AMOR se escribe con «P»

La palabra amor se escribe con “P”…
porque para amar se debe poseer PACIENCIA en los momentos en que el mismo amor te pone a prueba.

El verdadero amor se escribe con «P»…
porque para olvidar un mal recuerdo debe de existir PERDÓN antes que el odio entre aquellos que se aman.

Amor se escribe con «P»…
porque para obtener lo que deseas, debes PERSEVERAR hasta alcanzar lo que te has propuesto.

El sincero amor se escribe con «P»…
porque la PACIENCIA el PERDON y la PERSEVERANCIA son ingredientes necesarios para que un amor PERDURE.

Porque amor es también….

una PALABRA dicha a tiempo…

es el PERMITIRSE volver a confiar…

es PERMANECER en silencio escuchando al otro…

es esa PASION, que nos llena de estrellitas los ojos al pronunciar el nombre del que amamos…

El amor se escribe con «P»…
porque son esas PEQUEÑAS cosas que nos unen al ser amado día tras día.

Envió: Violeta Castañeda ( año 2.005 )

Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

El cuarto mandamiento

I. A Dios le es tan grato el cumplimiento del Cuarto Mandamiento que lo adornó de incontables promesas de bendición: El que honra a su padre expía sus pecados; y cuando rece será escuchado. Y como el que atesora, es el que honra a su madre. El que respeta a su padre tendrá larga vida (Eclesiastés 3, 4 – 5,7). Santo Tomás de Aquino (Sobre el precepto de la caridad), enseña que la vida es larga cuando está llena, y esta plenitud no se mide por el tiempo, sino por las obras. El Cuarto Mandamiento, que es también de derecho natural, requiere de todos los hombres, la ayuda abnegada y llena de cariño a los padres, especialmente cuando son ancianos o están más necesitados (B. ORCHARD y otros, Verbum Dei). Dios paga con felicidad, ya en esta vida, a quien cumple con amor este mandamiento. El Beato Josemaría Escrivá de Balaguer solía llamarlo el “dulcísimo precepto del Decálogo, porque es una de las más gratas obligaciones que el Señor nos ha dejado.

II. El único que puede considerarse Padre en toda su plenitud es Dios, de quien deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra (Efesios 3, 15). Nuestros padres, al engendrarnos, participaron de esa paternidad de Dios que se extiende a toda la Creación. En ellos vemos un reflejo del Creador, y al amarles y honrarles, en ellos estamos honrando y amando también al mismo Dios, como Padre. El amor a Dios tiene unos derechos absolutos, y a él deben subordinarse todos los amores humanos, incluyendo el de los padres.

Son muchas manifestaciones del Cuarto Mandamiento: amándolos y respetándolos a nuestros padres; cuando pedimos a Dios por su felicidad, cuando los socorremos con lo necesario para su sustento y una vida digna, o cuando están enfermos; entonces debemos poner los medios para que reciban los Sacramentos. Y cuando una vez difuntos, cuidando sus funerales, las misas por su alma, y ejecutando fielmente su testamento (CATECISMO ROMANO, III, 5, nn 10-12).

III. El primer deber de los padres es amar a los hijos con amor verdadero, independientemente de sus cualidades, porque son sus hijos y porque son hijos de Dios. Su amor se manifestará en su esfuerzo para que en los hijos arraiguen las virtudes humanas y sean buenos cristianos. Los padres son administradores de un inmenso tesoro de Dios, por lo que deben ser ejemplares, especialmente en su amor a Cristo. Al terminar nuestra oración, ponemos a nuestra familia bajo la protección de la Virgen y de los Ángeles Custodios.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre (año 2.005)
Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

El naufragio

El único sobreviviente de un naufragio fue visto sobre una pequeña e inhabitada isla.

Él estaba orando fervientemente, pidiendo a Dios que lo rescatara, y todos los días revisaba el horizonte buscando ayuda, pero esta nunca llegaba.

Cansado, eventualmente empezó a construir una pequeña cabañita para protegerse, y proteger sus pocas posesiones. Pero entonces un día, después de andar buscando comida, él regreso y encontró la pequeña choza en llamas, el humo subía hacia el cielo. Lo peor que había pasado, es que todas las cosas las había perdido.

Él estaba confundido y enojado con Dios y llorando le decía: «¿Cómo pudiste hacerme esto?» Y se quedó dormido sobre la arena.

Temprano de la mañana del siguiente día, él escuchó asombrado el sonido de un barco que se acercaba a la isla. Venían a rescatarlo, y les preguntó, “¿Cómo sabían que yo estaba aquí?”

Y sus rescatadores le contestaron, “Vimos las señales de humo que nos hiciste”.

Es fácil enojarse cuando las cosas van mal, pero no debemos de perder el corazón, porque Dios está trabajando en nuestras vidas, en medio de las penas y el sufrimiento.

Recuerda la próxima vez que tu pequeña choza se queme…. puede ser simplemente una señal de humo que surge de la GRACIA de Dios.

Por todas las cosas negativas que nos pasan, debemos decirnos a nosotros mismos, DIOS TIENE UNA RESPUESTA POSITIVA A ESTO.

Envió: Anselmo Gomez ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

La oración personal

I. Muchos pasajes del Evangelio muestran a Jesús que se retiraba y quedaba a solas para orar. Era una actitud habitual del Señor, especialmente en los momentos más importantes de su ministerio público.

¡Cómo nos ayuda contemplarlo! La oración es indispensable para nosotros, porque si dejamos el trato con Dios, nuestra vida espiritual languidece poco a poco. En cambio, la oración nos une a Dios, quien nos dice: Sin Mí, no podéis hacer nada (Juan 15,5).

Conviene orar perseverantemente (Lucas 18, 1), sin desfallecer nunca. Hemos de hablar con Él y tratarle mucho, con insistencia, en todas las circunstancias de nuestra vida, sabiendo que verdaderamente Él nos ve y nos oye.

Además, ahora, durante este tiempo de Cuaresma, vamos con Jesucristo camino de la Cruz, y “sin oración, ¡qué difícil es acompañarle!” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino).

Quizá sea la necesidad de la oración, junto con la de vivir la caridad, uno de los puntos en los que el Señor insistió más veces en su predicación.

II. En la oración personal se habla con Dios como en la conversación que se tiene con un amigo, sabiéndolo presente, siempre atento a lo que decimos, oyéndonos y contestando. Es en esta conversación íntima, como la que ahora intentamos mantener con Dios, donde abrimos nuestra alma al Señor, para adorar, dar gracias, pedirle ayuda, para profundizar en las enseñanzas divinas.

