Llegó una vez un profeta a una ciudad y comenzó a gritar, en su plaza mayor, que era necesario un cambio de la marcha del país.
El profeta gritaba y gritaba y una multitud considerable acudió a escuchar sus voces, aunque más por curiosidad que por interés. Y el profeta ponía toda su alma en sus voces, exigiendo el cambio de las costumbres.
Pero, según pasaban los días, eran menos cada vez los curiosos que rodeaban al profeta y ni una sola persona parecía dispuesta a cambiar de vida.
Pero el profeta no se desalentaba y seguía gritando.
Hasta que un día ya nadie se detuvo a escuchar sus voces. Mas el profeta seguía gritando en la soledad de la gran plaza. Y pasaban los días. Y el profeta seguía gritando. Y nadie le escuchaba.
Al fin, alguien se acercó y le preguntó: «¿Por qué sigues gritando?
¿No ves que nadie está dispuesto a cambiar?»
«Sigo gritando» -dijo el profeta- «porque si me callara, ellos me habrían cambiado a mí.»
José Luis Martín Descalzo
Envió: Gilberto Guerra García
Extraído de Valores del Portal Católico www.encuentra.com