La fe y su contenido

El nacimiento de la fe varía de acuerdo con el temperamento y la condición de cada persona. Hay hombres que no van al encuentro de Cristo sino cuando ya han avanzado bastante en el camino de su vida; hay otros que educados en la tradición cristiana, deben asumir solos la responsabilidad de su fe; y finalmente hay hombres que criados en una atmósfera hostil o indiferente, sin ideas religiosas o con ideas referidas a imágenes estereotipadas, deben realizar una renovación para llegar a poseer una creencia digna de este nombre.

En el corazón de esa diversidad, la pluralidad de los dones y de los destinos juega su función, por lo tanto concluimos que hay tantas maneras de llegar a la fe como hombres llamados por Dios.

¿Se puede hablar de la fe sin hablar del objeto de la fe ?

Algunos pretenden que lo que en definitiva interesa no es tanto qué se cree como el hecho de creer, y la seriedad y la intensidad que en ello se pone.(…) En el sentido cristiano, la fe tiene un carácter único y exclusivo. La “fe” no es una noción global que podría convenir a numerosas modalidades, a los cristianos o a los musulmanes, al antiguo paganismo de los griegos o al budismo. No; ese vocablo designa un hecho único : la respuesta del hombre a Dios, que vino al mundo con Cristo.

La fe está en su contenido. Está determinada por lo que ella cree. Es la marcha viviente hacia Aquel en quien se cree, es la respuesta viva a la llamada de Aquel que se anuncia en la revelación y atrae al hombre por la obra de la gracia.

¿Adónde conduce, entonces, la fe cristiana? Hacia el Dios vivo revelado en la persona de Cristo. No hacia un “Dios” indeterminado, objeto de un vago presentimiento, de una experiencia cualquiera, sino hacia “el que es Dios y Padre de Jesucristo.” Pero ¿cómo es Dios?

(…)La imagen de Dios que se muestra ante nosotros no es simple, sino llena de contrastes y de misterios. Igualmente, nuestra fe en Él es, al mismo tiempo que una pertenencia íntima, un esfuerzo para vencer nuestro aislamiento; deseo nostálgico y resistencia, aproximación y alejamiento, conocimiento e ignorancia a la vez. La fe está hecha de antinomias y cargada de riesgos; no puede transportarse a un concepto.

Ella es lo que Dios representa para nosotros. Solamente en la medida en que la imagen de Dios se simplifica y se precisa, lo hace igualmente nuestra fe. La fe de aquellos que se han aproximado, que han madurado en Dios, que están en el camino de la santidad, es completamente simple.

Creer, es creer en Dios. La fe cristiana se dirige al rostro de Dios, pero a ese rostro tal cual es. La fe es como aquel a quien ella se dirige. Por medio de ella nos unimos a Dios uno y trino. Ella es, pues, un reflejo de la naturaleza de Dios.

¿Cómo se llama en las Sagradas Escrituras el proceso que organiza la relación de la fe y que crea una nueva vida? El nuevo nacimiento.

No hay que tomar esta expresión como una metáfora poética, vaga, sino en el sentido propio. La génesis de la fe consiste en ser transportado al seno creador de Dios. En cierto sentido, muere aquí la antigua existencia y otra comienza. Esa vida recientemente recibida procede de Dios mismo, y significa que el creyente es “de la misma sangre de Dios”, si se puede emplear esta expresión. Este parentesco divino se extiende a las Tres Personas de la Santa Trinidad.

Por la fe, el cristiano entra en comunidad con el Padre como su hijo o su hija; por la fe se inclina ante la majestad del Padre, confía todo lo que tiene a la custodia del Padre, acepta la voluntad del Padre para hacerla suya. Tal es el espíritu del Pater noster…( Padre nuestro )

Pero todo eso pasa por el Hijo. Tomado en sí mismo, el Padre permanece oculto. No se revela sino en el Hijo del cual es Padre. Cuando nosotros estamos “en Cristo”, cuando miramos al Padre con Él, cuando obedecemos y amamos con Él, sólo entonces estamos “frente al Padre” y lo “vemos.” La fe que nos une al Cristo en persona tiene su forma propia, crea un nuevo parentesco con Dios.

Cristo es nuestro hermano, como “el primer nacido entre muchos otros”, hermanos y hermanas. Él es nuestro maestro, el que nos muestra “el camino, la verdad y la vida.” Es Aquel que murió por nosotros y que resucitó; que nos penetra con su ser transformado e impone en nosotros la imagen del hombre nuevo, introduciéndonos en la unidad de la nueva creación.

También la fe que nos une al Espíritu santo es diferente. Él es quien nos consuela, quien ilumina nuestro espíritu y nuestro corazón. Él pone a Cristo en nosotros; Él nos enseña a hablar, a orar, a confesar nuestra fe y a luchar. Es la llama, la tempestad, la luz, el vínculo de amor.

En cada uno de estos casos hay fe, pero bajo una forma diferente. En cada caso se establece un vínculo de parentesco, pero con una persona divina diferente. Una es la fe con relación al Padre, otra la fe con relación al Hijo y otra más la fe con relación al Espíritu. Pero no es posible separar la una de las otras. Se sostienen, se iluminan y se impregnan mutuamente. Porque esas formas de la fe no constituyen, sin embargo, más que una sola fe, como las tres Personas divinas no forman sino un solo Dios.

Todas éstas son cosas profundas que se vuelven para nosotros cada vez más familiares a medida que nos desentendemos de las ideas generales imprecisas para volvernos hacia la revelación, decididos a tomarla tal como es, no tal como la modelamos según nuestra sapiencia y nuestra locura humanas.

Cuanto más se fortifica nuestra fe, más claros, más luminosos se nos aparecen los rostros de Dios que marcan los aspectos diferentes, las relaciones recíprocas y la unidad de esa vida de fe.

Pero también aquí todo varía según los hombres. El uno comienza a creer en el Padre, sin saber tal vez que sólo gracias al Hijo posee a ese Padre. Para él, la fe consiste, simplemente, en estar bajo la salvaguardia del Padre. A partir de allí, su fe se irá desenvolviendo y poco a poco descubrirá los otros rostros de Dios.

En cambio, otro encuentra primero a Cristo, su figura en la historia, su palabra en las Escrituras, y Cristo lo conducirá hacia el Padre y el Espíritu.

Un tercero, en fin, empieza sintiéndose atraído por las obras del espíritu, por la fisonomía de los santos, por la Virgen María, por la voz de la Iglesia. Es así como por primera vez siente el poder de lo divino y, en medio de la contingencia general, la garantía de lo eterno, que lo prepara para ligarse definitivamente por medio de la fe. El Hijo y el Padre se le revelarán después.

Para todo esto no hay leyes. Dios le ha dado a cada uno una naturaleza y un destino particulares, y llama a cada uno como Él quiere.

Extraído del libro Sobre la vida de la fe

Escrito por Romano Guardini (1955) editado por Patmos – libros de espiritualidad

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