Nunca puede ser una plegaria anónima, impersonal, perdida entre los demás, porque Dios, que ha redimido a cada hombre, desea mantener un diálogo con cada uno de ellos: un diálogo de una persona concreta con su Padre Dios.

“Me has escrito: “orar es hablar con Dios. Pero ¿de qué? -¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias…¡flaquezas! : y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: ¡tratarse!”

III. Hemos de poner los medios para hacer nuestra oración con recogimiento, luchando con decisión contra las distracciones, mortificando la imaginación y la memoria. En el lugar más adecuado según nuestras circunstancias; siempre que sea posible, ante el Señor en el Sagrario. Nuestro Ángel Custodio nos ayudará; lo importante es no querer estar distraídos y no estarlo voluntariamente.

Acudamos a la Virgen que pasó largas horas mirando a Jesús, hablando con Él, tratándole con sencillez y veneración. Ella nos enseñará a hablar con Jesús.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )
Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Perdí y gané

Perdí un juguete que me acompañó en mi infancia, pero gané el recuerdo del amor de quien me hizo ese regalo.

Perdí mis privilegios y fantasías de niño, pero gané la oportunidad de crecer y vivir libremente.

Perdí a mucha gente que quise y que amo todavía, pero gané el cariño y ejemplo de sus vidas.

Perdí momentos únicos en la vida porque lloraba en vez de sonreír, pero descubrí que es sembrando amor, como se cosecha amor.

Yo perdí muchas veces y muchas cosas en mi vida, pero junto a ese «PERDER» hoy intento el valor de «GANAR».

Porque siempre es posible luchar por lo que amamos y porque siempre hay tiempo para empezar de nuevo.

No importa en que momento te cansaste, lo que importa es que siempre es importante y necesario recomenzar, recomenzar es darse una nueva oportunidad, es renovar las esperanzas en la vida y lo más importante: Creer en ti mismo.

¿Sufriste mucho en este período? -Fue aprendizaje.

¿Lloraste mucho? – Fue limpieza del alma.

¿Sentiste rencor? – Fue para aprender a perdonar.

¿Estuviste solitario en algún momento? – Fue porque cerraste la puerta.

¿Te sientes solo? – Mira alrededor y encontrarás mucha gente esperando tu sonrisa para acercarse más a ti.

Hoy es un excelente día para comenzar un nuevo proyecto de vida.

Mira alto, sueña alto, anhela lo mejor de lo mejor, anhela todo lo bueno, porque la vida nos trae lo que anhelamos.

Si pensamos pequeño, lo pequeño nos vendrá.

Si pensamos firmemente en lo mejor, en positivo, lograrás alcanzar algo grande, pero lucha severamente.

Arroja lo malo a la basura, limpia tu corazón, alístate para una nueva vida, para algo mejor.

Confía en la vida. Confía en ti.

Pero principalmente… ¡Confía en DIOS!

Envió: Hilda M. Tena Casillas (México) ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Id al mundo entero

I. La Resurrección del Señor es una llamada al apostolado hasta el fin de los tiempos. Cada una de las apariciones de Jesús Resucitado concluye con un mandato apostólico. Desde entonces, los Apóstoles comienzan a dar testimonio de lo que han visto y oído, y a predicar en el nombre de Jesús la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén (Lucas 24, 44-47).

En los Apóstoles está representada toda la Iglesia. En ellos, todos los cristianos de todos los tiempos recibimos el gozoso mandato de comunicar a quienes encontramos en nuestro caminar que Cristo vive, que en Él ha sido vencido el pecado y la muerte, que nos llama a compartir una vida divina, que todos nuestros males tienen solución. El mismo Cristo nos ha dado este derecho y este deber. Nosotros no podemos callar porque es mucha la ignorancia a nuestro alrededor, es mucho el error, son incontables los que andan por la vida perdidos y desconcertados porque no conocen a Cristo.

II. En cuanto los Apóstoles comenzaron a enseñar la verdad sobre Cristo, empezaron también los obstáculos, y más tarde la persecución y el martirio. También nosotros debemos contar con las incomprensiones, señal cierta de predilección divina y de que seguimos los pasos del Señor, pues no es menos el discípulo que el Maestro (Mateo 10, 24). Las recibiremos con alegría y las acogeremos como ocasiones para actualizar la fe, la esperanza y el amor. En muchas ocasiones iremos contra corriente en un mundo que parece alejarse cada vez más de Dios que tiene como fin único el bienestar material, por lo que el campo apostólico es un terreno duro. Nosotros habremos de prepararlo en primer lugar con la oración, la mortificación y las obras de misericordia, que atraen siempre el favor divino; con la amistad, la comprensión, la ejemplaridad

III. Como hicieron los primeros cristianos, “lo verdaderamente importante es tratar a las almas una a una para acercarlas a Dios” (A. DEL PORTILLO, Carta pastoral). Por esto, nosotros mismos debemos estar muy cerca del Señor, unidos a Él como el sarmiento a la vid (Juan 15, 5). Sin santidad personal no es posible el apostolado, la levadura viva se convierte en masa inerte. Si los obstáculos son grandes, también es más abundante la gracia divina: será Él quien los remueva, sirviéndose de cada uno de nosotros como de palanca.

Santa María, Reina de los Apóstoles, nos encenderá en la fe, en la esperanza y en el amor de su Hijo para que colaboremos eficazmente a recristianizar el mundo de hoy, tal como el Papa nos lo pide.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )
Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

El fariseo y el publicano

I. El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada tan difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.

“A mí mismo, con la admiración que me debo”. –Esto escribió un autor en la primera página de un libro. Y lo mismo podrían estampar muchos otros pobrecitos, en la última hoja de su vida. ¡Qué pena, si tú y yo vivimos o terminamos así! –Vamos a hacer un examen serio. Pedimos al Señor que no nos deje caer en ese estado, e imploramos cada día la virtud de la humildad.

II. El Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres (Mateo 23, 5). Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en cada momento. La soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos de la vida: nos hace susceptibles e impacientes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, luces, dificultades y sufrimientos. Inclina a compararse y creerse mejor que los demás y a negarles las buenas cualidades. Hace que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, o no nos obsequian como esperábamos. Nosotros, con la gracia de Dios, hemos de alejarnos de la oración del fariseo que se complacía en sí mismo, y repetir la oración del publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador.

III. Nuestra oración debe ser como la del publicano (Lucas 18, 9-14): humilde, atenta, confiada, Procurando que no sea un monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer. La humildad es el fundamento de toda nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera piedra de este edificio que es nuestra vida interior.

