el cambio de las costumbres.

Pero, según pasaban los días, eran menos cada vez los curiosos que rodeaban al profeta y ni una sola persona parecía dispuesta a cambiar de vida.

Pero el profeta no se desalentaba y seguía gritando.

Hasta que un día ya nadie se detuvo a escuchar sus voces. Mas el profeta seguía gritando en la soledad de la gran plaza. Y pasaban los días. Y el profeta seguía gritando. Y nadie le escuchaba.

Al fin, alguien se acercó y le preguntó: «¿Por qué sigues gritando?

¿No ves que nadie está dispuesto a cambiar?»

«Sigo gritando» -dijo el profeta- «porque si me callara, ellos me habrían cambiado a mí.»

 

José Luis Martín Descalzo

 

Envió: Gilberto Guerra García

 

 

Extraído de Valores del Portal Católico www.encuentra.com

Si yo…

Si yo cambiara mi manera de pensar hacia los demás… los comprendería.

Si yo encontrara lo positivo en todos… ¡con qué alegría me comunicaría con ellos!

Si yo cambiara mi manera de actuar ante los demás… los haría felices.

Si yo aceptara a todos como son… sufriría menos.

Si yo deseara siempre el bienestar de los demás… sería feliz.

Si yo criticara menos y amara más… cuántos amigos ganaría.

Si yo cambiara el tener más por el ser más… sería mejor persona.

Si yo cambiara de ser yo a ser nosotros… comenzaría la civilización del amor.

Si yo cambiara los ídolos: poder, dinero, sexo, ambición, egoísmo y vanidad definitivamente por: libertad, bondad, verdad, justicia, compasión, belleza y amor…. comenzaría a vivir la verdadera felicidad.

Si yo cambiara el querer dominar a los demás por el autodominio…

aprendería a amar en libertad.

Si yo dejara de mirar lo que hacen los demás…

tendría más tiempo para hacer más cosas.

Si yo cambiara el fijarme cuánto dan los otros para ver cuánto más puedo dar yo… erradicaría de mí la avaricia y conocería la abundancia.

Si yo cambiara el creer que sé todo… me daría la posibilidad de aprender más.

Si yo cambiara el identificarme con mis posesiones como títulos, dineros, status, posición familiar…

me daría cuenta de que lo más importante de mí es que yo soy un ser de amor.

Si yo cambiara todos mis miedos por amor… sería definitivamente libre.

Si yo cambiara el competir con los otros por competir conmigo mismo…

sería cada vez mejor.

Si yo dejara de envidiar lo ajeno… usaría todas mis energías para lograr lo mío.

Si yo cambiara el querer colgarme de lo que hacen otros

por desarrollar mi propia creatividad… haría cosas maravillosas.

Si yo cambiara el esperar cosas de los demás… no esperaría nada y

recibiría como regalo todo lo que me dan.

Si yo amara el mundo.. lo cambiaría.

Si yo cambiara… ¡podría contagiar al mundo de un cambio positivo!

 

Envió: Martha Portillo

 

Extraído de Valores del Portal Católico www.encuentra.com

Las cucharas

Dice una antigua leyenda china, que un discípulo preguntó al Maestro:

– ¿Cuál es la diferencia entre el cielo y el infierno?.

El Maestro le respondió: es muy pequeña, sin embargo tiene grandes consecuencias. Ven, te mostraré el infierno.

Entraron en una habitación donde un grupo de personas estaba sentado alrededor de un gran recipiente con arroz, todos estaban hambrientos y desesperados, cada uno tenía una cuchara tomada fijamente desde su extremo, que llegaba hasta la olla. Pero cada cuchara tenía un mango tan largo que no podían llevársela a la boca. La desesperación y el sufrimiento eran terribles.

Ven, dijo el Maestro después de un rato, ahora te mostraré el cielo.

Entraron en otra habitación, idéntica a la primera; con la olla de arroz, el grupo de gente, las mismas cucharas largas pero, allí, todos estaban felices y alimentados.

– No comprendo dijo el discípulo, ¿Por qué están tan felices aquí, mientras son desgraciados en la otra habitación si todo es lo mismo?

El Maestro sonrió. Ah… ¿no te has dado cuenta?

Como las cucharas tienen los mangos largos, no permitiéndoles llevar la comida a su propia boca, aquí han aprendido a alimentarse unos a otros.

 

Beneficio común, trabajo común… ¿Tan complicadas son las cosas que no vemos el beneficio común, que en definitiva es nuestro beneficio?

 

Extraído de Valores del Portal Católico www.encuentra.com

Aprendí a vivir

¿Qué cómo aprendí a vivir

y cuándo aprendí a querer?…..

¿Qué cómo aprendí a sufrir?….

¿Cuándo?…. ¿cómo?…. no lo sé.

Aprendí a mirar las estrellas,

alumbrando los sueños con ellas.

