Los anteojos de Dios

Un empresario que acababa de fallecer y camino al cielo esperaba encontrarse con el Padre Eterno, no iba nada tranquilo porque en su vida había realizado muy pocas cosas buenas. Mientras llegaba al cielo iba buscando en su conciencia ansiosamente aquellos recuerdos de cosas valiosas que hizo en su vida, pero pesaban mucho sus años de explotador y usurero.

Había encontrado en sus bolsillos alguna carta de personas a las que había tratado de ayudar para presentarlas a Dios, como créditos de sus pocas buenas obras. Llegó por fin a la entrada principal, muy preocupado, no lo podía disimular. Se acercó despacio y le extrañó mucho ver que allí no había cola para entrar ni había nadie en las salas de espera.

Pensó: «O aquí viene muy pocos clientes o les hacen entrar enseguida…». Avanzó más adentro y su desconcierto todavía fue mayor al ver que todas las puertas estaban abiertas y no había nadie para vigilarlas. Golpeó la puerta con el puño. Nadie contestó. Dio una palmada y nadie salió a su encuentro.

Miró hacia dentro y quedó maravillado de lo hermosa que era aquella mansión, pero allí no se veían ni ángeles ni santos ni doncellas vestidas de luz. Se animó un poco más y avanzó hasta llegar a una puerta acristalada. Y nada. Se encontró perfectamente en el mismo centro del paraíso sin que nadie se lo impidiera. «¡Aquí todos deben ser gente honrada! ¡Mira que dejar la puerta abierta y sin nadie que vigile…!».Poco a poco fue perdiendo el miedo y fascinado por lo que veía se fue adentrando en los patios de la gloria. Aquello era precioso. Como para pasarse una eternidad mirando el mismo lugar.

De pronto, se encontró entre algo que tenía que ser el despacho de alguien muy importante. Sin duda era la oficina de Dios. Por supuesto que también estaba la puerta de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar; pero en el cielo todo termina por inspirar confianza. Así que penetró en la sala y se acercó al escritorio, una mesa espléndida. Sobre ella hacía unos anteojos, que él comprendió debían ser los anteojos de Dios.

Nuestro amigo no pudo resistir la tentación de echar una miradita hacia la tierra con aquellos anteojos. Fue ponérselo y caer en éxtasis. «¡Qué maravilla! Si desde aquí, con estas gafas veo toda la tierra..!». Con aquellos anteojos se lograba ver toda la realidad profunda de las cosas sin la menos dificultad, las intenciones de las personas, las tentaciones de los hombres y de las mujeres.

Todo estaba patente ante sus ojos. Entonces se le ocurrió una idea. Trataría de buscar desde allá arriba a su socio, que sin duda estaría en la empresa donde ambos trabajaban; una especie de financiera, desde donde ejercían la usura y hasta el robo, en muchas ocasiones. No le resultó difícil localizarlo, pero le sorprendió en un mal momento. En ese preciso instante, su colega, estaba estafando a una pobre anciana que había ido a colocar sus ahorros en aquella empresa, en un fondo de pensiones que no era sino una «mentira». A nuestro amigo, al ver la cochinada que su socio estaba haciendo le subió al corazón un profundo deseo de justicia.

En la tierra nunca había experimentado tal sentimiento. Pero, claro, ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente ese deseo de justicia que, sin pensar en otra cosa, buscó a tientas algo debajo de la mesa par lanzárselo a su amigo (el banquillo donde Dios apoyaba los pies), con tan buena puntería que el banquillo fue a parar a la cabeza de su socio, dejándole tumbado allí mismo. En ese momento nuestro hombre oyó tras de sí unos pasos. Sin duda era Dios.

Se volvió y en efecto, se encontró cara a cara con el Padre Eterno.
– «¿Qué haces aquí hijo?», «Pues..pu..pu..la Puerta estaba abierta y entré»
– «Bien, bien, bien, pero sin duda podrás explicarme dónde está el banquillo en que apoyo mis pies cuando estoy sentado en mi mesa de trabajo»
– Reconfortado por la mirada y el tono de voz de Dios fue recuperando la serenidad.
– «Bueno, pues, yo he entrado en este despacho hace un momento, he visto los anteojos sobre la mesa y he caído en la curiosidad de ponérmelos y he echado una miradita al mundo».
– «Sí, sí, todo está muy bien; estás siendo muy sincero conmigo pero yo quisiera saber qué has hecho de mi banquillo».
– «Mira, Señor, al ponerme tus anteojos he visto todo con gran claridad y he visto a mi socio. ¿Sabes, Señor?, estaba engañando a una pobre anciana, haciendo un negocio que era un engaño y me he dejado llevar de la indignación; y claro lo primero que he encontrado y a mano ha sido un banquillo y se lo he tirado a la cabeza. Lo he dejado KO, Señor. Es que no hay derecho. Era una injusticia.
– «Imagínate que yo, cada vez que veo una injusticia en la tierra comienzo a lanzar banquillos a la cabeza de los hombres; no sé los que quedaría ahora.»
– «Perdóname, Señor, he sido muy impulsivo, lo sé…»
– «Sí, claro. Estuvo bien que te pusieses mis anteojos, hijo, pero para mirar la tierra y a los hombres te olvidaste de una cosa, ponerte también mi corazón.
– “Vuelve ahora a la tierra y te doy otros cinco años para que practiques lo que esta tarde aquí has llegado a comprender…»
– Y nuestro amigo, en ese momento se despertó, mojado en sudor, observando que por la ventana entreabierta de su dormitorio entraba un espléndido sol.

Envió: Sara Banchón C. (Ecuador) ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

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