La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor garantía para ir adelante en esta virtud. Cuando contemplamos su humilde ejemplo, podemos acabar nuestra oración con esta petición: “Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER. Es Cristo que pasa).

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre ( año 2.005 )
Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Alegría, ¿donde estás?

Si se observa cualquier reunión humana, es muy típico detectar que siempre hay una personalidad más relevante que las demás, alrededor de la cuál se centra la atención. La atención la suele acaparar no el más sabio, ni el más inteligente, sino la personalidad que más alegría irradia. El rostro sinceramente alegre parece que produce un efecto imán en los jóvenes y en los niños. ¿Por qué?

La alegría genuina se caracteriza por tres rasgos: proviene del interior, ilumina, y es sencilla. En el interior del ser humano es donde se enfrenta la vida y se eligen las actitudes. Una vida llena de sentido es la que contesta cada mañana a la pregunta ¿Vale la pena el día de hoy?, con un SI entusiasta, porque responde pensando en alguien. El sentido de la vida se descubre cuando se ve el rostro feliz de aquel a quien se ama. Por ello la alegría proviene del interior, de la decisión personal de donarse a alguien. Y todos los que alguna vez han hecho la prueba, tienen que aceptar que el resultado es positivo. Hay mas alegría en dar que en recibir.

Hace seis años tuve la ocasión de conocer a una adolescente de 14 años a quien detectaron leucemia. En una carta que me escribía desde Estados Unidos donde fue internada, decía: El hospital es un lugar muy bonito, todas las paredes son blancas. Todo está muy limpio y es moderno. La habitación es preciosa, llena de luz y desde la cama veo las nubes. Las enfermeras son todas buenas y amables conmigo. He tenido mucha suerte con los médicos porque me la paso muy bien con ellos. En la planta donde estoy hay muchos niños, y a veces podemos hablar, y es muy entretenido.

El resto del tono de la carta era semejante, pero… ¿desde cuando un hospital es un lugar muy bonito? ¿Cómo es posible que le hiciera ilusión solamente ver pasar las nubes? ¿Por qué todo el mundo era maravilloso para ella? Volví a leer, unos años mas tarde, aquellas líneas, cuando Alejandra, que así se llamaba, ya había fallecido, y aprendí entonces que quien era maravillosa era ella, porque aunque murió pronto, aprendí la lección fundamental de la vida: vivió hacia fuera, olvidada de sí, e irradió por donde pasara la alegría que la envolvía. La tristeza, el negativismo y el egoísmo crean ambientes oscuros. La alegría agranda el espacio e invita a aventurarse en la esperanza. La alegría como la luz, no hace ruido, pero en su silencio transforma la realidad.

Por último, la alegría viene siempre de la mano de la sencillez. Nada de montajes artificiales, de simular posturas para aparecer mas de lo que uno es, ni de complicar las situaciones con novedades excéntricas. El espíritu alegre lo es porque se conoce tal cual es, se acepta y no se compara con los demás. Su felicidad no proviene del tener mas o menos, sino de una decisión de querer ser, y valorarse a sí mismo por las decisiones que puede tomar, como la de amar mas y amar mejor. Quien vive desde la perspectiva del amor descubre que la vida es muy sencilla.

El anhelo por alcanzar la alegría sigue escrito en el corazón del hombre con signos indelebles, pero se nos invita a buscarla donde el corazón no la puede encontrar: en el ambiente exterior, en la acumulación de objetos materiales, en licores, en placeres de un momento.

La alegría es posible, y está al alcance de todos, pero recordemos, la Alegría genuina viene del interior, ilumina serenamente y se acompaña de la sencillez.

Envió: Nieves García ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

La Oración

Orar no significa sólo que podemos decir a Dios todo lo que nos agobia.

Orar significa también callar y escuchar lo que Dios nos quiere decir.

La oración puede cambiar vuestra vida. Ya que aparta vuestra atención de vosotros mismos y dirige vuestra mente y vuestro corazón hacia el Señor.

Si tenemos nuestros ojos fijos en el Señor, entonces nuestro corazón se llenará de esperanza, nuestra mente se iluminará por la luz de la verdad, y llegaremos a conocer la plenitud del evangelio con todas sus promesas y su vida.

¿Qué es la oración? Comúnmente se considera una conversación. En una conversación hay siempre un “yo” y un “tú”. En este caso un Tú con mayúscula. La experiencia de la oración enseña que si inicialmente el “yo” parece el elemento más importante, unos se da cuenta luego de que en realidad las cosas son de otro modo. Más importante es el Tú, porque nuestra oración parte de la iniciativa de Dios.

La oración debe abrazar todo lo que forma parte de nuestra vida. No puede ser algo suplementario o marginal. Todo debe encontrar en ella su propia voz. También todo lo que nos oprime; de lo que nos avergonzamos; lo que por su naturaleza nos separa de Dios. Precisamente esto, sobre todo.

La oración es la que siempre, primera y esencialmente, derriba la barrera que el pecado y el mal pueden haber levantado entre nosotros y Dios.

Debemos orar también porque somos frágiles y culpables. Es preciso reconocer humilde y realistamente que somos pobres criaturas, con ideas confusas, tentadas por el mal, frágiles y débiles, con necesidad continua de fuerza interior y de consuelo.

La oración es el reconocimiento de nuestros límites y de nuestra dependencia: venimos de Dios, somos de Dios y retornamos a Dios. Por lo tanto, no podemos menos de abandonarnos en Él, nuestro Creador y Señor, con plena y total confianza.

Si tratáis a Cristo, oiréis también vosotros en lo más íntimo del alma los requerimientos del Señor, sus insinuaciones continuas.
En la oración, pues, el verdadero protagonista es Dios.

El protagonista es Cristo, que constantemente libera la criatura de la esclavitud de la corrupción y la conduce hacia la libertad, para gloria de los hijos de Dios.
Protagonista es el Espíritu Santo, que “viene en ayuda de nuestra debilidad”.

Procurad hacer un poco de silencio también vosotros en vuestra vida para poder pensar, reflexionar y orar con mayor fervor y hacer propósitos con mayor decisión. Hoy resulta difícil crearse “zonas de desierto y silencio” porque estamos continuamente envueltos en el engranaje de las ocupaciones, en el fragor de los acontecimientos y en el reclamo de los medios de comunicación, de modo que la paz interior corre peligro y encuentran obstáculos los pensamientos elevados que deben cualificar la existencia del hombre.

Dios nos oye y nos responde siempre, pero desde la perspectiva de un amor más grande y de un conocimiento más profundo que el nuestro.