A mirar los colores del viento

y a sentir el sabor del silencio.

Aprendí a encender ilusiones

y a escuchar hablar los corazones,

con palabras calladas,

con matices de mil sensaciones.

Cuando un día, el dolor tomó mi mano,

conocí de frente a la tristeza,

la pena y el llanto se marcharon,

al sentir el amor y su grandeza.

La soledad, querida compañera,

la que con tanto miedo rechazaba,

me mostró la paz y la armonía

de los momentos que con ella estaba.

Comprendí, el sentido de la vida,

viviendo el amor y la desdicha,

sintiendo la alegría y la tristeza,

conociendo lo breve de la vida.

Aprendí el valor de la paciencia,

a calmar los vientos de mi ira,

a llenar con mares de esperanza

las zonas más oscuras de mi vida.

Es así, que aprendí a vivir.

Envió: Edwin Valdés

 

Extraído de Valores del Portal Católico www.encuentra.com

 

Hoy hablé con mi padre

Mi padre me llama mucho por teléfono -decía un hombre joven-, para pedirme que vaya a platicar con él. Yo voy poco. Ya sabes cómo son los viejos; cuentan las mismas cosas una y otra vez.

Además nunca faltan bretes: que el trabajo, que mi mujer, que los amigos…

En cambio -le dijo su compañero-, yo platico mucho con mi papá. Cada vez que estoy triste voy con él; cuando me siento solo, cuando tengo un problema y necesito fortaleza, acudo a él y me siento mejor.

Caray -se apenó el otro-, eres mejor que yo.

Soy igual -respondió el amigo con tristeza-.

Lo que pasa es que visito a mi papá en el cementerio. Murió hace tiempo. Mientras vivió tampoco yo iba a platicar con él.

Ahora me hace falta su presencia, y lo busco cuando ya se me fue.

Platica con tu padre hoy que lo tienes; no esperes a que esté en el panteón, como hice yo.

En su automóvil iba pensando el muchacho en las palabras de su amigo.

Cuando llegó a la oficina dijo a su secretaria: -Comuníqueme por favor con mi papá.

 

Envió: Hilda Alvarado

 

Extraído de Valores del Portal Católico www.encuentra.com

 

Nadie

Nadie alcanza la meta con un solo intento, ni perfecciona la vida con una sola rectificación, ni alcanza altura con un solo vuelo.

Nadie camina la vida sin haber pisado en falso muchas veces.

Nadie recoge cosechas sin probar muchos sabores, enterrar muchas semillas y abonar mucha tierra.

Nadie mira la vida sin acobardarse en muchas ocasiones, ni se mete en el barco sin temerle a la tempestad, ni llega al puerto sin remar muchas veces.

Nadie siente el amor sin probar sus lágrimas, ni recoge rosas sin sentir sus espinas.

Nadie hace obras sin martillar sobre su edificio, ni cultiva amistad sin renunciar a sí mismo, ni se hace hombre sin sentir a Dios!

Nadie llega a la otra orilla sin haber ido haciendo puentes para pasar.

Nadie deja el alma lustrosa sin el pulimento diario de Dios.

Nadie puede juzgar sin conocer primero su propia debilidad.

Nadie consigue su ideal sin haber pensado muchas veces que perseguía un imposible.

Nadie reconoce la oportunidad hasta que ésta pasa por su lado y la deja ir.

Nadie encuentra el pozo de DIOS hasta caminar por la sed del desierto. Pero nadie deja de llegar, cuando se tiene la claridad de un don, el crecimiento de su voluntad, la abundancia de la vida, el poder para realizarse y el impulso de DIOS.

Nadie deja de arder con fuego dentro. Nadie deja de llegar cuando de verdad se lo propone. Si sacas todo lo que tienes y estas con DIOS…Vas a llegar!

 

Envió: Gaby Bautista

 

Extraído de Valores del Portal Católico www.encuentra.com

 

La fortaleza de un hombre

La fortaleza de un hombre no está en el ancho de sus hombros…

Está en el tamaño de sus brazos cuando abrazan.

 

La fortaleza de un hombre no está en lo profundo del tono de su voz…

Está en la gentileza que usa en sus palabras.

 

La fortaleza de un hombre no está en la cantidad de amigos que tiene…

Está en lo buen amigo que se vuelve de sus hijos.

 

La fortaleza de un hombre no está en como lo respetan en su trabajo…

Está en como es respetado en casa.

 

La fortaleza de un hombre no está en su cabello o su pecho…

Está en su corazón.

 

La fortaleza de un hombre no está en lo duro que puede golpear…

Está en lo cuidadoso de sus caricias.

 

La fortaleza de un hombre no está en las mujeres que ha amado…

Está en poder ser verdaderamente de una mujer.

 

La fortaleza de un hombre no está en el peso que pueda levantar…

Está en las cargas que pueda llevar a cuestas.

 

Envió: Ricardo Renan Raigoza

 

 

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