Cuando parece que Él no satisface nuestros deseos concediéndonos lo que pedimos, por noble y generosa que nuestra petición nos parezca, en realidad Dios está purificando nuestros deseos en razón de un bien mayor que con frecuencia sobrepasa nuestra comprensión en esta vida. El desafío es “abrir nuestro corazón” alabando su nombre, buscando su reino, aceptando su voluntad.

Cuando recéis debéis ser conscientes de que la oración no significa sólo pedir algo a Dios o buscar una ayuda particular, aunque ciertamente la oración de petición sea un modo auténtico de oración. La oración, sin embargo, debe caracterizarse también por la adoración y la escucha atenta, pidiendo perdón a Dios e implorando la remisión de los pecados.

La oración debe ir antes que todo: quien no lo entienda así, quien no lo practique, no puede excusarse de la falta de tiempo: lo que le falta es amor.

No pocas veces acaso podemos sentir la tentación de pensar que Dios no nos oye o que no nos responde. Pero, como sabiamente nos recuerda San Agustín, Dios conoce nuestros deseos incluso antes de que se los manifestemos. Él afirma que la oración es para nuestro provecho, pues al orar “ponemos por obra” nuestros deseos, de tal manera que podemos obtener lo que ya Dios está dispuesto a concedernos. Es para nosotros una oportunidad para “abrir nuestro corazón”.

Para orar hay que procurar en nosotros un profundo silencio interior. La oración es verdadera si no nos buscamos a nosotros mismos en la oración, sino sólo al Señor. Hay que identificarse con la voluntad de Dios, teniendo el espíritu despojado, dispuesto a una total entrega a Dios. Entonces nos daremos cuenta de que toda nuestra oración converge, por su propia naturaleza, hacia la oración que Jesús nos enseñó y que se convierte en su única plegaria en Getsemaní: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”.

La oración puede definirse de muchas maneras. Pero lo más frecuente es llamarla un coloquio, una conversación, un entretenerse con Dios. Al conversar con alguien, no solamente hablamos sino que además escuchamos. La oración, por tanto, es también una escucha. Consiste en ponerse a escuchar la voz interior de la gracia. A escuchar la llamada.

Orando en medio de las dificultades de la vida, oyó estas palabras del Señor: “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”. La oración es la primera y fundamental condición de la colaboración con la gracia de Dios. Es menester orar para obtener la gracia de Dios y se necesita orar para poder cooperar con la gracia de Dios.

El hombre no puede vivir sin orar, lo mismo que no puede vivir sin respirar.

A través de la oración, Dios se revela en primer lugar como Misericordia, es decir, como Amor que va al encuentro del hombre que sufre. Amor que sostiene, que levanta, que invita a la confianza.

La intervención humanitaria más poderosa sigue siendo siempre la oración, pues constituye un enorme poder espiritual, sobre todo cuando va acompañada por el sacrificio y el sufrimiento.

La oración es también un arma para los débiles y para cuantos sufren alguna injusticia. Es el arma de la lucha espiritual que la Iglesia libra en el mundo, pues no dispone de otras armas.

Extraído de Orar – su pensamiento espiritual del Papa Juan Pablo II Editorial Planeta ( 1998 )

La Pascua y el año de la vida

Este año la Pascua nos encuentra celebrando, junto a todo el Pueblo de Dios, el don y regalo de la vida.

Para muchos, la resurrección de Jesús se reduce a un hecho del pasado. Algo que sucedió hace poco más de 2.000 años. Algo lejano.

¿Cuál puede ser hoy nuestra experiencia pascual?
¿Dónde y cómo vivir el encuentro con el Resucitado?
¿Cómo y cuándo puede hacerse presente para nosotros la fuerza y la vida que brotan de la Resurrección de Jesús?

Para los primeros discípulos la experiencia fundamental es: Jesús vive y está de nuevo con ellos. Todo lo demás pasa a segundo plano. Lo importante es que recuperan de nuevo a Jesús como Alguien que vive y viene a su encuentro. Todos vuelven a encontrarse con Él como “una nueva posibilidad de vida”. El Resucitado les ofrece la posibilidad de iniciar un nuevo modo de existencia. Es Jesús mismo quien se les impone lleno de vida, obligándolos a salir de su desconcierto e incredulidad. La experiencia pascual es regalo, don. Es “auto-donación” del Resucitado, que se les manifiesta y regala por encima de sus expectativas y creencias. Lo decisivo es la experiencia de encuentro con la persona de Jesús.

Por eso, para nosotros, lo decisivo, también es dejarnos alcanzar por la persona de Cristo. Encontrarnos, no con algo, sino con Alguien. Lo importante es la apertura, la disponibilidad, la acogida de Alguien que vive en el interior mismo de nuestra vida.

Una de nuestras tareas es, sin duda, ir pasando de un Jesús concebido como un personaje del pasado a un Jesús vivo y actual, presente en nuestras vidas. Lo más importante no es creer que Jesús, hace más de 2.000 años curó ciegos, limpió leprosos, hizo caminar a paralíticos y resucitó muertos sino experimentar que hoy puede curar nuestra visión de la vida, limpiar nuestra existencia, hacernos más humanos, resucitar lo que está muerto en nosotros.

Vivimos hoy en una cultura que cree, sobre todo, en el esfuerzo, en el rendimiento y la productividad. Muchas veces estructuramos nuestra vida cristiana y nuestro trabajo pastoral desde estos mismos criterios de eficacia y organización, sin dar cabida a lo gratuito e inesperado, lo que no es producto de nuestro propio trabajo. Para vivir la experiencia pascual de encuentro con Jesús resucitado hemos de dejar más espacio a la gracia y a lo gratuito. Experimentarnos y aceptarnos a nosotros mismos como gracia de Dios. En esa experiencia de gratuidad se abre para nosotros la posibilidad de encontrarnos con el Resucitado que sostiene nuestras vidas.

Las experiencias personales de cada uno pueden ser múltiples, pero uno de los lugares privilegiados de la experiencia pascual para todos ha de ser la Eucaristía. En la celebración eucarística no celebramos nuestros esfuerzos, trabajos y méritos, sino la salvación que se nos ofrece en Jesús muerto y resucitado, en el muerto que vuelve a la Vida. Cuando las comunidades cristianas seguimos celebrando rutinariamente eucaristías vacías de vida, de fraternidad, de exigencias de solidaridad y mayor justicia, estamos no escuchando el llamado de Dios que nos urge a buscar, por encima de todo, el reinado de su Vida entre los hombres.

La Eucaristía es “memorial” de Cristo crucificado. Este aspecto es esencial para impedir todo riesgo de reducir la cena del Señor a meras comidas fraternales. “Hagan esto en memoria mía”. Lo que recordamos no es simplemente el rito de la cena, sino que celebramos el acontecimiento salvador que se recoge y expresa en esa cena y que es el compromiso profundo y la entrega de Jesús hasta la muerte. Lo que Jesús hace en la cena del jueves santo es reafirmarse en su obediencia filial al Padre y en solidaridad total con la vida de todo hombre, especialmente los más pobres y necesitados.

El encuentro con Cristo resucitado es un acontecimiento que transforma. Una experiencia de conversión y cambio profundo en la existencia de la persona. Los relatos pascuales nos indican que el Resucitado se les ofrece, a los discípulos, como “nueva posibilidad de vida”. La presencia del Resucitado los renueva y recrea. Jesús les ofrece de nuevo su amistad, y su vida entera queda transformada.

No hay experiencia pascual sin conversión. El encuentro con Jesús resucitado acontece precisamente en ese abrirnos a una nueva posibilidad de vida. Cuando preferimos seguir viviendo cerrados a toda nueva llamada, sin despertar en nosotros nuevas responsabilidades, indiferentes a todo lo que pueda interpelar nuestra vida, empeñados en asegurar nuestra “pobre felicidad” por los caminos egoístas de siempre, ahí no hay espacio para la experiencia pascual.

Esta conversión pascual no se trata de “hacernos buenas personas” sino de volvernos a Aquel que es bueno con nosotros. Es una especie de “segunda llamada”. Los roces de la vida y nuestra propia mediocridad nos van desgastando día a día. Aquel ideal que veíamos con tanta claridad puede haberse oscurecido. Tal vez seguimos caminando, pero la vida se nos hace cada vez más dura y pesada.

Es precisamente en ese momento cuando hemos de vivir la experiencia pascual de “la segunda llamada”, que puede devolver el sentido y el gozo a nuestra vida. Dios comienza siempre de nuevo. Cristo nos puede “resucitar”.

Los anteojos de Dios

Un empresario que acababa de fallecer y camino al cielo esperaba encontrarse con el Padre Eterno, no iba nada tranquilo porque en su vida había realizado muy pocas cosas buenas. Mientras llegaba al cielo iba buscando en su conciencia ansiosamente aquellos recuerdos de cosas valiosas que hizo en su vida, pero pesaban mucho sus años de explotador y usurero.

Había encontrado en sus bolsillos alguna carta de personas a las que había tratado de ayudar para presentarlas a Dios, como créditos de sus pocas buenas obras. Llegó por fin a la entrada principal, muy preocupado, no lo podía disimular. Se acercó despacio y le extrañó mucho ver que allí no había cola para entrar ni había nadie en las salas de espera.

Pensó: «O aquí viene muy pocos clientes o les hacen entrar enseguida…». Avanzó más adentro y su desconcierto todavía fue mayor al ver que todas las puertas estaban abiertas y no había nadie para vigilarlas. Golpeó la puerta con el puño. Nadie contestó. Dio una palmada y nadie salió a su encuentro.

Miró hacia dentro y quedó maravillado de lo hermosa que era aquella mansión, pero allí no se veían ni ángeles ni santos ni doncellas vestidas de luz. Se animó un poco más y avanzó hasta llegar a una puerta acristalada. Y nada. Se encontró perfectamente en el mismo centro del paraíso sin que nadie se lo impidiera. «¡Aquí todos deben ser gente honrada! ¡Mira que dejar la puerta abierta y sin nadie que vigile…!».Poco a poco fue perdiendo el miedo y fascinado por lo que veía se fue adentrando en los patios de la gloria. Aquello era precioso. Como para pasarse una eternidad mirando el mismo lugar.

De pronto, se encontró entre algo que tenía que ser el despacho de alguien muy importante. Sin duda era la oficina de Dios. Por supuesto que también estaba la puerta de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar; pero en el cielo todo termina por inspirar confianza. Así que penetró en la sala y se acercó al escritorio, una mesa espléndida. Sobre ella hacía unos anteojos, que él comprendió debían ser los anteojos de Dios.

Nuestro amigo no pudo resistir la tentación de echar una miradita hacia la tierra con aquellos anteojos. Fue ponérselo y caer en éxtasis. «¡Qué maravilla! Si desde aquí, con estas gafas veo toda la tierra..!». Con aquellos anteojos se lograba ver toda la realidad profunda de las cosas sin la menos dificultad, las intenciones de las personas, las tentaciones de los hombres y de las mujeres.

Todo estaba patente ante sus ojos. Entonces se le ocurrió una idea. Trataría de buscar desde allá arriba a su socio, que sin duda estaría en la empresa donde ambos trabajaban; una especie de financiera, desde donde ejercían la usura y hasta el robo, en muchas ocasiones. No le resultó difícil localizarlo, pero le sorprendió en un mal momento. En ese preciso instante, su colega, estaba estafando a una pobre anciana que había ido a colocar sus ahorros en aquella empresa, en un fondo de pensiones que no era sino una «mentira». A nuestro amigo, al ver la cochinada que su socio estaba haciendo le subió al corazón un profundo deseo de justicia.

En la tierra nunca había experimentado tal sentimiento. Pero, claro, ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente ese deseo de justicia que, sin pensar en otra cosa, buscó a tientas algo debajo de la mesa par lanzárselo a su amigo (el banquillo donde Dios apoyaba los pies), con tan buena puntería que el banquillo fue a parar a la cabeza de su socio, dejándole tumbado allí mismo. En ese momento nuestro hombre oyó tras de sí unos pasos. Sin duda era Dios.

Se volvió y en efecto, se encontró cara a cara con el Padre Eterno.
– «¿Qué haces aquí hijo?», «Pues..pu..pu..la Puerta estaba abierta y entré»
– «Bien, bien, bien, pero sin duda podrás explicarme dónde está el banquillo en que apoyo mis pies cuando estoy sentado en mi mesa de trabajo»
– Reconfortado por la mirada y el tono de voz de Dios fue recuperando la serenidad.
– «Bueno, pues, yo he entrado en este despacho hace un momento, he visto los anteojos sobre la mesa y he caído en la curiosidad de ponérmelos y he echado una miradita al mundo».
– «Sí, sí, todo está muy bien; estás siendo muy sincero conmigo pero yo quisiera saber qué has hecho de mi banquillo».
– «Mira, Señor, al ponerme tus anteojos he visto todo con gran claridad y he visto a mi socio. ¿Sabes, Señor?, estaba engañando a una pobre anciana, haciendo un negocio que era un engaño y me he dejado llevar de la indignación; y claro lo primero que he encontrado y a mano ha sido un banquillo y se lo he tirado a la cabeza. Lo he dejado KO, Señor. Es que no hay derecho. Era una injusticia.
– «Imagínate que yo, cada vez que veo una injusticia en la tierra comienzo a lanzar banquillos a la cabeza de los hombres; no sé los que quedaría ahora.»
– «Perdóname, Señor, he sido muy impulsivo, lo sé…»
– «Sí, claro. Estuvo bien que te pusieses mis anteojos, hijo, pero para mirar la tierra y a los hombres te olvidaste de una cosa, ponerte también mi corazón.
– “Vuelve ahora a la tierra y te doy otros cinco años para que practiques lo que esta tarde aquí has llegado a comprender…»
– Y nuestro amigo, en ese momento se despertó, mojado en sudor, observando que por la ventana entreabierta de su dormitorio entraba un espléndido sol.

Envió: Sara Banchón C. (Ecuador) ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Sin esperar nada egoístamente

I. Nos dice el Señor en el Evangelio de San Lucas (6, 32): Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes los aman: Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué méritos tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo….

La caridad del cristiano va más lejos, pues incluye y sobrepasa el plano de lo natural, de lo meramente humano: da por amor al Señor, y sin esperar nada a cambio. No debemos hacer el bien esperando en esta vida una recompensa, ni un fruto inmediato.

La caridad no busca nada, la caridad no es ambiciosa (1 Corintios 13, 5). El Señor nos enseña a dar liberalmente, sin calcular retribución alguna. Ya la tendremos en abundancia.

II. Nada se pierde de lo que llevamos a cabo en beneficio de los demás. El dar ensancha el corazón y lo hace joven, y aumenta su capacidad de amar. El egoísmo empequeñece, limita el propio horizonte y lo hace pobre y corto. Por el contrario, cuanto más damos, más se enriquece el alma. A veces no veremos los frutos, no cosecharemos agradecimiento humano alguno; nos bastará saber que el mismo Cristo es el objeto de nuestra generosidad. Nada se pierde.
Por otra parte, la caridad no se desanima si no ve resultados inmediatos; sabe esperar, es paciente. San Pablo también alentaba a los primeros cristianos a vivir la generosidad con gozo, pues Dios ama al que da con alegría (2 Corintios 9, 7).

A nadie –mucho menos el Señor- pueden serle gratos un servicio o una limosna hechos de mala gana o con tristeza. En cambio, el Señor se entusiasma ante la entrega de quien da y se da por amor con alegría.

III. Es necesario poner al servicio de los demás los talentos que hemos recibido del Señor. El Evangelio de la Misa nos enseña que la mejor recompensa de la generosidad en la tierra es haber dado. Ahí termina todo. Nada debemos recordar luego a los demás; nada debe ser exigido. Queda todo mejor en la presencia de Dios y anotado en la historia personal de cada uno.

El dar no puede causar quebranto ni fatiga, sino íntimo gozo y notar que el corazón se hace más grande y que Dios está contento con lo que hemos hecho.
Nuestra Madre, que con su fiat entregó su ser y su vida al Señor, nos ayudará a no reservarnos nada, y a ser generosos en las mil pequeñas oportunidades que se nos presentan cada día.

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre (año 2.005)

La filiación divina

I. A lo largo del Nuevo Testamento, la filiación divina ocupa un lugar central en la predicación de la buena nueva cristiana, como realidad bien expresiva del amor de Dios por los hombres: Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios y que lo seamos (1 Juan 3, 1).

El mismo Cristo nos mostró esta verdad enseñándonos a dirigirnos a Dios como al Padre, y nos señaló la santidad como imitación filial. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Estas palabras del Salmo II, que se refieren principalmente a Cristo, se dirigen también a cada uno de nosotros y definen nuestro día y la vida entera, si estamos decididos – con debilidades, con flaquezas – a seguir a Jesús, a procurar imitarle, a identificarnos con Él, en nuestras particulares circunstancias.

II. Cuando vivimos como buenos hijos de Dios, consideramos los acontecimientos – aún los pequeños sucesos de cada día – a la luz de la fe, y nos habituamos a pensar y actuar según el querer de Cristo. En primer lugar, trataremos de ver hermanos en las personas que nos rodean, los trataremos con aprecio y respeto y nos interesaremos en su santificación.

Si consideramos con frecuencia esta verdad – soy hijo de Dios -, nuestro día se llenará de paz, de serenidad y de alegría. Nos apoyaremos en nuestro Padre Dios en las dificultades, si alguna vez se hace todo cuesta arriba (J. LUCAS, Nosotros, hijos de Dios). Volveremos con más facilidad a la Casa paterna, como el hijo pródigo, cuando nos hayamos alejado con nuestras faltas y pecados. Nuestra oración será de veras la conversación de un hijo con su padre, que sabe que le entiende y que le escucha.

III. El hijo es también heredero, tiene como un cierto «derecho» a los bienes del padre; somos herederos de Dios, coherederos con Cristo (Romanos 8, 17). El anticipo de la herencia prometida lo recibimos ya en esta vida: es el gaudium cum pace, la alegría profunda de sabernos hijos de Dios, que no se apoya en los propios méritos, ni en la salud ni en el éxito, ni en la ausencia de dificultades, sino que nace de la unión con Dios, en saber que Él nos quiere, nos acoge y perdona siempre… y nos tiene preparado un Cielo junto a Él.

Perdemos esta alegría cuando nos olvidamos de nuestra filiación divina, y no vemos la Voluntad de Dios, sabia y amorosa siempre en nuestra vida. Además, el alma alegre es un apóstol porque atrae a los hombres hacia Dios. Pidamos a la Virgen la profunda alegría de sabernos hijos de Dios.

Extraído de Meditar, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

El juego de la vida

Imagina la vida como un juego en el cual tú te encuentras haciendo malabares con 5 pelotas en el aire. Las nombras: trabajo, familia, salud, amigos y espíritu, y las mantienes todas en el aire. Tú entenderás que la pelota del trabajo es de hule, y si la dejas caer, regresará a ti, pero las otras 4 pelotas (familia, salud, amigos y espíritu) son de cristal; si dejas caer alguna de ellas, éstas serán irremediablemente marcadas, maltratadas, cuarteadas, dañadas o hasta rotas, y jamás volverá a ser lo mismo.

Debes entender esto y lograr un balance en tu vida, ¿cómo?

– No te menosprecies comparándote con otros, todos somos diferentes y cada uno tiene algo especial.

– No traces tus metas y objetivos basado en lo que resulta importante para la demás gente, sólo tú sabes qué es lo mejor para ti.

– No des por olvidadas las cosas que se encuentran cerca de tu corazón, aférrate a ellas como de la vida porque sin ellas la vida carece de significado.

– No dejes que tu vida se te resbale de los dedos viviendo en el pasado o para el futuro, vive tu vida un día a la vez y ¡vivirás todos los días de tu vida!

– No te des por vencido cuando aún tengas algo que dar, nada se da por terminado hasta el momento en que dejas de intentarlo.

– Que no te dé miedo admitir que eres menos que perfecto, pues ésta es la frágil línea que nos mantiene unidos a los demás.

– No tengas miedo a enfrentar los riesgos, es tomando estas oportunidades que aprendemos a ser valientes.

– No saques el amor de tu vida diciendo que es imposible de encontrar: la manera más rápida de recibir amor es darlo; la manera mas rápida de perderlo es apretarlo a nosotros demasiado, y la mejor manera de mantenerlo es darle alas.

– No pases por la vida tan rápido que no solamente olvides de dónde vienes, sino también a dónde vas.

– Nunca olvides que la necesidad emocional más grande de una persona es sentirse apreciada.

– No tengas miedo de aprender, el conocimiento es liviano, es un tesoro que siempre cargarás fácilmente.

– No uses el tiempo ni las palabras sin cuidado, ninguna de las dos es remediable.

– La vida no es una carrera, es una jornada para saborear cada paso del camino.

Envió: María Guadalupe Quezada ( año 2.011 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

El bambú japonés

No hay que ser agricultor para saber que una buena cosecha requiere de buena semilla, buen abono y riego constante. También es obvio que quien cultiva la tierra no se para impaciente frente a la semilla sembrada y grita con todas sus fuerzas: «¡Crece, maldita seas!»

Hay algo muy curioso que sucede con el bambú japonés y que lo transforma en no apto para impacientes: Siembras la semilla, la abonas, y te ocupas de regarla constantemente.

Durante los primeros meses no sucede nada apreciable. En realidad no pasa nada con la semilla durante los primeros siete años, a tal punto, que un cultivador inexperto estaría convencido de haber comprado semillas infértiles.

Sin embargo, durante el séptimo año, en un periodo de solo seis semanas la planta de bambú crece ¡mas de 30 metros! ¿Tardó sólo seis semanas crecer? No. La verdad es que se tomo siete años y seis semanas en desarrollarse.

Durante los primeros siete años de aparente inactividad, este bambú estaba generando un complejo sistema de raíces que le permitirían sostener el crecimiento que iba a tener después de siete años. Sin embargo, en la vida diaria muchas veces tratamos de encontrar soluciones rápidas, triunfos apresurados, sin entender que el éxito es simplemente resultado del crecimiento interno y que este requiere tiempo.

Quizás por la misma impaciencia, muchas personas que aspiran a resultados en corto plazo, abandonan súbitamente justo cuando ya estaban a punto de conquistar la meta.

Es tarea difícil convencer al impaciente que sólo llegan al éxito aquellos que luchan en forma perseverante y saben esperar el momento adecuado.
De igual manera, es necesario entender que en muchas ocasiones estaremos frente a situaciones en las que creeremos que nada está sucediendo.
Y esto puede ser extremadamente frustrante.

En esos momentos (que todos tenemos), recordar el ciclo de maduración del bambú japonés, y aceptar que no debemos bajar los brazos, ni abandonemos por no «ver» el resultado que esperamos, si está sucediendo algo dentro de nosotros: estamos creciendo, madurando.

Quienes no se dan por vencidos, van gradual e imperceptiblemente creando los hábitos y el temple que les permitirá sostener el éxito cuando este al fin se materialice.

El triunfo no es más que un proceso que lleva tiempo y dedicación.

Un proceso que exige aprender nuevos hábitos y nos obliga a descartar otros.

Un proceso que exige cambios, acción y formidables dotes de paciencia.

Envió: Mario Valverde A. ( año 2.005 )
Extraído de Valores, del Portal Católico El que busca, encuentra www.encuentra.com

Un sabio

Un sabio cierta tarde, llegó a la ciudad de Akbar.

La gente no dio mucha importancia a su presencia, y sus enseñanzas no consiguieron interesar a la población.

Incluso después de algún tiempo llegó a ser motivo de risas y burlas de los habitantes de la ciudad.

Un día, mientras paseaba por la calle principal de Akbar, un grupo de hombres y mujeres empezó a insultarlo.

En vez de fingir que los ignoraba, el sabio se acercó a ellos y los bendijo.

Uno de los hombres comentó:

-¿Es posible que además, sea usted sordo?.

¡Gritamos cosas horribles y usted nos responde con bellas palabras!.

-Cada uno de nosotros solo puede ofrecer lo que tiene- fue la respuesta del sabio.

 

 

Extraído de Valores del Portal Católico www.encuentra.com

 

Inventario

A mi abuelo aquel día lo vi distinto. Tenía la mirada enfocada en lo distante. Casi ausente. Pienso ahora que tal vez presentía que ese era el último día de su vida.

Me aproxime y le dije: -¡Buen día, abuelo!

Y él extendió su silencio. Me senté junto a su sillón y luego de un misterioso instante, exclamó: -¡Hoy es día de inventario, hijo!

-¿Inventario? (pregunté sorprendido).

-Si. ¡El inventario de las cosas perdidas! Me contestó con cierta energía y no sé si con tristeza o alegría. Y prosiguió:

-Del lugar de donde yo vengo, las montañas quiebran el cielo como monstruosas presencias constantes. Siempre tuve deseos de escalar la mas alta. Nunca lo hice, no tuve el tiempo ni la voluntad suficientes para sobreponerme a mi inercia existencial. Recuerdo también, aquella chica que amé en silencio por cuatro años; hasta que un día se marchó del pueblo, sin yo saberlo.

¿Sabes algo? También estuve a punto de estudiar ingeniería, pero mis padres no pudieron pagarme los estudios. Además, el trabajo en la carpintería de mi padre no me permitía viajar. ¡Tantas cosas no concluidas, tantos amores no declarados, tantas oportunidades perdidas! Luego, su mirada se hundió aún mas en el vacío y se le humedecieron sus ojos. Y continuó:

-En los treinta años que estuve casado con Rita, creo que solo cuatro o cinco veces le dije «te amo». Luego de un breve silencio, regresó de su viaje mental y mirándome a los ojos me dijo:

-«Este es mi inventario de cosas perdidas, la revisión de mi vida. A mí ya no me sirve. A ti si. Te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu inventario a tiempo». Y luego, con cierta alegría en el rostro, continuó con entusiasmo y casi divertido -¿Sabes qué he descubierto en estos días?

-¿Qué, abuelo?

Aguardó unos segundos y no contestó, solo me interrogó nuevamente:

-¿Cual es el pecado más grave en la vida de un hombre?

La pregunta me sorprendió y solo atiné a decir, con inseguridad:

-«No lo había pensado. Supongo que matar a otros seres humanos, odiar al prójimo y desearle el mal. ¿Tener malos pensamientos, tal vez?»

Su cara reflejaba negativa. Me miró intensamente, como remarcando el momento y en tono grave y firme me señaló:

-«El pecado más grave en la vida de un ser humano es el pecado por omisión. Y lo más doloroso es descubrir las cosas perdidas sin tener tiempo para encontrarlas y recuperarlas.»

Al día siguiente, regresé temprano a casa, luego del entierro del abuelo, para realizar en forma urgente mi propio «inventario» de las cosas perdidas.

 

EL EXPRESARNOS NOS DEJA MUCHAS SATISFACCIONES, así que no tengas miedo, y procura no quedarte con las ganas de nada….. antes de que sea demasiado tarde…

 

-Y tú, ya hiciste tu inventario?……..

 

Envió: Jenny Gaytán

 

Extraído de Valores del Portal Católico www.encuentra.com

 

Cuando la fruta no alcance

Una vez un grupo de tres hombres se perdieron en la montaña, y había solamente una fruta para alimentarlos a los tres, quienes casi desfallecían de hambre.

Se les apareció entonces Dios y les dijo que probaría su sabiduría y que dependiendo de lo que mostraran les salvaría. Les preguntó entonces Dios qué podían pedirle para arreglar aquel problema y que todos se alimentaran.

El primero dijo: «Pues aparece mas comida», Dios contestó que era una respuesta sin sabiduría, pues no se debe pedir a Dios que aparezca mágicamente la solución a los problemas sino trabajar con lo que se tiene.

Dijo el segundo entonces: «Entonces haz que la fruta crezca para que sea suficiente», a lo que Dios contestó que No, pues la solución no es pedir siempre multiplicación de lo que se tiene para arreglar el problema, pues el ser humano nunca queda satisfecho y por ende nunca sería suficiente.

El tercero dijo entonces: «Mi buen Dios, aunque tenemos hambre y somos orgullosos, haznos pequeños a nosotros para que la fruta nos alcance».

Dios dijo: «Has contestado bien, pues cuando el hombre se hace humilde y se empequeñece delante de mis ojos, verá la prosperidad».

Saben, se nos enseña siempre a que otros arreglen los problemas o a buscar la salida fácil, siempre pidiendo a Dios que arregle todo sin nosotros cambiar o sacrificar nada. Por eso muchas veces parece que Dios no nos escucha pues pedimos sin dejar nada de lado y queriendo siempre salir ganando. Muchas veces somos egoístas y siempre queremos de todo para nosotros.

Seremos felices el día que aprendamos que la forma de pedir a Dios es reconocernos débiles, y ser humildes dejando de lado nuestro orgullo. Y veremos que al empequeñecernos en lujos y ser mansos de corazón veremos la prosperidad de Dios y la forma como El SI escucha.

Pídele a Dios que te haga pequeño…Haz la prueba!!!!

 

Envió: Nora Escamilla

 

Extraído de Valores del Portal Católico www.encuentra.com

 

Confía

Confía en tus fuerzas, y recuerda que nada es imposible.

Confía en las cosas que te inspiran.

Confía en las cosas que te dan felicidad.

Confía en los sueños que siempre has anhelado y déjalos hacerse realidad.

La vida no hace promesas sobre lo que te reserva el futuro.

Debes buscar tus propios ideales y animarte a cumplirlos.

La vida no te ofrece garantías sobre lo que tendrás.

Pero te ofrece tiempo para decidir lo que buscas y arriesgarte a encontrarlo y a revelar algún secreto que encuentres en tu senda.

Si tienes voluntad para hacer buen uso del talento y de los dones que son sólo tuyos, tu vida estará llena de tiempos memorables y de inolvidable alegría.

Nadie comprende el misterio de la vida o su significado.

Pero para aquellos que deciden creer en la verdad de lo que sueñan y en sus fuerzas … la vida es un singular regalo y nada es imposible.

 

 

 

Creo que todos tenemos adentro una brújula que nos conduce adonde anhelamos. No olvides confiar en tu brújula, consúltala a menudo, porque el conocer su presencia te dará fortaleza para lo que la vida te depare.

No permitas que te desvíen. Pídele la verdad a tu corazón, y te dará la respuesta y el discernimiento para tomar las decisiones que son para ti.

Ama a todos, y no esperes agradecimientos. Haz lo mejor que puedas.

Vive cada día en su plenitud. Nadie puede leer el futuro.

Recuerda: para todas tus preguntas, allí en tu fuero interno, a la vera del camino, habrá respuestas más claras, soluciones aceptables.

Hace falta paciencia, y confianza, para alcanzar la meta, solucionar problemas, y realizar sueños. Aunque por momentos parezca que ya no puedes seguir, conozco tu fortaleza, y sabrás sobrellevar todo lo que la vida te depare.

Cree en ti.

 

Colaboración de Ana María Zacagnino

 

¿Quién es tu amigo?

Tu amigo es:

El que siendo leal y sincero te comprende.

El que te acepta como eres y tiene fe en ti.

El que sin envidia reconoce tus valores, te estimula y elogia sin adularte.

El que te ayuda desinteresadamente y no abusa de tu bondad.

El que con sabios consejos te ayuda a construir y pulir tu personalidad.

El que goza con las alegrías que llegan a tu corazón.

El que sin penetrar en tu intimidad, trata de conocer tu dificultad, para ayudarte.

El que sin herirte te aclara lo que entendiste mal o te saca del error.

El que levanta tu ánimo cuando estás caído.

El que con cuidados y atenciones quiere menguar el dolor de tu enfermedad.

El que te perdona con generosidad, olvidando tu ofensa.

El que ve en tí un ser humano con alegrías, esperanzas, debilidades y luchas…

Este es el amigo verdadero.

Si lo descubres, consérvalo como un gran tesoro.

El amigo que nunca falla es Dios.

Si aún no lo encuentras, aquí tienes a un amigo.

 

Envío: Edwin Valdés (edwinvaldes@yahoo.com)

 

Extraído de Valores del Portal Católico www.encuentra.com

 

Colaboración de Pablo Deluca